La marcha de la ilusión
04/02/2008
- Opinión
Nada más grave para una sociedad que la pérdida de su sensibilidad frente a las atrocidades humanas. Acude inevitablemente a la reflexión el planteamiento de si cuando esto sucede se pone de presente más bien la confirmación de su ausencia; es decir, la falta de referentes colectivos, la no interiorización de valores humanos que permitan asumir la razón de ser como colectividad social.
Quizá mucho de ello se expresa en Colombia donde sólo por pequeños períodos se constata la aceptación de reglas de juego y de convivencia que posibilitaban un cierto remanso de paz. Aún más en las tres últimas décadas en que el ascenso del narcotráfico y de la guerrilla, el paramilitarismo, la corrupción y la ahora llamada parapolítica, atizaron una violencia generalizada y una falta de credibilidad en valores morales y en las instituciones.
La ligera disminución de algunos de estos problemas con la política de seguridad democrática es positiva, pero desplaza la continuidad de factores estructurales. En relación con la laxitud frente a los paramilitares, el uso del gobierno para favorecer intereses de los grupos políticos dominantes, el incremento del gasto público en las esferas centrales del Estado, el desconocimiento o vulneración de los organismos de justicia, la dependencia del imperio del Norte entregando la autonomía y la soberanía, la militarización de amplios espacios de la vida civil y la personalización en el presidente del ejercicio de gobierno.
Por eso, cuando nos enfrentamos, de manera más crítica, a la evidencia de estos problemas, como en el caso de las masacres y del secuestro, todo lo demás desaparece porque la degradación humana y la solidaridad que su intensidad concita no dan tregua e imponen la obligación de manifestarse. No exenta de las intrigas y de los poderes que los demás conflictos hacen aflorar.
Manifestarse se vuelve imperativo. Expresarse en contra de la barbarie es un acto de dignidad. Marchar es una forma de reivindicar nuestra condición humana. Sin embargo, el fin humanitario no puede encubrir los juegos de poder que imponen los medios. La utilización política que hacen los partidos. La distracción del gobierno de varias de sus responsabilidades. El encubrimiento de muchos otros actores que echan mano de su más salvaje irracionalidad.
Esto hace que se incentive la ilusión de que ahora sí la sociedad se sensibiliza de su papel en la historia y que los sujetos movilizados tendrán continuidad en el proceso. Habrá quienes no participen de la movilización, pero no por ello renuncian a condenar lo que la motiva. Lo cierto es que sólo la continuidad en la protesta, una organización básica para efectuarla y la unidad en los propósitos darán cuenta del compromiso real de superar los diferentes factores que precipitan a Colombia hacia el abismo.
- Diego Jaramillo Salgado es doctor en Estudios Latinoamericanos UNAM, profesor titular de Filosofía Política de la Universidad del Cauca.
djara@unicauca.edu.co
Quizá mucho de ello se expresa en Colombia donde sólo por pequeños períodos se constata la aceptación de reglas de juego y de convivencia que posibilitaban un cierto remanso de paz. Aún más en las tres últimas décadas en que el ascenso del narcotráfico y de la guerrilla, el paramilitarismo, la corrupción y la ahora llamada parapolítica, atizaron una violencia generalizada y una falta de credibilidad en valores morales y en las instituciones.
La ligera disminución de algunos de estos problemas con la política de seguridad democrática es positiva, pero desplaza la continuidad de factores estructurales. En relación con la laxitud frente a los paramilitares, el uso del gobierno para favorecer intereses de los grupos políticos dominantes, el incremento del gasto público en las esferas centrales del Estado, el desconocimiento o vulneración de los organismos de justicia, la dependencia del imperio del Norte entregando la autonomía y la soberanía, la militarización de amplios espacios de la vida civil y la personalización en el presidente del ejercicio de gobierno.
Por eso, cuando nos enfrentamos, de manera más crítica, a la evidencia de estos problemas, como en el caso de las masacres y del secuestro, todo lo demás desaparece porque la degradación humana y la solidaridad que su intensidad concita no dan tregua e imponen la obligación de manifestarse. No exenta de las intrigas y de los poderes que los demás conflictos hacen aflorar.
Manifestarse se vuelve imperativo. Expresarse en contra de la barbarie es un acto de dignidad. Marchar es una forma de reivindicar nuestra condición humana. Sin embargo, el fin humanitario no puede encubrir los juegos de poder que imponen los medios. La utilización política que hacen los partidos. La distracción del gobierno de varias de sus responsabilidades. El encubrimiento de muchos otros actores que echan mano de su más salvaje irracionalidad.
Esto hace que se incentive la ilusión de que ahora sí la sociedad se sensibiliza de su papel en la historia y que los sujetos movilizados tendrán continuidad en el proceso. Habrá quienes no participen de la movilización, pero no por ello renuncian a condenar lo que la motiva. Lo cierto es que sólo la continuidad en la protesta, una organización básica para efectuarla y la unidad en los propósitos darán cuenta del compromiso real de superar los diferentes factores que precipitan a Colombia hacia el abismo.
- Diego Jaramillo Salgado es doctor en Estudios Latinoamericanos UNAM, profesor titular de Filosofía Política de la Universidad del Cauca.
djara@unicauca.edu.co
https://www.alainet.org/pt/node/125510?language=es
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