El neoliberalismo y el cambio raigal del poder estatal
- Opinión
A partir de la década de los ochenta, la ideología neoliberal vino a imponer la “necesidad” de desmontar los diferentes aparatos del Estado, así como las leyes restrictivas del mercado, en función de los intereses corporativos de los grandes capitales transnacionales. Esto fue acometido en gran parte del globo terráqueo, incluyendo algunas de las naciones de nuestra América, procediéndose a la privatización de aquellos servicios y empresas básicos cuyo control estaba en manos del Estado. Dicho proceso hizo que la situación social y económica de una gran mayoría de ciudadanos empeorara en lugar de concretarse e incrementarse los niveles de bienestar que los apologistas de esta corriente capitalista prometían, en una proporción similar o cercana a los disfrutados en los países altamente industrializados. De tal suerte, el Estado pasó a ser controlado por los intereses del mercado. El Estado de bienestar que proliferó luego de acabada la Segunda Guerra Mundial quedó relegado a un segundo plano.
Pero a medida que el avance y la consolidación del neoliberalismo globalizado parecían indetenibles, se perfiló, al mismo tiempo, una corriente ascendente de resistencia popular en su contra, movilizada de una manera espontánea y generalmente carente de una dirección política reconocida (como aconteciera en el caso de Venezuela el 27 de febrero de 1989). En un comienzo, como focos aislados, centrados cada uno en sus reivindicaciones particulares, pero luego articulándose entre sí, local e internacionalmente, conformando -más allá de sus fronteras naturales- una gama de movimientos y de propuestas que convergían en iguales causas. Un vasto movimiento heterogéneo de lucha contra el capitalismo neoliberal que, en ciertas naciones de nuestra América, adquirió un matiz abiertamente político y antimperialista hasta llegar a manifestarse como política de Estado de algunos de los gobiernos surgidos en este período histórico, los cuales se identificaron a sí mismos como progresistas, socialistas y/o revolucionarios.
Aun con este leve, pero significativo, declive del recetario neoliberal, las estructuras del viejo Estado liberal burgués continuaron funcionando en nuestros países del mismo modo que antes, a pesar del compromiso aparentemente revolucionario de algunos gobernantes de promover y de contribuir a asentar cambios estructurales que dieran cabida al ejercicio real de una democracia participativa y protagónica (con posibilidades no descartables de transformarse en una democracia directa). La voluntad política -expresada en discursos, medidas gubernamentales y algunas leyes- no resultó suficiente para trascender audazmente el marco tradicional de las funciones estatales. Ahora, ante la recuperación progresiva del poder en algunos países de nuestra región por parte de los sectores políticos conservadores (Brasil, Argentina, Ecuador) en conexión con los intereses hegemónicos estadounidenses, es una exigencia abordar el problema del poder de una forma menos simplista que la aspiración de reemplazar a personajes y partidos políticos. Hace falta sistematizar su horizontalidad, lo que haría copartícipe al pueblo revolucionario organizado -en una primera etapa- en el diseño y la construcción de un nuevo modelo civilizatorio hasta que, dependiendo de la evolución y el dinamismo de su nueva conciencia social, éste se halle en capacidad de asumir directamente las diferentes funciones del Estado. Ése sería el objetivo básico por trazarse.
Complementando esto último, como lo apuntó Kléber Ramírez en su libro “Venezuela: La IV República (o la total transformación del Estado)”, publicado en 1991, “el nuevo Estado debe dirigir el desarrollo de la democracia de abajo a arriba, comenzando por hacer que todas las comunidades se hagan responsables de su propia gestión, eligiendo ellas mismas sus autoridades administrativas, elaborando y jerarquizando sus planes autogestionarios, en fin, desarrollando todo su potencial de responsabilidad”. De plasmarse esta revolucionaria realidad, se produciría entonces el cambio del poder estatal por un poder político de raíces comunales. Ya no tendría razón de ser el orden social competitivo y desigual establecido según la lógica capitalista sino una lógica comunal de responsabilidad pública rotativa, dando forma a un compromiso ético-social como elemento fundamental de una propuesta de transformación raigalmente democrático. En conjunto, recurriendo a Florestán Fernandes, político y sociólogo brasileño, tendría lugar una regeneración de la vida democrática y plebeya en vez de darle continuidad a un tipo de sociedad en el cual prevalece la desigualdad y la explotación social y económica a manos de una minoría.
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