Que esa prensa termine de agonizar
Hoy, quien entra a internet y, sobre todo, a las redes sociales, entra al universo de Silicon Valley, con sus reglas de expresión y autoridades privadas e inapelables.
- Opinión
Sally Lehrman describe el “Trust Project” (Proyecto Confianza, en castellano) –que ella misma fundó en 2014– como algo parecido a las etiquetas de información nutricional que van en los alimentos, pero aplicadas al mundo de las noticias y la información. A diferencia de los octógonos que intentan prevenir a las víctimas de la industria alimentaria, estos sí son del agrado de El Comercio, que se unió a esta coalición en setiembre de 2020.
La idea detrás del “Trust Project” es ayudar a los usuarios de internet y a los gigantes de las redes sociales a diferenciar entre noticias falsas e información fidedigna, de manera que los primeros puedan evitarlas y los segundos censurarlas (o “reducir su circulación”, para usar el eufemismo de moda).
El proyecto califica la calidad de los medios de comunicación en virtud de varios indicadores de confianza que usted puede conocer, pues son abiertos y públicos. Lo que jamás sabrá es cómo se aplican para obtener una calificación para cada medio específico, pues se hace de manera secreta. Ese secretismo es compartido por las entidades que en los últimos años han redactado listas negras de medios que deberían ser evitados por los internautas, como el Poynter Institute, rector y centro neurálgico de la red global de “verificadores de contenido”.
Si usted suele leer esta columna, seguramente ya adivinó cuáles son los medios de comunicación usualmente favorecidos por este tipo de iniciativas de control del discurso: la gran prensa “del siglo XX”, por supuesto. Ella gozó de gran prestigio durante buena parte del siglo pasado, pero hoy se encuentra merecidamente venida a menos debido a una masiva toma de consciencia sobre su naturaleza comercial y su participación activa en cuanta guerra de agresión fuera organizada por los mandamases en Washington en las últimas décadas.
Internet, con su apertura del universo de las comunicaciones, corre con buena parte de la responsabilidad en esa popular toma de consciencia, por lo que resulta urgentísimo silenciarla, redactar listas negras de medios de comunicación indeseables y expulsar a los herejes de la información. Para ello se infló y exageró el “peligro para la democracia” que supuestamente significarían las “fake news”. Fue como el montaje de las armas de destrucción masiva iraquíes, pero aplicado a la esfera informativa.
Desgraciadamente, el mundo entero se tragó la mentira e iniciativas de la índole del “Trust Project” vienen a constituir el plato de fondo, la política a implementarse luego de que la propaganda convenciera al mundo de su urgente necesidad.
Los financistas
La plata detrás del proyecto “Trust” proviene de los “barones” del siglo XXI, los señores de Silicon Valley: Pierre Omidyar (Ebay, PayPal), Jeff Bezos (Amazon), Craig Newmark (Craigslist), entre otros. Los gigantes Facebook y Google también han puesto lo suyo. La mayoría de los magnates nombrados vio su fortuna incrementarse durante el desastre global ocasionado por la reciente pandemia, lo que los colocó en una posición idónea para hacerse de mayores cuotas de control del flujo informativo, el negocio clave.
Como los infames “barones ladrones” de fines del siglo XIX, la nueva plutocracia tecnológica cultiva la filantropía, multiplicando fundaciones y oenegés (recordemos a Carnegie, Ford o Rockefeller, pioneros en el mundo del poder blando y la “ayuda” internacional). En esta ocasión –y atendiendo a los oportunos montajes sobre “fake news” e “intromisiones rusas”, digitados por los servicios de inteligencia más poderosos del mundo–, esas fundaciones están abocadas a salvar la democracia de la libertad de expresión, el gran problema de la élite en estos días.
Nos encontramos, pues, ante un nuevo “exceso de democracia”, parafraseando al ideólogo norteamericano Samuel Huntington. Durante las décadas del 60 y 70 del siglo pasado, Huntington advirtió a la élite occidental sobre el gran peligro que representaba la participación política de sectores sociales previamente relegados (ya sabe, mujeres, latinos, afroamericanos, trabajadores, entre otros).
¿Para qué pagar impuestos que luego serán empleados por un gobierno que responde –en teoría– a sus ciudadanos, cuando puedes donar dinero y colocarlo directamente donde tú prefieras? Así razonaron los barones de ayer y así operan sus sucesores. Con Bill Gates a la cabeza, unos cuantos multimillonarios y sus fundaciones están financiando toda clase de iniciativas públicas de alcance global y de corte político, ejerciendo una forma de poder basada en la fortuna que tiene poco o nada que ver con los valores de la democracia.
Todo eso está sucediendo a vista y paciencia del mundo en virtud de una dudosa “meritocracia” (esa farsa tan transparente). Nos encontraríamos ante prohombres coronados por el éxito de sus respectivas compañías, dotados de lo necesario para llevar al éxito cualquier emprendimiento. No solo eso: ante los desastres en ciernes, como el cambio climático o la llegada de futuras plagas, ellos serían los únicos capacitados para salvar a la humanidad.
