Apocalipsis: ponga usted la fecha
01/10/2012
- Opinión
Estamos ya en el último trimestre del año y se acerca la fecha del 21-12-2012, en que –según la creencia de muchos ingenuos- habrá de cumplirse la profecía apocalíptica descubierta en las ruinas de una civilización prehispánica en México. En el Monumento de Tortuguero, lápida de piedra encontrada en un sitio arqueológico en los años 60, se describe a Bolon Yokte, dios maya asociado con la guerra, que regresa en esa fecha para dar término a un ciclo del tiempo.
En noviembre de 2011 se encontró otra pieza arqueológica donde aparece la misma fecha, reforzando el temor creado por la profecía. Sin embargo, algunos investigadores de las civilizaciones prehispánicas consideran que la inscripción que supuestamente contiene la profecía maya, es en realidad una creación azteca y medio milenio posterior a la cultura maya. Por otra parte, también en 2011, se encontró una pintura maya en la que el calendario se extiende más allá del año 2012. Además, la NASA afirma, basándose en datos científicos, que en diciembre próximo no habrá alineamientos extraños de los astros, ni desviaciones anormales del eje de la tierra, ni colisiones con otros planetas.
Las profecías acerca del fin del mundo han acompañado al hombre a través de la historia. Citaré algunos ejemplos:
En el año 365, el obispo de Poitiers, Hilario, Doctor de la Iglesia, denunció que el fallecido emperador Constantino II había sido el anticristo y, por tanto, se cumpliría la profecía bíblica que anunciaba el fin de los tiempos.
El beato Joaquín de Fiore (1135-1202), monje italiano nacido en Calabria, predijo que el mundo tendría su fin en 1260. Al no ocurrir este hecho, sus seguidores, los joaquinistas, establecieron una nueva fecha, 1290, y luego 1335 y, finalmente, 1378.
Inocencio III, Papa de 1198 a 1216, sumó el número de la bestia (666) a la fecha de fundación del Islam (622) y determinó que 1288 sería el año del fin del mundo.
La secta rusa de los “Antiguos Creyentes” predicó que en 1669 el mundo se acabaría. Para librarse del anticristo, 20,000 de sus fieles se suicidaron dándose fuego.
El pastor estadounidense William Miller (1782-1849) afirmó que el fin del mundo tendría lugar el 21 de marzo de 1843. Al no cumplirse su profecía tuvo lugar lo que se conoce como “The Great Disappointment” (la gran decepción) pues sus seguidores, los “mileristas”, habían abandonado sus empleos y vendido todas sus propiedades, en preparación para el esperado regreso de Cristo.
Ellen White, la fundadora de los Adventistas del Séptimo Día, predijo varias fechas para el fin del mundo a partir de 1850; y Joseph Smith, el fundador de la iglesia mormona, afirmó en 1835 que Jesús regresaría en 56 años (1891).
Los Testigos de Jehová, después de ejercicios de numerología con el libro de Daniel de la Biblia, llegaron a la conclusión de que el mundo terminaría en 1914. Como no fue así, señalaron nuevas fechas: 1915, 1918, 1920, 1925, 1941, 1975 y 1994. Ahora siguen advirtiendo la proximidad del Armagedón pero sin señalar una fecha determinada.
Otras predicciones han tenido como fundamento el estudio de las dimensiones de las pirámides egipcias. También han surgido teorías relacionadas con el espacio exterior, una de las cuales señala que, después del gran cataclismo, extraterrestres más avanzados, espiritual y tecnológicamente, vendrían a educar a los seres humanos sobrevivientes para crear un mudo de paz y armonía.
¿Qué puede haber de cierto en todas estas predicciones apocalípticas? Ciertamente, lo que puede decidir el destino de la especie humana e incluso de todo el planeta Tierra, no son consideraciones esotéricas basadas en libros sagrados o en leyendas de antiguas civilizaciones, ni tampoco hipotéticas invasiones de extraterrestres.
Lo que puede llevar y está llevando a una catástrofe de dimensiones apocalípticas es el sistema económico y social imperante, responsable de la contaminación de la atmósfera, de las aguas y de la tierra; que genera y es incapaz de resolver los problemas globales contemporáneos, como la desertificación, la extinción de miles de especies de la flora y de la fauna, la creciente escasez de agua potable, la falta de alimentos y la miseria y las enfermedades que afectan a una parte considerable de la población mundial.
Los mayores peligros para la supervivencia de la especie humana no son otros que la geopolítica imperial, la avaricia de las corporaciones, el poder sin límites del complejo militar-industrial, y la existencia de armas nucleares y otras armas de destrucción masiva.
En un proceso que comenzó con el lanzamiento criminal de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, el final del mundo en que vivimos no se relaciona ya con interpretaciones trasnochadas de la Biblia ni con cábalas o supersticiones sin base alguna racional, sino con la amenaza, completamente real y tangible, de las aventuras guerreristas en el Medio Oriente y otras regiones que pueden dar lugar fácilmente a una tercera guerra mundial. Una invasión a Irán, por ejemplo, podría iniciar el conteo regresivo hacia el gran final, y usted o yo, sin ser profetas, podríamos entonces señalar la nueva y última fecha del Apocalipsis.
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