Las Minorías y el Poder

23/04/2001
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Punto de partida de casi todo conflicto nacional es el de la autonomía. Pues, repitiendo en parte una idea formulada en un artículo anterior (ALAI 326 2001), los pasos que siguen a la posibilidad autonómica sólo se dan cuando el proyecto autonómico ha fracasado debido, por lo general, a la intransigencia, no de aquel que exige autonomía sino de quien debe otorgarla, el Estado. Pero si autonomía de pueblos y culturas es el resultado del reconocimiento de diferencias, y este reconocimiento es condición de democracia, quiere decir que el reconocimiento de la autonomía de las minorías es también condición de la autonomía de las mayorías, pues no puede haber democracia sin seres autónomos. Quiere decir también, que la autonomía de culturas y pueblos no es, en sentido estricto, una concesión, sino que mucho más, una garantía para el propio funcionamiento democrático. Democracia matemática Desde luego, los partidarios de la utopía de la nación total siempre tienden a refugiarse en el principio relativo al acatamiento de la voluntad de las mayorías. Pero ese principio es fundamentalmente válido en los momentos electivos de una democracia. En los no electivos, y son muchos, el no reconocimiento de minorías implica desconocimiento de las mayorías, pues ninguna mayoría es cien por ciento homogénea. Condición básica de cada democracia es regirse, en el espacio electivo, por la voluntad de las mayorías electorales, argumentan con razón los antiminoritarios. Pero ese no puede ser, convengamos, el único criterio que define a un orden democrático. Si así fuera, el principio central de toda democracia no sería político, sino que puramente matemático. Ahí está, en consecuencias, el peligro que subyace en todo orden democrático: el de la dictadura de las mayorías. Precisamente porque mayoría es un criterio matemático, es decir, no deliberativo, puede llevar a la destrucción de lo político, si es que la democracia se transforma sólo en la simple voluntad de las mayorías. Ese fue el peligro y la desconfianza al mismo tiempo que manifestó Alexis de Tocqueville al analizar la Democracia en América (Tocqueville 1976): la destrucción de la voluntad de las minorías. Que Tocqueville tenía razón, lo comprobó el pueblo alemán al elegir mayoritariamente a Hitler. Mucho tiempo después, los serbios eligieron, también mayoritariamente, a Milosevic. Y no fue sólo el innegable espíritu aristocrático de Tocqueville aquello que lo indujo a desconfiar de la democracia puramente mayoritaria, sino que, paradojalmente, su propio espíritu democrático. No es que Tocqueville estuviera poseído de terror frente a la irrupción de las masas en la política como Nietzsche, Le Bonn u Ortega. Pero, lo que Tocqueville captó de inmediato, es algo que hoy apenas se acepta: que las mayorías, no por ser mayorías, han de tener la razón por derecho casi natural (Tocqueville 1976, p.289). Hay, si hablamos políticamente, otras razones que no son siempre las de la mayoría, y que deben ser consideradas en la configuración de procesos políticos. Eso es importante remarcarlo si se piensa que la democracia, justamente por ser democracia, es un campo de tentaciones múltiples. De tal modo que la democracia, para que exista, debe ser, en cierto modo, protegida ?Por quién? No por un Ejército, como postularon los gorilas latinoamericanos, sino que por todos, esto es, por las diferentes formas de organización social e institucional que se dan al interior de la propia democracia. La primera defensa de la democracia, eso lo captó Tocqueville al analizar la democracia en América, se encuentra, en la propia Constitución. En ese sentido hay que aclarar que Constitución, entre los primeros norteamericanos, no era sólo la totalidad de las Leyes. Constitución era más bien la formulación escrita originaria que hacía posible que el pueblo se constituyera precisamente como tal, es decir, en estricto sentido de la palabra, un acta de constitución (la tautología vale) fundacional de la nación. La Constitución no era, entre esos "hombres", como siempre decía Hanna Ahrendt (1977), la letra de las Leyes, sino que en el exacto sentido propuesto por Montesquieu, su espíritu, vale decir, la transcripción de las costumbres en libros codificados