Trump agrava el atolladero estadounidense
- Opinión
Resumen
Con provocaciones y amenazas Trump intenta recuperar la primacía económica de Estados Unidos. Exige negociaciones bilaterales para reforzar el dominio de la digitalización y la supremacía en los servicios. Pero no logra forjar las alianzas internacionales requeridas para su proyecto. Acentúa el belicismo de sus apéndices sin recurrir hasta ahora a la intervención directa.
En un escenario de recuperación económica la ansiada reducción del déficit comercial sigue pendiente. El caos del gabinete, las tensiones con el establishment y la resistencia democrática erosionan su gestión. El liderazgo inicial de la mundialización neoliberal no ha contenido el deterioro del poder norteamericano.
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Transcurrido más de un año de gestión Trump no logra encaminar su gobierno. Sus exabruptos y contramarchas son tan impactantes como el caótico manejo de su gabinete. Los desplantes, provocaciones e insultos han afianzado la imagen de un hombre descontrolado e irracional.
Pero el magnate tiene objetivos muy precisos. Toda su estrategia apunta a utilizar la supremacía geopolítica y militar de Estados Unidos para revertir el declive económico de la primera potencia. Esa recomposición exige una dura pulseada con rivales y aliados de larga data. La batalla se desenvuelve en la arena comercial pero genera grandes peligros en todos los terrenos.
Revertir el desbalance comercial
En las últimas décadas Estados Unidos fue el principal impulsor de la mundialización neoliberal y obtuvo grandes beneficios de esa transformación capitalista. Pero las nuevas reglas de la acumulación global no contuvieron su pérdida de posiciones económicas. Ese debilitamiento se refleja en el sostenido endeudamiento externo y en el gigantesco déficit comercial.
Trump busca reducir drásticamente ese desbalance de intercambios con China, Alemania, Japón, México y Canadá. Para lograr mayor equilibrio exige la restauración de la negociación bilateral. Pretende priorizar las leyes nacionales y atenuar el peso de los arbitrajes internacionales.
Como las reglas de la OMC obstruyen esas tratativas directas, Trump sabotea el organismo y desconoce su facultad para zanjar controversias. El sentido de su principal lema (America first) es colocar a Estados Unidas en el centro de negociaciones con cada país.
Con esa estrategia busca reforzar la preponderancia de Wall Street. Ya amplió la desregulación financiera y dispuso nuevos privilegios impositivos para los bancos. Trabaja además para el lobby petrolero eliminando restricciones a la contaminación. En medio de grandes huracanes y sequías esgrime un descarado negacionismo climático.
Su ofensiva favorece también a las firmas de alta tecnología. Trump sabe que Estados Unidos no puede recuperar el empleo industrial perdido, pero intenta relocalizar las actividades automatizadas que utilizan mano de obra calificada. Por eso reclama una mayor apertura a sus rivales en los sectores de alta competitividad yanqui.
El potentado apunta especialmente al sector de los servicios. En esa actividad Estados Unidos mantiene un importante superávit que compensa el monumental desequilibrio en el comercio de bienes.
Las ventajas en los servicios obedecen al surgimiento de una economía digital liderada por compañías norteamericanas. La nueva fase de la revolución informática se asienta en la expansión de mecanismos que aceleran la transnacionalización de ese sector. Internet es el epicentro de un sistema de plataformas que generan y recolectan enormes volúmenes de datos.
El 50% de la población mundial ya está conectada y el flujo transfronterizo de información creció 45 veces desde el 2005. El manejo de ese insumo clave (big data) permite diseñar perfiles detallados de los individuos, que las empresas venden para personalizar la publicidad. Las grandes corporaciones digitales se han consolidado utilizando la masa de usuarios reclutados en la fase previa. También aprovechan la tendencia a permanecer en el ámbito donde cada uno se encuentra conectado.
Estados Unidos controla ese dispositivo. Cinco empresas de ese origen (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) absorbieron el enorme capital requerido para afianzar ese dominio. Las compañías estadounidenses manejan los datos que luego empaquetan y venden. Operan a escala internacional sin ninguna presencia física y ya manejan gran parte de la publicidad.
