Jornaleros agrícolas, esclavos en la modernidad global
- Opinión
Ciudad de México.- Son seres humanos sin tierra, y la tierra quedaría infecunda sin ellos. Llevan los pies descalzados, no necesitan el frío, porque tampoco tienen abrigo. No distinguen el hambre de entre sus grandes carencias, lo que llegue a sus estómagos es una bendición suprema. Visten remiendos con largas historias de fregadero y detergentes elementales. Y sin ellos, hombres, mujeres, niños, ancianos: ni siembra, ni cosecha. Y sin cosecha las ciudades colapsarían, y los sistemas financieros dejarían de existir, y la industria pararía sus máquinas y sus chacuacos se apagarían también, los parásitos de las bolsas de valores quedarían secos.
Esos seres humanos se cuentan por millones en el globo terráqueo, cada uno con la desgracia clasista lacrada en su existencia que es ignorada y está proscrita de la justicia social, política y económica del mundo capitalista.
Las estadísticas burdas de los organismos internacionales calculan la existencia de 450 millones de jornaleros agrícolas, como se les denomina a los trabajadores sin derecho alguno para tener una vida digna, son el último eslabón de la cadena de explotación de la fuerza de trabajo y, sin embargo, conforman el pilar fundamental, el más importante, en el proceso de la producción de alimentos para el abasto global.
“(…) 450 millones de mujeres y hombres que trabajan como asalariados en la agricultura y que están en el corazón mismo del sistema de producción alimentaria para el comercio, han sido ignorados hasta la fecha. Estos trabajadores asalariados representan más del 40% de la fuerza de trabajo agrícola en el mundo (1,125 millones de personas) y, tanto ellos como sus familias, están dentro de la población rural pobre en muchos países. Los trabajadores agrícolas asalariados no poseen ni arriendan las tierras en las que trabajan, ni las herramientas ni equipos que utilizan. En este aspecto, son un grupo distinto al de los campesinos”.
Esto es sólo un fragmento de un informe elaborado en conjunto por la FAO, la OIT y la UITA con la finalidad de promover el reconocimiento de este grupo de trabajadores por quienes establecen las políticas y toman las decisiones en los Estados y gobiernos del mundo.
Ellos, quienes trabajan la tierra en jornadas miserables de Sol a Sol, conocidas así en México porque empiezan la labranza al despuntar el alba y la terminan con el ocaso en los surcos, habitan en viviendas sin drenaje, no conocen las tuberías de agua potable, carecen de los servicios fundamentales, duermen en camastros en el mejor de los casos, porque para muchos la tierra misma cobijada por petates desnudos es el único aposento que conocen.
Se les ha recluido a ser como los cultivos y las cosechas: estacionales por sistema. Así los contratan; por ciclos agrícolas, en el primavera-verano para labrar la tierra, preñarla y realizar labores culturales; en otoño-invierno para levantar las cosechas, en promedios de 30 a 60 días por periodo. El resto del año regresan a sus comunidades remontadas en el olvido de la sociedad local y global, con los morrales repletos de esperanza y desencanto, las talegas vacías y con frecuencia con enfermedades profesionales, incurables, causadas por la prolongada exposición a que se someten al contacto con los agroquímicos utilizados en la agricultura industrial. Ya cobijados por la querencia de su oriundez, tendrán que producir lo propio en superficies que se miden por metros cuadrados, de los que obtienen kilos de granos, siempre insuficientes para calmar el hambre. Pero su trabajo garantiza el abasto mundial de más de dos mil 800 millones de toneladas de alimentos.
Organismos como la Unicef los han definido como “las personas jornaleras agrícolas son aquellas trabajador[a]s eventuales del campo que se emplean, a cambio de un salario, en labores que van desde la preparación del terreno, hasta el cuidado y cosecha de los cultivos”. Que en el caso de México se estima que junto con sus familias representan alrededor de seis millones de personas, equivalentes a 5% de la población total del país, y que sobreviven en esas condiciones miserables.
En el texto del informe de los organismos internacionales se argumenta “que la contribución de los trabajadores agrícolas y sus sindicatos, para hacer que la producción y la seguridad alimentarias sean sostenibles, tiene un potencial enorme y poco explotado. Los trabajadores agrícolas son un grupo con talento y motivación que, con el apoyo adecuado y con sus sindicatos, pueden trabajar para mejorar sus propios medios de vida y los de sus comunidades, pueden garantizar la seguridad alimentaria y la inocuidad de los alimentos para la comunidad mundial y pueden ayudar a poner a la agricultura en condiciones verdaderamente sostenibles desde el punto de vista económico, social y ambiental”.
Y en esa vorágine de la inopia mundial, las estadísticas revelan que “más de 150 millones de niños, menores de 18 años, trabajan en las tareas peor pagadas y a menudo las más peligrosas. Muchos pequeños agricultores dependen también de ingresos salariales, trabajando para ello con regularidad en explotaciones y plantaciones que les permitan complementar sus ingresos básicos”.
Los organismos internacionales coinciden en que este sector social vive situaciones de discriminación asociadas a sus altos niveles de marginación, su alta movilidad migratoria, el carácter informal de la mayor parte de sus relaciones laborales, así como por su origen étnico.
La explicación que de alguna forma se pretende dar para analizar la permanencia de los llamados jornaleros agrícolas a través del tiempo, la ubican en que las personas jornaleras tienden a trabajar por estaciones, por lo que hay períodos del año en que no reciben ingresos.
“Por otra parte, dicen, una proporción considerable no cuenta con un empleador fijo, por lo que cambia de lugar de trabajo frecuentemente (incluso tras un período de semanas o días) atendiendo necesidades temporales en cada uno. Lo anterior dificulta su acceso a contratos que formalicen sus actividades, prestaciones de seguridad social, e incluso condiciones de trabajo decente, por ejemplo, jornadas de máximo 8 horas; pago de horas extra y salario justo”.
A lo cual se suma que el acceso a derechos como salud, educación, alimentación y vivienda son extraordinariamente limitados. Y en esto resulta inadmisible que, en casos como México, no se cuente con un padrón confiable y único del número de personas que laboran como jornaleros agrícolas. INEGI (2016) reporta 3 millones 885 mil trabajadores agropecuarios en el país, 2.5 millones de los cuales son peones o jornaleros en la agricultura.
Sin embargo, en el Diario Oficial de la Federación (2016), se estima que la población impactada por esta actividad laboral alcanza los 5.9 millones de personas. En lo que si están de acuerdo es que el origen de estos trabajadores se concentra en Chiapas, Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Puebla y Veracruz.
Y un dato más que revela esa realidad de este sector del campo mexicano: de cada cien personas que se dedican al trabajo agrícola de apoyo (peones o jornaleros), 66 son remuneradas, 34 no reciben ningún ingreso, sólo pago en especie, y solo cuatro cuentan con acceso a servicios de salud, dicen los números del INEGI.
Y son parte de este núcleo mundial de trabajadores que sin duda se pueden considerar pilares en los procesos productivos del campo, lamentablemente también se les puede identificar como los esclavos del campo en la modernidad industrial, que han jugado un papel fundamental para que no falten los alimentos en las mesas de las ciudades, aún en tiempos tan críticos como los actuales de la pandemia provocada por un virus liberado de su hábitat para desgracia de la humanidad.
Juan Danell Sánchez, reportero mexicano, director de la revista electrónica sostenible.com.mx y autor del libro Campanas Rotas. jdanell1@hotmail.com
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