por la acción coletiva. El representante político no es, de acuerdo a esa interpretación, sólo un representante del pueblo frente al Estado, sino que también de la Constitución frente al pueblo. Su deber es defenderla cada vez que se encuentre en peligro; aunque sea frente al propio pueblo. Una segunda defensa democrática de la democracia, la captó, y sin viajar como Tocqueville a Norteamérica, Montesquieu, y mucho antes que Montesquieu, Aristóteles que parece no viajó a ninguna parte. Se trata del principio de la independencia de los poderes. En buenas cuentas, la independencia de los poderes no lleva a la neutralización de ellos, como se supone en una primera lectura, sino que a una vigilancia recíproca, de modo que uno, hace imposible su subordinación al otro. No obstante, los tres poderes imbricados, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, pueden concordar entre sí e independizarse en conjunto de la voluntad popular. Frente a esa posibilidad, la teoría democrática ha propuesto dos alternativas. La primera es casi técnica: elecciones periódicas de representantes. La segunda, ha surgido como resultado de la propia ampliación de la democracia: la existencia de una opinión pública que es la que da sentido a la primera alternativa, pues si la opinión pública no cambiara no habría necesidad de elecciones periódicas. Por esas razones hoy día se habla de un cuarto poder: el deliberativo, o de la opinión pública, que es el que hace posible que la sociedad se constituya discursivamente, más allá de los edificios del Estado. Esa es también la parte más fuerte de las teorías habermasianas: haber destacado en grandes relieves el proceso discursivo que lleva a la constitución del poder de la opinión pública, así como sugerir su incorporación cuasi formal en las decisiones políticas. Al ser introducido el factor discursivo al proceso de formación de la voluntad popular, el criterio puramente matemático pierde parte de su solidez y entra a ser reemplazado por argumentos que no tienen más límite que la promulgación de una Ley. El discurso y el poder La formación discursiva del poder deliberativo lleva necesariamente a problematizar el tema de los medios de los cuales ésta opinión pública se sirve para discutir consigo misma y constituirse como tal. Entre esos medios, se encuentra sin duda la comunicación, particularmente la prensa escrita y televizada. Ahí se encierra el nuevo peligro de nuestro tiempo que, particularmente en períodos de crisis política, ya se ha hecho efectivo: el de la autonomización de los medios de comunicación. Pues, en efecto, los medios de comunicación, que no pudieron analizar ni Aristóteles, ni Montesquieu, ni Tocqueville, poseen una dimensión dual: son productos de la opinión del público y forman la opinión del público. La aparición del poder medial en la política, obliga, por un lado, a asegurar la libertad de expresión, pero por otro, a mantener una crítica relación con él a fin de que ese poder no se sobreponga a los demás. Que en algunos países los políticos se conviertan en marionetas de grandes empresas televisivas, parece ser una posibilidad cada vez más creciente. Pero eso sólo puede suceder definitivamente en lugares en donde la cultura política se encuentra totalmente ausente, o sólo incipientemente desarrollada. La cultura política, y ese es el punto quizás más problemático, no es un detalle técnico. Es un resultado histórico. Y si un pueblo no la ha adquirido, sólo queda la paciencia y la esperanza de que algún día, como fruto de sus propias experiencias, o simplemente por imitación, la obtendrá. Cultura política, al fin y al cabo, es condición de participación, del mismo modo como participación es condición de representabilidad. Representabilidad sin participación, en cambio, es simplemente usurpación. La idea de la democracia representativa es una deuda que tenemos con ese lector apasionado de Tocqeville que era John Stuart Mill (1958). Justamente las prevenciones de Tocqueville frente a la dictadura de las mayorías, llevaron a Mill a sugerir fórmulas de representación que no fueran solamente matemáticas y a argumentar que las minorías, independientemente a su número, no solamente deben existir, sino que han de serles permanentemente garantizados derechos de representación públicos. La