Trump pretende estabilizar ese liderazgo bloqueando cualquier protección al flujo de datos. También se opone a la localización de los servidores fuera del territorio norteamericano y al consiguiente desarrollo de capacidades locales en otros países.
Esa supremacía es indispensable para comandar la próxima fase del desarrollo informático basada en la robótica, la inteligencia artificial, el aprendizaje automático y las nuevas formas de almacenamiento de la energía. Ese futuro se dirime en las negociaciones sobre el comercio electrónico que prioriza Trump.
El potentado disputa en múltiples terrenos y con incontables países, pero jerarquiza la confrontación con China. Quiere frenar a toda costa la expansión de un gigante que compite por la primacía económica global. Trump exige la apertura de la economía oriental en las áreas más favorables a la penetración yanqui (telecomunicaciones, energía, finanzas).
Con los adversarios alemanes discute una agenda semejante, pero con menor agresividad y apostando a la sumisión del estrecho aliado de posguerra. La negociación con los subordinados del imperio (Japón, Canadá) es más amistosa pero igualmente intensa.
Dilemas de la intervención
El principal instrumento de la estrategia económica de Trump es el poder imperial norteamericano. Afronta dos posibilidades para el uso de esa fuerza.
La primera es restaurar el unilateralismo bélico. Cuando proclama que su país debe alistarse para “ganar guerras” parece retomar ese modelo. Insinúa grandes operaciones, que sintonizan con el clima creado por sus diatribas contra el terrorismo y los inmigrantes.
Reagan y Bush son los antecesores de esa estrategia. En los 80 el actor devenido en presidente recurrió a un gran despliegue de misiles para doblegar a la URSS. Bush propició varias intervenciones para recomponer la hegemonía de la primera potencia. Aún se desconoce si Trump retomará esa senda. No es lo mismo el cacareo cotidiano a través de twittes que los operativos reales de acción militar.
Una escalada de ese tipo convergería con los intereses del Pentágono que ya logró un significativo aumento del presupuesto. Entre 2001 y 2011 el incremento del gasto militar permitió cuadruplicar las ganancias de los fabricantes de cadáveres. El viejo complejo industrial militar ha integrado al pujante sector informático y esa articulación requiere desenlaces bélicos para destruir capital sobrante. Las guerras constituyen, además, el típico recurso de los mandatarios yanquis para tapar escándalos políticos y desviar la atención de la población.
La segunda posibilidad de Trump es reconocer el declive de la capacidad norteamericana para consumar grandes aventuras bélicas. Si predomina esa evaluación, sólo gestionaría incursiones protagonizadas por sus socios o vasallos. Esas guerras por delegación se desarrollarían con asesoramiento del Pentágono pero sin la intervención directa de los marines.
¿Cuál de las dos opciones ha priorizado hasta ahora el millonario? Sin descartar la primera alternativa jerarquiza la segunda, en el escenario clave de Medio Oriente.
Luego de retomar los bombardeos en Siria Trump eludió la presencia de tropas, en un país ocupado por múltiples ejércitos. Llegó a un acuerdo con Putin para congelar el conflicto en un status de baja intensidad, con división de zonas bajo la protección de cada contendiente. Incluso aceptó la continuidad de Assad, diluyendo la programada contraofensiva de los mercenarios que financia el Departamento de Estado.
Estados Unidos bombardea ocasionalmente el demolido país en una guerra que no concluye. La derrota del Ejército Islámico confirmó la tradicional debilidad de un salvajismo rudimentario frente a la barbarie de los más poderosos. Otras variantes de la oposición al gobierno de Assad fueron pulverizadas y Siria se convirtió en una simple pieza de las disputas geopolíticas internacionales. Cada potencia hace su juego con la tragedia ocasionada a millones de individuos.
Turquía está lanzada a desmantelar las regiones kurdas que conquistaron autonomía y Rusia afianza su presencia militar. ¿Recurrirá Trump a un despliegue de tropas equivalente al exhibido por Putin? Hasta ahora no implementó ningún paso en esa dirección. Apuesta a la intervención de sus dos principales socios.