¡Por eso nos va tan mal como especie! ¿O es que acaso no vemos la extinción a la vuelta de la esquina?
¡Vamos!, ¿no serán esos filántropos, en realidad, los agentes mejor pagados de un sistema putrefacto? ¿No serán los beneficiarios de grandes monopolios permitidos por un gobierno que les saca enorme provecho, como cuando la National Security Agency (NSA), de EE.UU., espía a medio mundo a través de las redes sociales que crecieron bajo su vigilancia?
Uno de los mecenas que se ha casado con la idea de que hay que “proteger a la democracia de la desinformación” es el ya mencionado Craig Newmark, quien comenzó su carrera trabajando para IBM y luego pasó al Bank of America. Su creación digital, Craigslist, es un sitio de avisos clasificados que tuvo mucho éxito hace dos décadas. Él produjo el capital semilla para el “Trust Project” y ha donado decenas de millones a varias causas afines.
Newmark considera que la desinformación “está desmantelando la democracia”, como le dijo a la revista Forbes en agosto de 2020. El desmantelamiento sería causado también, según el filántropo, por la sujeción de autoridades norteamericanas a intereses extranjeros. No se refiere a la influencia de Israel en todos los procesos políticos norteamericanos –asunto incontrovertible–, sino a una popular teoría de conspiración sobre Donald Trump y Vladimir Putin.
Sus donaciones van en línea con esa propaganda y financian una agenda asociada a importantes agencias de inteligencia y sus “hallazgos” sobre intromisiones extranjeras y amenazantes “noticias falsas”. ¿Recuerda cuanta gente murió a causa de ese bulo que decía que el Papa apoyaba a Trump?
Newmark es, además, un donante acérrimo de los demócratas al servicio de Wall Street. Su visión de cómo deberían funcionar los medios periodísticos es enteramente política. Según Forbes, Newmark donó cerca de $200 millones a diferentes medios periodísticos y organismos que velan por la integridad del oficio, de manera que pudieran “vencer a Donald Trump”.
Irónicamente, a este multimillonario también se le atribuye haber barrido con parte del negocio tradicional de los diarios, pues su invención, Craigslist (sitio web de avisos clasificados y gratuitos), redujo sensiblemente su clientela e ingresos.
A la captura del cuarto poder
Hoy, quien entra a internet y, sobre todo, a las redes sociales, entra al universo de Silicon Valley, con sus reglas de expresión y autoridades privadas e inapelables. El periodismo, que nutre de información a las redes sociales, ya casi se ha convertido en otro de sus feudos, pues los nuevos y múltiples organismos que determinarán –arbitrariamente– cuáles medios serían “confiables” y cuáles no, son financiados por los dueños de las más grandes compañías tecnológicas.
La larga mano del gobierno estadounidense también se deja entrever, por supuesto. La mayoría de estos filántropos y sus organizaciones tienen íntimos lazos con más de un poderoso gobierno. De hecho, iniciativas como el “Trust Project” deberían entenderse como iniciativas público-privadas. Facebook, por ejemplo, tiene entre sus ejecutivos a exoficiales del Departamento de Estado como Nathaniel Gleicher, quien se encarga de sacar de la red social a quienes incurren en “conducta inauténtica” (el término es, en sí mismo, un insulto a la inteligencia).
Una vitrina a través de la cual podemos observar esta progresiva captura del periodismo por parte del 0.1% y sus fundaciones es credibilitycoalition.org, una página que reúne información sobre docenas de iniciativas “filantrópicas” del corte del “Trust Project”. Todos los verificadores de contenido que surgieron en la última década (“fact checkers”) se encuentran ahí. Y entre los muchos financistas y mecenas encontramos a las viejas herramientas de la intromisión extranjera norteamericana, como el National Endowment for Democracy o la misma Ford Foundation.
Nos podemos terminar sin apuntar el siguiente detalle: no existe intención alguna de reformar a la prensa tradicional. La razón es que, con algunas honorables excepciones, ella nunca se dedicó al periodismo, sino a la propaganda. Sus dueños lo sabían a mediados del siglo pasado cuando firmaron acuerdos de colaboración con la CIA (Carl Bernstein, 1975) y lo tienen claro también en lo que va de este. Las iniciativas que buscan devolverle la confianza del público no apuntan a las causas de su déficit de reputación, de su mala fama. En su lugar, se dedican a la misma forma de publicidad practicada por los viejos diarios desde siempre: el autobombo.
Así, la autocrítica brilla por su ausencia en todo el circuito filántropo-periodístico descrito. No hay mea culpa ni reconocimiento de los múltiples traspiés del pasado, mucho menos de su “achorado” sesgo neoliberal o de su sistemática defensa y promoción de los intereses de una élite que tiene poco en común con el ciudadano de a pie. Ojalá esa prensa –que es un pesado lastre social– termine de agonizar pronto y descanse en paz.
-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 8 de enero de 2021
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