representación, de acuerdo al criterio de Mill, no es sólo cuantitativa, sino que expresa la real existencia de una nación, digámoslo así, su propia personalidad, en la esfera política. De acuerdo a la formula de Mill, las llamadas minorías nacionales, pese a no contar como mayorías, cuentan sí como parte constitutiva de la realidad de cada nación, y en consecuencia, independientemente a los resultados de las elecciones, deben encontrarse permanentemente representadas. La desigualdad ante la Ley Pero no sólo el argumento de la voluntad de las mayorías es esgrimido por los sectores antiminoritarios. Otro, muy socorrido, es el de la igualdad ante la Ley. Condición de democracia - afirman - es la igualdad ante la Ley. Los derechos de minorías por tanto, al ser concedidos especialmente a culturas, pueblos o grupos, atentan contra esa igualdad. Y, desde un punto de vista formal, los antiminoritarios tienen razón. Pero sólo desde ese punto de vista. Desde uno menos formal es posible argumentar que precisamente, al ser concedidos derechos especiales a determinadas minorías, se intenta hacer factible, no sólo teórica, sino que además prácticamente, el principio de igualdad ante la Ley. Uno de los grandes méritos de los movimientos feministas, por ejemplo, fue haber impulsado dispositivos morales y legales que aseguran el cumplimiento de la igualdad ante la Ley de mujeres y hombres, igualdad teóricamente garantizada en casi todas las constituciones del mundo pero que, para que sea posible, se requiere conceder derechos particulares que den forma substantiva a la legalidad general. El derecho especial o particular también puede ser, en algunas ocasiones, igualitario. Por ejemplo, los emigrantes de países no europeos en Europa han desarrollado una larga campaña para la obtención de doble nacionalidad. Desde un punto de vista formal, eso significa un derecho especial que no tienen los no emigrantes. Pero a la vez, y esa es la clave del argumento, la de emigrante es una condición también especial, desde un punto de vista social o cultural desventajosa respecto a la de los no emigrantes. Mediante una concesión especial, la doble nacionalidad, se intenta paliar una desigualdad que impide precisamente el cumplimiento de la norma igualitaria frente a la Ley. Quiere decir, por lo tanto, que el derecho particular que aislado de contexto histórico, no es democrático, puede, en circunstancias concretas, cuando se aplica a favor de sectores que sufren desventajas sociales, culturales o físicas, ayudar a realizar el principio de la igualdad legal, es decir, tiene una función esencialmente niveladora. Incluso puede y debe ayudar a saldar deudas históricas, como la de la nación alemana respecto a los judíos residentes en ese país y, por supuesto, las que deben las naciones latinoamericanas a sus habitantes originarios, los llamados pueblos indios. Por último, hay que tener en cuenta algo importante. Toda ley, hasta la más universal, fue particular alguna vez. No puede haber universalismo sin particularismo. Lo universal vive de lo particular. A la inversa no siempre es así. Recién quizás, en un mundo donde la globalidad es la norma, puede surgir, por fin, algo parecido a un universalismo legal, o lo que es parecido, a una legalidad universal. Pero si ha de surgir, lo será gracias y no pese a los particularismos. La defensa de los particularismos no tiene porque ser una defensa de la desintegración nacional. Los particularismos sólo pueden ser reconocidos, e incluso, protegidos, en el marco de una normatividad no particularista garantizada - no hay otro garante - por el Estado, depositario nacional de una normatividad que es cada vez más universal. La mejor defensa legal que obtienen los pueblos oprimidos, perseguidos o discriminados, se encuentran en leyes nacionales, que por ser universales, garantizan el derecho a la particularidad. Es interesante constatar, por ejemplo, que el levantamiento de pueblos indios en diversas regiones y localidades latinoamericanas, se realiza en nombre de derechos humanos garantizados internacionalmente. A la vez, con sus luchas regionales, locales o particulares, enriquecen la noción universal del derecho que se ve obligado a acoger dentro de sus códigos reivindicaciones y demandas que en su origen parecían particulares pero que en