Por un lado dispuso el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, para enviar un contundente mensaje de sostén a cualquier agresión sionista. Netanyahu celebra la sangría de Siria, pero no ha renunciado a la balcanización de su principal rival fronterizo. El plan de segmentar a Siria en tres mini-estados (kurdo, sunita y alauita) explica la continuidad del martirio impuesto a la población.
Trump también avala la nueva conducción belicista de la monarquía saudita. Los jeques multiplican las masacres en Yemen e incursionan en el Líbano para compensar sus fracasos en Siria. Apuntalan una alianza militar con Egipto para desbaratar la estrategia conciliadora que impulsan Qatar y Turquía. Pretenden bloquear los acuerdos energéticos con Rusia y sabotean la estabilización de una zona de comercio fluido con China.
El magnate prioriza la vieja asociación de petróleo y armas que Estados Unidos mantiene con Arabia Saudita. Esa conexión permite sostener al dólar como moneda internacional, frente a los intentos de sustituir ese signo por una canasta de divisas que incluya al yuan. Los sauditas realizan, además, compras multimillonarias de armas e invierten en la infraestructura estadounidense.
En las principales alternativas de Medio Oriente Trump delega la acción militar en sus aliados. Busca recuperar terreno con la agresividad de sus apéndices, sin comprometer directamente al Pentágono.
Disyuntivas similares en otras regiones
Los mismos dilemas afronta el millonario en otros focos de tensión internacional. Frente a Corea del Norte ha subido el tono de las agresiones verbales manteniendo la prudencia militar. Su amenaza de arrasar el país es coherente con la masacre perpetrada por los yanquis en los años 50. Convalidaron la división del territorio y obstruyeron todas las negociaciones de paz. Trump utiliza un lenguaje virulento con fórmulas primitivas, sin recurrir siquiera al disfraz de la intervención humanitaria.
Su inagotable palabrerío oculta que los misiles probados por Corea son los mismos que ensayaron India y Francia. Diaboliza al país que vulneró un principio básico de la hipocresía nuclear: otorgar el derecho a destruir a ciertas naciones y condenar a otras a ser destruidas.
Trump sabe que las opciones militares son limitadas, en la medida que Pongyang pueda convertir a Seúl o a Tokio en cenizas. Su tenencia de bombas nucleares tiene efectos disuasivos y le impide a Washington repetir las masacres de Irak o Libia.
Para lidiar con el pequeño país Trump militariza la zona, acelera el rearme de Japón y aumenta la presión sobre China. Con esa variedad de acosos busca quebrantar a un régimen aislado. Pero no ha logrado vencer las reticencias del gobierno surcoreano a la instalación de otro arsenal nuclear. El régimen de Kim sigue probando misiles y ya estaría próximo a lograr el status de potencia nuclear. Como ha fracasado la neutralización negociada Trump debe definir sus próximos pasos.
En un tercer terreno de conflictos localizados en Europa, el millonario actúa con menor agresividad que Obama. Ha disminuido la presión sobre Ucrania y evita provocaciones en el manejo de los misiles que rodean a Rusia. Su estrategia apunta a reducir la presencia de tropas estadounidenses en el Viejo Continente, para involucrar a Alemania en un mayor financiamiento de la OTAN. Exige un drástico aumento del gasto militar por parte de la Unión Europea.
El espionaje yanqui suele utilizar también los atentados yihadistas para conseguir las metas de la Casa Blanca. Una parte de esos grupos es manipulada directamente por sus creadores del Departamento de Estado. Por eso los fundamentalistas se trasladan de un lugar a otro sembrando el terror, bajo la sospechosa inacción de los servicios de inteligencia. Su comportamiento bestial sirvió para demoler varios países (Irak, Libia, Siria) y actualmente facilita la militarización de las relaciones internacionales. Este clima contribuye a imponer la subordinación de Europa y el debilitamiento del competidor alemán.
