La guerra en red
17/09/2001
- Opinión
(Análisis de la coyuntura abierta por los atentados ocurridos en
EEUU. y las posibilidades de un desenlace bélico).
La bárbara matanza de miles de personas en Estados Unidos ha
socavado los cimientos de nuestras sociedades, al poner en
cuestión los principios de coexistencia y civilidad en que se
basan. Pero el 11 de septiembre de 2001 tiene un significado
aún más dramático: en esa fecha se ha desencadenado la primera
guerra mundial del siglo XXI, una guerra en la que, queramos o
no, estamos ya inmersos. ¿Cuál es esa guerra? ¿De quién contra
quién? ¿Y cómo se prevé que sea su desarrollo? Sólo entendiendo
en qué guerra nos hemos metido podremos actuar sobre la misma,
desde nuestra pluralidad de valores e intereses.
No es un choque de civilizaciones, una patraña que propagan
quienes reducen la multiculturalidad de nuestra especie a la
oposición etnocéntrica entre Occidente y 'los otros'. No es un
choque de religiones, porque la gran mayoría de musulmanes y la
casi totalidad de los Gobiernos de países islámicos se oponen al
terrorismo y, en buena medida, apuestan por integrarse en la
economía global y en la comunidad internacional. Ni tampoco es
un choque entre los pobres del mundo y el capitalismo mundial,
aunque la exclusión social conduzca frecuentemente a la
desesperación de la que se alimenta el fanatismo.
Es esencial distinguir esta guerra de la oposición al modelo
neoliberal que representa el movimiento antiglobalización,
porque esa asimilación conduciría a criminalizar dicho
movimiento y a sofocar el gran debate democrático sobre los
contenidos de la globalización que apenas se ha iniciado. No.
Estamos ante una guerra definida en términos más precisos: es la
guerra de las redes fundamentalistas islámicas terroristas
contra las instituciones políticas y económicas de los países
ricos y poderosos, en particular de Estados Unidos, pero también
de Europa occidental, países estrechamente vinculados en su
economía, en sus formas de democracia y en su alianza militar
(artículo 5 del Tratado de la OTAN). En la raíz de esa guerra
hay un rechazo a la marginación de los musulmanes y una
afirmación de la supremacía de los principios religiosos del
Islam como sustento de la sociedad (aunque en una interpretación
contradictoria con las enseñanzas profundamente humanistas del
Corán). La identidad humillada y el menosprecio cultural y
religioso del Islam por los poderes occidentales conducen a la
resistencia, al llamamiento a la guerra santa. Y esta
resistencia se concreta en la oposición a la existencia de
Israel y se alimenta de la prepotencia israelí en su opresión
del pueblo palestino. Por tanto, es en esa identidad islámica
(no árabe) exacerbada y en el proyecto de defensa / imposición
de estos valores en todo el mundo, empezando por los países
musulmanes, en donde se encuentra el quid de la cuestión.
El mundo al que aspira Bin Laden ya existe: es el Afganistán de
los Talibán. Esas redes de terror (de algunas de las cuales Bin
Laden es el símbolo más que el comandante supremo) se alimentan
también de la frustración de sectores (¿o Gobiernos?) de algunos
países musulmanes, humillados por lo que ellos perciben como el
neocolonialismo de los países occidentales. Es posible también
que redes terroristas de distinto origen, incluidos sectores de
la economía criminal, puedan encontrar formas tácticas de
colaboración con las redes islámicas (por ejemplo, la economía
de los talibán es altamente dependiente del tráfico de opio que
alimenta la llamada 'senda turca' de la droga hacia Europa
occidental, una red protegida por las mafias albanesas que
tuvieron un papel importante en la rebelión de los kosovares).
En suma, de un lado se encuentran Estados Unidos, la Unión
Europea y todos aquellos países que de una u otra forma
participan en el sistema económico y tecnológico dominante,
incluidos Rusia (igualmente enfrentada a las redes islámicas, a
partir de Chechenia), Japón, China e India. De otro lado, hay
un núcleo duro, irreductible, de redes terroristas del
fundamentalismo islámico, con posibles complicidades en algunos
Gobiernos, con alianzas tácticas con otras redes terroristas y
con una simpatía difusa entre sectores populares de países
musulmanes. Estas redes variopintas buscan imponer sus
objetivos utilizando las únicas armas eficaces en su situación
de inferioridad tecnológica y militar: el terrorismo de
geometría variable, desde el atentado individual a las matanzas
masivas, pasando por la desorganización de la compleja
infraestructura material en que se basa nuestra vida diaria
(agua, electricidad, comunicaciones). Y contando con la
transformación de personas en munición inteligente mediante la
práctica generalizada de la inmolación.
Así planteada la guerra, Estados Unidos (un país herido y
profundamente motivado en este combate) ha iniciado, con el
apoyo de sus aliados ( incluida España), la más difícil de las
guerras: la guerra contra una red global capaz de rearticularse
constantemente y de añadir nuevos elementos conforme otros vayan
siendo destruidos, porque se alimenta del fanatismo religioso y
de la desesperación social de millones de musulmanes. Por eso
esta guerra no se parecerá mucho a la del Golfo. Incluso la
muerte y el sufrimiento, jinetes sempiternos del aquelarre
bélico, serán distintos esta vez, porque afectarán en mucha
mayor medida a los norteamericanos y a sus aliados. Será una
guerra cruenta, larga, insidiosa, que llegará a todos los
confines, con múltiples reacciones violentas de esas redes
multiformes y bien pertrechadas, que sabían lo que se les venía
encima y que están preparadas para ello -tal vez con armas
químicas y bacteriológicas-.