esencia, son propios a diversas naciones y pueblos. Las constituciones, aún las más universales, se van modificando gracias a la dinámica irresistible que generan los procesos particularistas. Cultura, autonomía, autogestión. Los movimientos indios o indígenas, o como ellos mismos decidan llamarse, constituyen un buen ejemplo que ilustra el sentido de la idea de la autonomía. En prácticamente todos los manifiestos de los pueblos indios aparece remarcada la noción de autonomía cultural que, a diferencia de lo que supone la antropología tradicional, no busca un reencuentro con el imaginario indiano precolombino, sino un lugar para recrear identidades no de acuerdo a lo que fueron, sino a lo que hoy día son: seres multiculturales, con diferentes opciones políticas y sociales, idiomáticas y religiosas. De ahí que la lucha por la autonomía cultural no es entendida, paradojalmente, como cultural, sino que es en primera línea, política. Se trata, de acuerdo a esa prioridad, de recuperar espacios de reproducción cultural, que no pueden ser imaginarios sino que exactamente medidos en kilómetros cuadrados de tierra fértil. La palabra autonomía pierde, en el curso de las luchas indias, su carácter metafórico y es encuadrada en la lucha centenaria por el espacio y la tierra. Es que la identidad, cultural o no, no es una cosa, es una relación entre personas que no está predeterminada, sino que debe ser permanentemente reconstruida en espacios comunes de pertenencia. En ese sentido, Roberto Santana habla de estrategias identitarias, de acuerdo a las cuales la identidad indígena sólo pude ser alcanzada por medio del directo acceso a la territorialidad (Santana 1995, p. 277). De ese modo se explica que las llamadas luchas culturales de los pueblos indios redefinen constantemente a sus enemigos. A veces son las empresas latifundistas, locales y extranjeras. A veces es el propio Estado. A veces son los modernizadores desarrollistas, empeñados en hacer reformas agrarias sin consultar la opinión de campesinos e indios, en aras de una parcelación individual de la tierra que casi siempre (aunque no siempre) niegan las comunidades indígenas, en función de la recuperación de sus modos colectivos de producir. La autonomía por tanto, debe ser permanentemente recreada para que exista como sustantivo. En el caso de los movimientos indígenas, debe ser, como ellos mismos plantean, autogestada. De ahí la importancia que conceden dichos movimientos a la idea de autogestión. Pues autogestión no es sino la imposición de la autonomía sobre un plano de realidad. Sin autogestión la autonomía no sirve para nada. Es un alma sin cuerpo. Se explica entonces por qué los enemigos de los pueblos indígenas no temen a la idea de la autonomía, pero sí a la de autogestión que es la que hace, precisamente, a la autonomía, posible. Para que se entienda bien, autogestión no significa casi nunca independencia o separación respecto al Estado, sino reformulación de los principios de relación entre las comunidades y pueblos respecto al Estado nacional, principios de acuerdo a los cuales son conferidos a las comunidades y pueblos, derechos específicos en lo económico, en lo jurídico y en lo administrativo. En general cuando los indios hablan de autogestión, no abogan por sistemas económicos de tipo autárquico. Lo que comunidades y pueblos exigen con insistencia es el derecho a elegir ellos mismos formas y técnicas de producción, así como los modos de organización que mejor se adecúen a sus tradiciones y necesidades (Mires 1991 p.167). En ese sentido, puede afirmarse, y sin miedo a exagerar, que incluso el espíritu democrático de Aristóteles se encuentra presente en luchas como las de los pueblos indios americanos. Porque para el gran filósofo, aquello que se entiende hoy por autonomía era inseparable del principio de territorialidad. "El (territorio) más favorable, sin contradicción, es aquel cuyas condiciones sean una mejor prenda de seguridad para la independencia del Estado, porque precisamente el territorio es el que ha de suministrar toda clase de producciones. Poseer todo lo que se ha menester, y no tener necesidad de nadie, he aquí la verdadera independencia" (Aristóteles 1962, p. 124) Es posible afirmar entonces que las luchas populares indígenas nacen portando el sello de una doble