En otro lugar clave de la batalla geopolítica -Afganistán- Trump avala una presencia más directa del Pentágono. Confirmó esa política con la mega-bomba que lanzó para impresionar a toda la región. Con esa pedagogía del terror reforzó la presencia militar en una zona de estratégico entrecruzamiento fronterizo (China, Irán, India, ex repúblicas soviéticas).
Pero repite el mismo alarde de poderío que desplegaron otros presidentes demócratas y republicanos sin revertir su fracaso. No logra resultados con la privatización de tropas financiadas con el saqueo de los recursos naturales.
Todo indica que la prueba de fuego para el guerrero yanqui se desenvolverá en Irán. Trump busca anular el acuerdo de control nuclear suscripto por Obama y no tolera la existencia de un estado independiente de la envergadura persa. Los Ayatollahs no encarnan un proyecto antiimperialista, pero manejan un nivel de riquezas y poderío que rompe la balanza de poder regional. El desbocado presidente no acepta un desafiante de ese porte.
Desde hace tiempo Israel propicia atentados directos contra los laboratorios de investigación atómica. Los sauditas suscriben ese plan para disputar el liderazgo subimperial en la región.
El reingreso de un pelotón de cavernícolas al gabinete del millonario (Bolton, Pompeo, Haspel) sintoniza con estas tendencias guerreras. Pero la confrontación con Irán es una decisión muy seria. Acentuaría el distanciamiento con miembros de la OTAN (como Turquía) y chocaría con la resistencia de Alemania y Francia, que preparan grandes negocios con Teherán.
El uso de las tensiones bélicas para reconstruir el poder económico estadounidense es una jugada riesgosa. Hasta ahora Trump sólo propaga amenazas (Irán), autoriza acciones indirectas (Siria), rodea a sus enemigos (Corea), encubre repliegues (Europa Oriental) y recrea fracasos (Afganistán). La consistencia de su proyecto es una gran incógnita.
Frustraciones externas
Trump no ha logrado en su primer año ninguna concesión económica significativa de China o Alemania. El gigante asiático muestra poca disposición a negociar bajo chantaje. Ha respondido con la bandera de Davos, exhibe fidelidad al libre-comercio y busca atraer a las empresas transnacionales enemistadas con el millonario.
Esa postura coincide con una gran aceleración del salto hacia el capitalismo pleno en China. Hay nuevas privatizaciones de empresas estatales y se prepara un cambio de normas bancarias para derivar la fijación de la tasa de interés al mercado.
El gigante oriental sigue creciendo con nuevos emprendimientos globales, como el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura que ya suma a 84 países. La Ruta de Seda en gestación y un próximo mercado de petróleo a futuro en Shangái, incrementan la presión para convertir al yuan en moneda mundial. También el comercio con África y América Latina supera cualquier volumen precedente.
China no se amolda a las exigencias de Trump. El presidente Xi se afianzó mediante un equilibrio entre la crema del poder (“los príncipes”) y las burocracias regionales. Ahora se planta como un duro interlocutor de Washington.
En la gira por China Trump redujo el tono de su agresividad. Pero posteriormente retomó la ofensiva, con el contundente anuncio de aranceles a 1300 productos de origen asiático. Con esa decisión explicitó quién es su principal enemigo económico y con qué intensidad buscará forzar el pago de patentes.
Las acciones contra China contienen un mensaje estratégico. No son simples medidas proteccionistas, que Trump anuncia y revierte en función de lo negociado con cada país. Difieren del variable manejo ensayado con el acero. El adversario oriental intenta evitar el choque frontal, pero nadie sabe cómo termina una escalada comercial descontrolada.
Trump afronta problemas del mismo tipo con su segundo rival de peso. La resistencia de Alemania ha sorprendido al mandatario yanqui. Merkel intenta sumar a Macron a un eje de rechazo a las exigencias estadounidenses. Realizó varias giras por el mundo para ensayar políticas autónomas y sugirió la conveniencia de un alineamiento militar con Francia. Esa reacción ha creado una severa crisis en la relación transatlántica.
