Una pandemia sanitaria, económica y social mundial... y las políticas neoliberales
La pandemia ha puesto al descubierto la creciente existencia de desigualdades de todo tipo en nuestras sociedades, originadas, en su mayoría, en el mundo del trabajo.
- Opinión
El 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró que la Covid-19 podía considerarse una pandemia y advirtió que no era solo una crisis de salud pública, sino una crisis que afectaría a todos los sectores, frente a la cual todos los países debían encontrar un delicado equilibrio entre la protección de la salud, la minimización de los trastornos sociales y económicos, y el respeto de los derechos humanos.
Pero, como predijo la OMS, la crisis sanitaria se ha convertido en una crisis económica y social mundial que ha infligido daños sin precedentes al mundo del trabajo y que ha degenerado en un desastre humanitario para millones de personas.
Es cierto que en cuanto salieron a la luz la verdadera naturaleza y las consecuencias de la emergencia sanitaria mundial, la comunidad internacional reconoció la necesidad de adoptar una respuesta proporcional a escala mundial. Dos semanas después de que se declarara la pandemia, los líderes del G20 se reunieron en una cumbre extraordinaria y se comprometieron a hacer todo «lo que sea necesario para superar la pandemia… y a utilizar todas las herramientas de política disponibles para minimizar el daño económico y social».
Ellos expresaron su determinación de proteger la vida de las personas, salvaguardar los trabajos y los ingresos, restaurar la confianza, preservar la estabilidad financiera, reactivar el crecimiento y fomentar una recuperación más fuerte, minimizar las perturbaciones del comercio y de las cadenas mundiales de suministro, proveer ayuda a todos los países que necesiten asistencia y coordinar las medidas de salud pública y financieras.
El discurso mantenido por los líderes del G20 en marzo de 2020 coincidía en gran medida con las conclusiones de la Cumbre de Londres, celebrada en abril de 2009, seis meses después de que Lehman Brothers se declarara en quiebra y marcara el inicio de la crisis financiera mundial.
En esa ocasión, los líderes del G20 dijeron que «nos enfrentamos al mayor reto para la economía mundial de la era contemporánea; una crisis … que afecta a la vida de las mujeres, hombres y niños de todos los países y todos los países deben aunar esfuerzos para resolverla. Una crisis global exige una solución global».
No obstante, a medida que remitía esa amenaza existencial, también disminuyó el nivel de cooperación y concertación internacional para abordar sus secuelas económicas y sociales. Pronto se impusieron las políticas neoliberales marcadas por la austeridad, y el proceso de recuperación fue arduo, desigual, injusto e incluso incompleto: esa era la coyuntura cuando sobrevino la pandemia de Covid-19.
Realidades muy diferentes
En 2020, las economías avanzadas estaban en condiciones de aumentar el gasto en un 16,4 por ciento del producto interno bruto (PIB), mientras que para las economías emergentes esta cifra solo alcanzaba el 4,2 por ciento, y apenas al 1,7 por ciento en los países de ingresos bajos. En términos absolutos, estas marcadas diferencias son aún más pronunciadas, y no guardan proporción alguna con las necesidades de las personas, vivan donde vivan.
Indiscutiblemente, la posición macroeconómica expansiva de muchos gobiernos, alentados enérgicamente por las instituciones financieras internacionales - el Fondo Monetario Internacional (FMI), había anunciado medidas fiscales por valor de 16 billones de dólares-, fue clave para tratar de mitigar los daños económicos y sociales infligidos por la pandemia. Pero la crisis está lejos de estar superada, y persiste la necesidad de mantener los estímulos.
Sin embargo, estos estímulos no se han aplicado de manera homogénea, ya que los gobiernos intentan que los fondos invertidos beneficien a sus propias economías y actores económicos. Aunque en cierta medida resulte lógico, ese comportamiento puede tener gravísimas consecuencias.
Con el objetivo de salvaguardar la integridad de la capacidad productiva de las sociedades, parece esencial sostener a las empresas que en otras circunstancias serían viables- para que no sucumban a las restricciones impuestas a consecuencia de la pandemia, y que son ajenas a su modelo empresarial y a sus perspectivas de negocio en tiempos normales.
Este tipo de medidas van desde, el apoyo financiero directo, facilidades de acceso a créditos de bajo interés, vacaciones fiscales y moratoria de alquileres. Se han puesto en marcha iniciativas para ayudar a las empresas a conservar a sus trabajadores mediante medidas de apoyo a los salarios, reducción del tiempo de trabajo, expedientes de regulación de empleo, desempleo técnico y otras medidas similares.
Aunque la terminología utilizada para referirse a estos mecanismos varía, todos ellos apuestan por mantener la relación de trabajo entre los empleadores y los trabajadores, además de resultar ineficaces, como han evidenciado los niveles relativos de aumento del desempleo, la inactividad y la reducción del tiempo de trabajo ya mencionados.
Como ocurre con los estímulos macroeconómicos en los que se sustentan, estas medidas se han concentrado principalmente en las economías más avanzadas, tanto por motivos de sostenibilidad financiera como de capacidad institucional.
