Las drogas y el deporte

30/04/2020
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El estadounidense Lance Armstrong, ciclista ganador consecutivo de siete Tours de Francia entre 1999 y 2005, confesó públicamente años después haber utilizado sustancias prohibidas en su carrera deportiva.

 

No fue sorpresa que saliera a luz el dopaje en una práctica deportiva; lo sorprendente fue la declaración de Armstrong tras años de haber negado el uso de drogas. ¿Por qué lo hizo? No es eso lo que llama a la reflexión crítica -insoportable sentimiento de culpa quizá, explicable en términos de su propia subjetividad- sino el significado social del asunto.

 

La Unión Ciclista Internacional actuó en forma “políticamente correcta” quitándole los premios obtenidos. El mensaje es una defensa de la ética deportiva, puesta en entredicho en estos últimos años con numerosos casos similares de dopaje.

 

También el Comité Olímpico Internacional fustigó su confesión: “No puede haber espacio para el doping en el deporte y el COI condena las acciones de Armstrong y de todo aquel que busca una ventaja injusta con el uso de drogas”.

 

El dopaje en este circo moderno (gran negocio y distractor de masas) llamado “deporte profesional” viene acrecentándose en las últimas décadas. Muchas connotadas figuras mundiales de todas las ramas deportivas son foco de escándalo al descubrírsele uso de sustancias prohibidas para mejorar su rendimiento: Ben Johnson, Katrin Krabbe, Diego Maradona, el escándalo del Tour de Francia en 1998, Dieter Baumann, los tenistas Mariano Puerta, Juan Ignacio Chela y Guillermo Cañas, el equipo austríaco de esquí, los ciclistas Jan Ullrich, Ivan Basso, la corredora Marion Jones, Johann Mühlegg, el nadador Ian Thorpe, Claudia Pechstein, Alberto Contador, Marta Domínguez, sólo por mencionar algunos de los más connotados casos. ¿Qué significa esto?

 

Si la práctica del deporte profesional, que se supone debería ser la promoción de una vida sana libre de sustancias psicoactivas, puede verse continuamente tocada por estas transgresiones, en muchos casos con connotaciones policiales, ello nos habla de un “espíritu de la época” cada vez más centrado en el disparate. No puede entendérselo de otra manera: ¡disparate! ¿Se puede concebir realmente como una sana y mesurada conducta no disparatada que se desperdicie comida -se la arroje a la basura, por ejemplo- para evitar que bajes sus precios mientras millones de personas padecen hambre, o que se busque agua en el planeta Marte mientras millones de seres humanos sufren de sed aquí en la Tierra? El disparate está entre nosotros, sin dudas. Se habla de vida sana, de dieta sana, de promoción del deporte para todas y todos, pero el consumo de drogas ilegales (desde marihuana hasta los peligrosísimos narcóticos químicos de última generación) es el tercer negocio a escala planetaria, alimentando en muy buena medida los circuitos financieros. Más disparate: imposible.

 

¿Por qué el deporte ha ido dejando atrás de un modo total, sin retorno, el carácter amateur para devenir una mercadería más y un mecanismo de control social masivo de proporciones gigantescas? Hoy día -puede comprobarse preguntándole a varias jóvenes: invito a hacer la prueba- muchas personas de corta edad no saben, nunca escucharon, no conciben que pueda haber un deporte enteramente amateur. Las reglas del mercado fijan todas las actividades humanas. El deporte no podría escapar a esa lógica. A partir de ello surge otra cuestión: el capitalismo, en tanto sistema que sólo se alimenta del lucro, no sabe de ética, de valores, de solidaridad. O, en todo caso, su única ética es “ganar dinero”. “El capital no tiene patria”, se ha dicho. El único motor del sistema es la obtención de beneficios. Dicho de otro modo: sólo se trata de ganar. En esa lógica, la industria de la muerte: la fabricación de armas y la invención de guerras, puede ser redituable. De hecho… ¡el negocio más redituable de todas las actividades humanas en la actualidad! Sin dudas: disparate mayúsculo. La racionalidad, evidentemente, no termina de explicar a nuestra especie.