La líder germana ha perdido la fortaleza electoral del pasado. La economía no es tan próspera como parecía y la insatisfacción con la precarización laboral genera el descontento que expresan las urnas. Pero como ese malestar es capitalizado por la derecha, la disputa con el magnate estadounidense se acentúa.
Mientras las relaciones entre ambos países se enfrían, el Bundesbank decidió incluir al yuan en sus reservas en desmedro del dólar, para enviar un mensaje de disgusto a la Reserva Federal. En la pulseada con Alemania y China se juega la reducción del déficit comercial que Trump no logra achicar.
Sin socios a la vista
Trump necesita alguna sociedad con países para implementar su estrategia. Por eso intentó un acuerdo inicial con Rusia. Buscó esa alianza para contrapesar la incontable variedad de flancos que abre a escala internacional. Pero desde hace mucho tiempo Moscú es el principal adversario geopolítico de Washington y el grueso del establishment norteamericano se opone a cualquier pacto.
Esa animadversión desbarató todas las sugerencias de aproximación con Putin. El complejo militar vetó el acercamiento y el partido Demócrata (junto a la prensa hegemónica) esgrimieron una dudosa operación de espionaje (Rusiagate), para obstruir cualquier convergencia con el aliado ambicionado por Trump. Las virulentas presiones anti-rusas de Washington han escalado hasta forzar la expulsión de diplomáticos, como corolario del escándalo por espionaje que estalló en Inglaterra.
Por su parte la dirigencia rusa consumó exitosas jugadas en Siria y Crimea y desconfía del pérfido funcionariado norteamericano. Sabe que Estados Unidos nunca ofrece retribuciones significativas a cambio de la simple subordinación. Con una política exterior agresiva y fuertes apelaciones al ideario imperial, Putin ha consolidado un sostén electoral que lo aleja de la asociación imaginada por Trump.
Inglaterra es el otro candidato a converger con la política diseñada en la Casa Blanca. Trump ofrece a los conservadores británicos un gran respaldo para confrontar con Alemania, en la dura negociación por la salida de la Unión Europea.
El Brexit tiene parentescos con la estrategia de Trump y puede ser visto como una versión reducida del mismo proyecto. Alienta la recuperación de posiciones económicas británicas a través de fuertes restricciones a la inmigración, mayor diversificación del comercio y creciente desregulación financiera.
Inglaterra ha perdido posiciones y pretende retener el máximo acceso al mercado unificado de la Unión Europea. Pero intenta eludir el arancel aduanero común de esa entidad. Busca libertad para concertar acuerdos comerciales con otros países y manejar en forma autónoma su política inmigratoria.
Es lo mismo que plantea Trump a una escala inferior. Mantener al país dentro de la globalización, pero con estrategias comerciales propias y una gestión unilateral de la fuerza de trabajo. Con esa modalidad del England First se intenta mejorar la performance de una vieja potencia en la internacionalización europea.
Pero con la economía estancada y la productividad en retroceso, los británicos tienen poco espacio para desenvolver con éxito esa operación. No cuentan con las espaldas de Estados Unidos para encarar una apuesta tan riesgosa. Por eso la salida rápida de la UE (hard Brexit) quedó frenada, en un contexto de gran división en las clases dominantes. Mientras se desenvuelven las tratativas, los bancos y las automotrices no saben a qué atenerse.
Alemania no acepta la simple revisión de los acuerdos comerciales, ni el olvido de los millonarios compromisos presupuestarios que asumió Inglaterra al incorporarse a la Unión. Tampoco hay nítidas resoluciones para el estatus de los tres millones de europeos que viven en Gran Bretaña y los dos millones de ingleses afincados en Europa.
La restitución de potestades legales de Europa a Gran Bretaña se ha complicado y el mantenimiento de una frontera abierta de Irlanda del Norte con el Sur (que permanece en la Unión) introduce conflictos adicionales. La propia existencia del Reino Unido está en juego, si Escocia decide celebrar un nuevo referéndum para reconsiderar su asociación de tres siglos con Inglaterra.