En la Unión Europea, a finales de 2020, 35 millones de trabajadores se habían acogido a un plan de reducción del tiempo de trabajo, frente a 50 millones en los países de la OCDE en mayo de ese mismo año, lo que supone una cifra diez veces superior a la de la crisis financiera mundial. Si se dispusiera de cifras comparables para otros países, seguramente serían muy inferiores. Además, pueden observarse limitaciones en cuanto al alcance de esas medidas dentro de los países y entre ellos.
Ante la diversificación creciente de las modalidades de trabajo, la incertidumbre acerca de la situación laboral o la desconexión entre las reglas institucionales y la realidad que viven los trabajadores, aumenta el riesgo de que muchas personas no puedan beneficiarse de las medidas de apoyo.
Los trabajadores por cuenta propia y los trabajadores de plataformas son un buen ejemplo de ello, pero también los trabajadores de la economía informal, donde es muy difícil prestar asistencia a los que la necesitan.
Estas situaciones han dado lugar a la multiplicación de medidas de protección social ad hoc desde el inicio de la pandemia. Hasta abril de 2021, la OIT había documentado no menos de 1.622 nuevas medidas de protección social a las que se habían acogido cientos de millones de personas y que consistían en la ampliación o el ajuste de programas existentes o la creación de nuevos programas, en particular de transferencias directas en efectivo y ayudas de emergencia.
El alcance que han tenido estas medidas es en cierta forma destacable, pero también pone de manifiesto las carencias de la adecuación y cobertura de los sistemas de protección social existentes
¿Que aprendimos del capitalismo… que no supiéramos?
La pandemia ha obligado al mundo entero a seguir un programa de aprendizaje acelerado a todos los niveles, sobre todo en el ámbito de la salud. Ha sido preciso comprender cuál es la naturaleza del virus, cómo ataca y de qué manera se puede prevenir su propagación.
Y no solo eso; ha habido que comprender mucho más. La necesidad de aprender, y de actuar en función de lo aprendido, se ha hecho extensiva a prácticamente todos los aspectos de la política y de la vida. También, al mundo del trabajo. Cabe pues preguntarse qué cosas sabemos ahora que antes no sabíamos y qué enseñanzas podemos extraer de esta experiencia.
En primer lugar, hemos constatado que el mundo no vio venir esta pandemia y que no estaba preparado para hacerle frente. Los científicos habían advertido del peligro de futuras pandemias como algo ineluctable.
Sin embargo, en el informe titulado The Global Risk Report 2020, publicado en la cuna del capitalismo del Foro Económico Mundial ( Davos- Suiza) dos meses antes de que se declarara la pandemia, y que presentaba un análisis de los riesgos que atenazaban al mundo, se afirmaba que los relacionados con las enfermedades infecciosas tenían menos probabilidad de materializarse que otras categorías de riesgos, como los de carácter medioambiental, económico y geopolítico, que ocupaban posiciones más altas en la clasificación.
Incluso en términos de posibles repercusiones, las enfermedades infecciosas solo ocupaban el décimo lugar. No obstante, en el informe se advertía del peligro de que los sistemas sanitarios se volvieran inadecuados, que «los avances en la lucha contra las pandemias también se ven obstaculizados por la reticencia a la vacunación y la resistencia a los medicamentos» y que «el éxito en la lucha contra los problemas de salud en el pasado no es garantía de éxito en el futuro».
Por lo tanto, el bajo nivel de atención prestado al riesgo de pandemia no resulta del todo sorprendente, aunque ahora, visto en retrospectiva, pueda parecer que se incurrió en negligencia culposa.
La evaluación de los riesgos se basa en el análisis de múltiples factores, y mientras que los peligros inminentes de catástrofes medioambientales, colapso económico y financiero e, incluso, conflicto geopolítico pueden detectarse, e incluso medirse, a lo largo del tiempo, es mucho menos habitual que se actúe así en el caso de las pandemias, que surgen de forma repentina, irregular y sin previo aviso.
En consecuencia, debido a esa falta de previsión, gran parte de las medidas que han contribuido a fortalecer la resiliencia del mundo del trabajo frente al impacto de la pandemia se fueron adoptando en tiempo real a medida que se desarrollaban los acontecimientos y se hacían necesarias respuestas específicas.
Independientemente de la evaluación que pueda hacerse de esas respuestas, la lección que cabe extraer es que, como preparación para hacer frente a choques sistémicos que puedan producirse en adelante, habrá que configurar un futuro del trabajo con una capacidad de resiliencia mucho mayor y asegurar también su sostenibilidad y equidad.
En segundo lugar, la pandemia ha puesto al descubierto de forma descarnada la creciente existencia de desigualdades de todo tipo en nuestras sociedades, que, en su mayoría, se originan en el mundo del trabajo. Esta constatación contrasta a todas luces con la impresión inicial de que todas las personas son igualmente vulnerables a la infección por el virus.
Además, la pandemia de Covid-19 ha exacerbado esas desigualdades y existe el grave riesgo de que se pongan en marcha dinámicas que agudicen esa tendencia mucho más allá de lo que dure la pandemia. Para el mundo del trabajo, una pandemia prolongada podría generar aún más desigualdades e injusticias en un futuro próximo.
Detrás de esta difícil situación general provocada por la pandemia se esconde una crisis mucho más apocalíptica, un caos de mayor alcance y mucho más catastrófico llamado capitalismo.
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