Ahora bien, ¿cómo se ataca a una red? En términos asépticos, que
son necesarios para la claridad, y basándome en las
investigaciones que sobre estos temas han ido desarrollándose en
distintos centros estratégicos de Estados Unidos y Europa,
parece necesario distinguir entre tres procesos. El primero es
la desarticulación de la red. El segundo consiste en prevenir
la reconfiguración de la red. Y el tercero es evitar la
reproducción de la red. Es sobre este tercer nivel sobre el que
versan la mayoría de las discusiones bien intencionadas de estos
días: hay que estabilizar el mundo mediante la incorporación al
desarrollo de los hoy excluidos, hay que practicar la tolerancia
multicultural y hay que forzar a Israel a aceptar un Estado
palestino e imponer a judíos y palestinos la convivencia
(difícil pero necesario y no necesariamente imposible si tomamos
en serio acabar con ese nido de inestabilidad mundial). Pero
esa estrategia de largo plazo sólo es practicable después de la
guerra. La primera tarea, en la que están ahora los Gobiernos
occidentales, es la de ganar esa guerra, empezando por la
desarticulación de la red. Lo cual requiere, por un lado, la
identificación y eliminación de sus nodos estratégicos; es
decir, de aquellos en los que reside la capacidad de
coordinación y toma de decisiones. De ahí el intento de
destruir las bases operativas en Afganistán y en otros lugares
aún por determinar. También en ese contexto se plantea la
captura o muerte de Bin Laden, tanto por su importancia
carismática de profeta del movimiento como por el valor
simbólico que tendría su captura. La Unión Soviética fue
derrotada en Afganistán, pero las cosas han cambiado. Los
guerrilleros islámicos tenían con ellos a la CIA, a Pakistán y a
Arabia Saudí. Y los norteamericanos utilizarán probablemente
las nuevas tácticas conocidas genéricamente como 'swarming'
(enjambres), basadas en el despliegue de pequeñas unidades de
comando con alto poder de fuego, autonomía propia, coordinación
electrónica entre las mismas y acceso constante a información
por satélite y a apoyo aéreo instantáneo con armas de precisión.
Aun así, sus pérdidas serán enormes, pero no se va a limitar EE
UU esta vez a bombardear y luego ocupar terreno. Van a combatir
a las redes con sus propias redes, utilizando su capacidad
tecnológica para compensar su desconocimiento del terreno. En
ferocidad y determinación esta vez los contrincantes estarán
igualados. El punto débil para los norteamericanos es la mala
calidad de la información de que disponen, consecuencia del
declive profesional de sus servicios de espionaje en los últimos
tiempos. Pero esperan compensarlo con la ayuda israelí, saudí,
palestina (Arafat) y, sobre todo, con la colaboración de los
paquistaníes, que son los que saben qué pasa en Afganistán: de
ahí el papel decisivo que puede jugar Pakistán en esta guerra,
en uno u otro sentido. Aliado esencial de los norteamericanos o
país dividido por una guerra civil con la posibilidad de acceso
a su armamento nuclear por parte de los fundamentalistas. La
guerra de Afganistán sólo será un elemento, aunque importante,
de esa primera fase de desarticulación de las redes. Al mismo
tiempo acciones puntuales en Palestina, en Líbano, tal vez en
Libia, en Egipto y en Irak (con desarrollos impredecibles),
tratarán de neutralizar, destruir y desorganizar los puntos de
conexión que se identifiquen.
Estamos ante una guerra de las redes fundamentalistas islámicas
terroristas contra las instituciones políticas y económicas de
los países ricos, en particular de EE UU y también Europa.
La segunda fase de la destrucción de las redes, que puede
desarrollarse en paralelo a la primera, es evitar su
reconfiguración, es decir, que se desplacen los grupos y
operativos clave a otros lugares o que reorganicen su actividad
a partir de nuevos integrantes. Lo que aquí cuenta son tres
tareas: detectar e interceptar los flujos financieros, que
constituyen el combustible indispensable de la red; interceptar
las comunicaciones electrónicas sobre las que reposan los
contactos globales, y confrontar las nuevas acciones de
terrorismo con las que las redes van a responder a la ofensiva
en su contra. En cierto modo, la forma de detectar a los
núcleos operativos de la red terrorista será tan fácil como
siniestra: estarán allí donde se produzcan atentados de
destrucción masiva.
La guerra contra estas redes será llevada a cabo por una red de
Estados y sus Fuerzas Armadas, en una compleja geometría de
alianzas e intereses en que los Gobiernos tendrán que manejar la
doble dependencia de su lealtad a la red de defensa conjunta y
de la sensibilidad diferencial de sus opiniones públicas. Y las
alianzas irán variando conforme en algunos países, en particular
en países musulmanes, se produzcan reacciones populares en
contra de la guerra a las redes terroristas.
La esperanza, la única esperanza de supervivencia de lo que hoy
es nuestra sociedad, es que durante el proceso de destrucción de
las redes del terror se sienten las bases sociales, económicas,
culturales e institucionales para evitar su reproducción.
Nuestra organización económica y social, y nuestras
instituciones políticas, han engendrado el fenómeno que hoy
tenemos que combatir, incluido Bin Laden, que aprendió con la
CIA. En el largo plazo, necesitamos absolutamente reformar en
profundidad nuestro mundo, superando la exclusión social y la
opresión de las identidades. En el corto plazo, estamos en
guerra. Y me pareció que lo más honesto era contarle en qué
consiste. Ojalá me equivoque.
* El País 18-09-2001 Manuel Castells es miembro del Instituto de
Estudios Internacionales de la Universidad de Berkeley.
https://www.alainet.org/pt/node/105343?language=en
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