Trump tampoco logra consolidar una sociedad con la derecha europea continental. El electorado de esa región busca a ciegas caminos para oponerse al neoliberalismo de los partidos tradicionales y ha facilitado la expansión de organizaciones muy reaccionarias. Pero esas formaciones afrontan un techo cuando se avizora su llegada al gobierno y sus proyectos son frecuentemente absorbidos por la derecha convencional. La irrupción de pequeños Trumps en múltiples puntos de Europa, no implica la automática concertación de alianzas con el inventor estadounidense de la fórmula.
La crisis interna
Ningún obstáculo externo se equipara con la oposición que afronta el millonario dentro de su país. Desenvuelve un mandato signado por tormentosos conflictos. No consigue el sostén estable del Congreso para sus principales proyectos y forzó la renuncia de 25 funcionarios de alto rango. Esa rotación equivale al doble de lo registrado durante Reagan y al triple de lo observado con Obama.
Varios jueces le impusieron, además, fuertes vetos a sus decretos de visado anti-musulmán y el intento de expulsar a los inmigrantes llegados en la infancia (dreamers) está cuestionado. No logró tampoco aumentar las deportaciones, que en el 2017 fueron inferiores al año precedente. Despliega grandes anuncios del muro fronterizo con México, pero no obtiene los fondos de los legisladores para construirlo.
La improvisación y los fracasos son datos repetidos de su gestión y los escándalos por corrupción afectan a sus allegados y familiares. En los primeros meses el establishment le impuso una seria depuración. Debió eyectar a su principal hombre de confianza (Bannon), a su estratega militar (Flynn) y tuvo que incorporar a dos generales del Pentágono (Mattis, McMaster) y varios hombres de la elite empresarial (Tillerson, Perry).
Pero posteriormente impuso un giro inverso. Desplazó a los exponentes de Washington (Tillerson, Cahn), reafirmó a sus fieles (Navarro, Ross), introdujo nuevos trogloditas (Bulton) y ascendió a gente de su mismo palo (Pompeo, Haspel).
Con esa restauración de allegados volvió al punto de partida y a la consiguiente intención de forjar una presidencia bonapartista, para disciplinar a los principales grupos de poder. La pulseada con el establishment permanece irresuelta y sólo quedaría zanjada en las elecciones de medio término.
Trump reafirma su xenofobia para conservar el apoyo de los sectores empobrecidos. Logró ese sustento propiciando límites a la movilidad de la fuerza de trabajo, con la intención de actualizar la vieja segmentación de los asalariados estadounidenses. Mediante una descarnada confrontación con la gran prensa pretende mantener la fidelidad de sus bases de la “América Profunda”. Pero recurre a manipulaciones aberrantes del electorado, mediante invasiones a la privacidad que ya destaparon las investigaciones de Cambridge Analytica-Facebook.
El magnate usufructúa del rechazo al centralismo de Washington y fomenta un nacionalismo primitivo profundamente arraigado. Busca canalizar esas tradiciones hacia proyectos regresivos de liquidación del Obamacare y mayor debilitamiento de las organizaciones gremiales. Apuntala la ofensiva legislativa para pulverizar los derechos de sindicalización y quebrar las protestas de los docentes y empleados públicos. Actúa en un contexto de gran declive de las huelgas tradicionales.
Pero no logra doblegar otras resistencias democráticas asociadas por ejemplo con el movimiento feminista. Tampoco disuade la lucha de los afroamericanos, que encabezaron el repudio a su complicidad con los asesinatos racistas del sur. Otro flanco de batalla despunta entre los jóvenes que se movilizaron para exigir la prohibición (o regulación) del uso de armas, luego de las terribles masacres de Las Vegas y Florida.
Esos asesinatos volvieron a conmocionar a una sociedad acosada por la irrestricta circulación de 300 millones de pistolas y fusiles de variado calibre. Ese arsenal es comercializado a través de un lucrativo mercado de la muerte. Trump es un representante directo de la Asociación Nacional del Rifle y los asesinatos están a tono con sus discursos. Sintonizan con la brutalidad de un mensaje que enaltece la guerra. Mientras despotrica contra el peligro islámico, el magnate protege descaradamente a los terroristas internos de la ultra-derecha.