 

El individualismo prima, ante todo; el sentimiento solidario de mancomunidad quedó perdido. “Los mejores son los que reciben más dinero” declaró el campeón mundial de automovilismo Lewis Hamilton. Por tanto… ¡hay que ser el mejor! ¿Cómo es posible que, como síntoma de los tiempos, se hayan impuestos términos, devenidos ya totalmente normales, como “ganador” y “looser”, “perdedor”?

 

Un deportista profesional, expresión a ultranza de esa lógica individualista, competitiva y exitista, símbolo rutilante del “éxito” al igual que cualquier estrella de la farándula, enceguecido por los reflectores ¿por qué habría de tener barreras éticas en la búsqueda de ese éxito que el sistema reclama a cada instante? No todos los deportistas profesionales se doparán para aspirar al triunfo, pero evidentemente muchos sí. De hecho, muchas grandes figuras del deporte profesional pusieron el grito en el cielo al conocerse las declaraciones del ciclista estadounidense reconociendo su transgresión. Pero no se trata de una cuestión de “buena” o “mala” voluntad de tal deportista en cuestión. El capitalismo es transgresor en su médula. Si de lo que se trata es de “ganar”, no hay barreras morales para ello. Por eso la guerra puede ser un buen negocio, o la trata de esclavos (así nació el capitalismo europeo), o la fabricación y venta de productos absolutamente innecesarios y nocivos. Los deportistas profesionales que deslumbran con sus performances no son sino la expresión de ese “espíritu de la época”: ¡hay que ganar a toda costa!

 

Si el sistema pide “triunfo”, “éxito”, “victoria” a cualquier precio (esos son los valores primeros de nuestro mundo, en cuyo nombre se hacen guerras, se mata, se hace espionaje industrial o se invaden países), algunos (Armstrong, Maradona, Thorpe, etc., la lista es larga e incluye también a muchos anónimos que no hacen declaraciones públicas ni salen en las pantallas de televisión) se lo toman demasiado en serio, y pueden vender el alma al diablo por conseguirlo.

 

El sistema basado en el “triunfo”, en el lucro como ideal supremo, lleva implícita la transgresión (¿acaso el capitalismo, aunque se rasgue las vestiduras, tiene ética?). Las normas sociales ordenan la vida, impiden la transgresión como práctica normal, pero el “éxito” -bien superior por excelencia de ese sistema- no se detiene ante nada. Sin dudas el COI no premia el dopaje y castiga ejemplarmente a quien incurre en él. Pero el sistema general de valores en el que se desenvuelve indirectamente lo termina promoviendo. Y, de hecho, la hiper profesionalización de los atletas modernos es uno de los grandes negocios que no conoce barreras éticas, aunque sea muy legal (la FIFA, por ejemplo, es la 15a economía a nivel global).

 

El espíritu amateur que se pusiera en marcha con la reedición moderna de los Juegos Olímpicos de la mano del Barón Pierre de Coubertin en 1896 en Atenas, ya no existe. El deporte, por cierto, no nació como actividad profesional; distintas sociedades, a su modo, lo han cultivado a través de la historia, siempre como culto a la destreza corporal. La profesionalización y su transformación en gran negocio a escala planetaria es algo que solo el capitalismo moderno pudo generar, declaró hace unos años un funcionario del COI. Por supuesto, le costó la expulsión.

 

Justicia, solidaridad, amor y paz son el barniz políticamente correcto del sistema, pero la explotación inmisericorde y la guerra son su motor real. Un deportista profesional que se dopa para conseguir mejores resultados, para ser “el mejor”, sólo repite ese modelo tan “normal” que mueve al mundo contemporáneo. Sin dudas: un disparate. ¿Qué hacemos para reemplazarlo?

 

Marcelo Colussi

Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos

 

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