identidad. Por un lado, son recuperacionistas, vale decir, intentan recuperar un legado cultural historicamente arrebatado. Así se explica que tales luchas contengan una serie de elementos conservadores, no fácilmente traducibles al léxico de grupos citadinos, educados en teorías progresistas, ya sea revolucionarias, ya sea de desarrollo. Pero por otro lado son intensamente modernas, e incluso, como afirma Marcos al referirse al movimiento chapateco, postmodernas. Y lo son, porque directa o indirectamente, apuntan a redefinir el contenido de la nación en los llamados tiempos de la globalidad (Mires 2000). Pues la nación de hoy no puede seguir siendo más esa instancia unívoca construida durante el siglo XlX. La absoluta coincidencia entre territorialidad, estados y culturas, ha probado ser, hace ya mucho tiempo, una absoluta imposibilidad. La nación de nuestros días, debe ser, por el contrario, pluralista y democrática, flexible y tolerante. Debe tener límites, por supuesto, pero deben ser transitables, y no sólo para los turistas, sino que sobre todo, para las diferentes culturas, nacionalidades, pueblos, y protonaciones que se expanden en los suelos de una nación, y entre una nación y otra. Cualquiera nación futura que intente construirse sobre la base de la anulación de las diferencias, estará destinada a desaparecer, o lo que es parecido, a aislarse de un contexto mundial que ya se define por su multiculturalidad. Luchas, como la de los pueblos indios americanos no cuestionan en nada la idea de la nación. Por el contrario, dan una chance a los diferentes Estados nacionales para que, al reconocerlos a ellos como ciudadanos diferentes, es decir, como iguales en la diferencia, se abran perspectivas para el surgimiento de naciones verdaderamente autónomas. Porque a fin de cuentas, y esto vale tanto para las naciones como para las personas, sólo puede ser autónomo quien reconoce la autonomía, no sólo en sí, sino que, principalmente, en los demás. "Cada vez son más los no indios que comprenden que sin la incorporación de la indianidad a los discursos del porvenir, seguiremos viviendo en naciones amputadas. A su vez, esos miles de seres humanos que fueron llamados indios, conservando o no su memoria colectiva, hablando mal o bien sus idiomas, lenguas y dialectos, desnudos o con blue jeans, masticando yerbas o gomas, bebiendo zumos de yerbas exóticas o Coca Cola, organizados como comunidades, o como campesinos, o como pobladores, en su forma "pura" o como mestizos o "cholos", en fin, todo ese universo alterado pero existente, nos está enseñando que una nueva radicalidad social que incorpore el tema de la indianidad no solamente es posible, sino que además, en América Latina, imprescindible" (Mires 1991, p. 167) Radicalidad social no significa, en ese sentido, abogar por una política revolucionaria. Revolución, como la definía Engels, es ?guerra interna? y su objetivo indirecto es la división social o cultural de una nación. Los movimientos autonómicos, por el contrario, buscan reconstruir el principio político (y no jurídico) de nacionalidad sobre naciones que ya están escindidas. En cierto modo, los movimientos autonómicos, al abogar por el reconocimiento de las diferencias, están constituyendo políticamente a las naciones en las cuales tienen lugar. Porque política sólo puede haber allí donde hay diferencias. O lo que es igual, sólo reconociendo las diferencias es posible constituir políticamente a una nación. Las naciones latinoamericanas, son en su mayoría, naciones geográficas. Para que sean naciones políticas, en el exacto sentido del término, falta aún demasiado. Referencias Arendt, Hanna Über die Revolution, Piper, München 1977 Aristóteles, La Política, Espasa Calpe, Madrid 1962 Mill, John Stuart, Considerations on Representative Gobernment, New York 1958 Mires, Fernando El Discurso de la Indianidad, Abya Yala, Quito, Mires, Fernando Teoría Política del Nuevo Capitalismo, Nueva Sociedad, Caracas 2000 Santana, Roberto Ciudadanos en la etnicidad, Biblioteca Abya Yala, Quito, 1995 Tocqueville, Alexis de Über die Demokratie in Amerika, München 1976 * Fernando Mires, sociólogo chileno, es catedrático de la Universidad de Oldenburg, Alemania.
https://www.alainet.org/pt/node/105134?language=en
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