En el colmo de ese salvajismo, Trump propuso armar a los maestros para convertir a los colegios públicos en campos de batalla. La indignación masiva del estudiantado y las marchas del nuevo “movimiento por nuestras vidas” pueden sepultar ese delirio.
Nuevo escenario económico
El contexto productivo de la gestión de Trump es muy distinto al prevaleciente en la era Bush u Obama. El legado de desplome financiero del 2008 ha sido sustituido por una moderada recuperación de la economía.
A diez años de la gran recesión se observa el mismo repunte en todos los países desarrollados. Los efectos el socorro estatal ya no influyen sólo sobre el sector bancario. Impactan sobre el nivel general de actividad. También el comercio global se recupera y la tracción de China impulsa incontables negocios internacionales.
Existen opiniones divididas sobre la consistencia de esta recuperación. Algunos autores estiman que el rebote sólo encubre la explosividad financiera subyacente. Consideran que las entidades privadas no están saneadas y que los Bancos Centrales cargan con inmanejables activos tóxicos. Resaltan la peligrosidad del boom artificial de Wall Street, que multiplicó por cuatro sus cotizaciones desde el 2009.
Pero otros analistas estiman que la recuperación tiene cimientos reales. Subrayan que por esa razón la FED ha puesto fin al rescate monetario (“Quantitative Easing”), adquiere bonos en lugar de emitirlos y está embarcada en una paulatina elevación de la tasa de interés.
La economía estadounidense es el principal escenario de este giro. Trump estimula la renovada avidez por el beneficio, promoviendo los cambios legislativos que reclama el gran capital. Su reforma tributaria ya redujo significativamente el pago de impuestos a las corporaciones.
No sólo en ese terreno repite la política de Reagan. También retoma la estrategia monetaria y cambiaria de su antecesor para absorber capital foráneo. Intenta conciliar las tasas de interés elevadas con un dólar fuerte y al mismo tiempo competitivo. El endeudamiento y las burbujas que generan esas políticas son conocidos. Pero mientras florecen las ganancias toda la burguesía bendice al magnate.
Este nuevo contexto se refleja en los organismos internacionales. Durante los años de mayor crisis la OMC y el G 20 apuntalaban el salvataje coordinado de los bancos. En el respiro actual reaparecen las disputas comerciales expresadas en los desplantes de Trump. Como desapareció el temor a un gran desplome de los bancos resurgen los choques entre competidores.
Estados Unidos ya no aspira a lograr el rescate chino de sus finanzas. Pretende recuperar los negocios perdidos y frenar la expansión de su rival. A una escala inferior estas mismas tensiones se verifican con Europa.
El discurso proteccionista del ocupante de la Casa Blanca se amolda a esta situación. En lugar de propiciar la regresión a los bloques aduaneros de los años 30, aprovecha la coyuntura de crecimiento para apuntalar la competitividad yanqui.
Trump no quiere, ni puede revertir el cambio estructural introducido por la preeminencia de las empresas transnacionales. Ese proceso de internacionalización se afianzó al cabo de tres décadas de grandes inversiones extranjeras y crecimiento del comercio por encima de la producción.
Su estratégica apuesta al capitalismo digital requiere más globalización. Sería totalmente inaplicable en un contexto de generalizado cierre de fronteras. Las pulseadas aduaneras que retoma no son novedosas. Entre 2009 y 2017 se registraron 1643 acciones proteccionistas contra 622 liberalizadoras entre los miembros del G 20. La belicosidad comercial tampoco impidió la reciente suscripción del tratado de libre comercio entre Canadá y la Unión Europea.
Las principales tendencias de la globalización productiva persisten más allá de la coyuntura. Las empresas transnacionales y sus cadenas de valor se expanden al mismo ritmo que el desplazamiento de la industria a Oriente. Ese curso refuerza el deterioro salarial, la precarización laboral, el desempleo y la desigualdad social.
Trump no tiene ninguna receta para evitar las enormes convulsiones -que cada quinquenio o decenio- conmocionan a la economía mundial. Al contrario, acrecienta los excedentes invendibles, la sobreinversión y la especulación financiera, que saldrán a la superficie en el próximo estallido. Como típico exponente del capitalismo actual erosiona los diques que morigeran los desajustes del sistema.
Erosión del poder estadounidense
Trump es frecuentemente presentado como un demente sin brújula que actúa en forma imprevisible. Esa impresión suele oscurecer el sentido principal de su presidencia, que es recuperar posiciones económicas con la amenaza de la guerra. El magnate no actúa sólo, ni al servicio de una minúscula elite. Representa a los grandes capitalistas norteamericanos. Es importante registrar esa lógica de su acción para evitar interpretaciones superficiales de su mandato.
Estados Unidos fue un nítido ganador del primer período de la mundialización neoliberal y cumplió un papel económico clave en el despegue de ese proceso. Aportó el enlace estatal requerido para gestar la acumulación a escala mundial. Las instituciones de Washington internacionalizaron los instrumentos financieros y apuntalaron la globalización productiva.
La regulación bancaria de la FED, la operatoria del dólar como moneda mundial, la reorganización de los presupuestos estatales bajo la auditoría del FMI y las reglas bursátiles de Wall Street afianzaron la mundialización. Esa gravitación volvió a notarse en el desenlace de la convulsión del 2008.
Pero esta nueva etapa del capitalismo no revirtió la pérdida de supremacía norteamericana. Estados Unidos conserva los principales bancos y empresas transnacionales y encabeza, además, la introducción de nuevas tecnologías. Pero ha resignado posiciones claves en la producción y el comercio. Su impulso de la mundialización neoliberal terminó favoreciendo a China, que se convirtió en un inesperado competidor global. Trump intenta modificar ese resultado atemorizando a sus contrincantes.
Pero su capacidad real para ejercer esa presión es una incógnita. Aunque Estados Unidos prevalece en el terreno militar (y carece de reemplazantes para la custodia del orden capitalista) su hegemonía ha perdido la contundencia del pasado. Por eso sus líderes fallan en todos los operativos para retomar supremacía.
El balance de las últimas décadas es concluyente. El cambio de régimen en Irak reforzó a Irán y no redujo la autonomía de Turquía. La incursión en Ucrania para debilitar a Rusia tuvo el efecto opuesto. El despegue de China y el acceso de Corea del Norte a las armas nucleares no fueron contenidos.
El Pentágono esparció además el caos en Libia, Sudán, Somalia y Afganistán, sin apuntalar la dominación estadounidense. Los ganadores de la pulseada en Siria son Rusia e Irán. Cada una de esas intervenciones consumió millones de dólares y decenas de bajas.
Como esas destructivas acciones desmoralizaron también a los pueblos, el imperialismo norteamericano no ha sufrido derrotas comparables a Vietnam. Pero ha fracasado en el logro de sus objetivos.
La acumulación de fallidos ha modificado las relaciones de Estados Unidos con sus socios. La tradicional subordinación ha mutado hacia entrelazamientos más complejos. Las potencias europeas y asiáticas ya no aceptan con la vieja sumisión a Washington. Desenvuelven estrategias propias y explicitan sus conflictos con el gigante norteamericano. Ningún aliado cuestiona la supremacía del Pentágono, ni pretende gestar un poder bélico contrapuesto. Pero se diluyó el vasallaje de la segunda mitad del siglo XX.
Habrá que ver si en el futuro el liderazgo yanqui desaparece, resurge o se disuelve paulatinamente. Hasta ahora ninguna acción e Trump ha contenido el declive.
30-3-2018
- Claudio Katz: Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
Este artículo actualiza y complementa los conceptos expuestos en: Katz, Claudio. Belicismo, globalismo y autoritarismo, Nuestra América XXI, CLACSO, noviembre 2017
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