Covid-19, nueva normalidad, viejas dudas, falsas ilusiones
- Opinión
En esta época marcada por la Covid- 19 nuestro gran reto es encontrar la forma de protegernos del virus, a nosotros, a nuestras familias, y a la vez conservar nuestros empleos. Para los responsables políticos, esto se traduce en superar la pandemia sin causar, paralelamente, daños irreversibles a la economía.
Mientras tanto, en búsqueda de las mejores soluciones, los gobiernos continúan escuchando a la ciencia, sin contemplar las evidentes ventajas de una mayor cooperación internacional podría dar una respuesta más adecuada, a la crisis.
Con la batalla contra la Covid-19 sin ganar aún, se ha instalado la idea de que lo que nos espera tras la victoria es una “nueva normalidad” en la forma de organizar la sociedad y en la forma de trabajar. Aunque esta noción no es nada tranquilizadora. Y no lo es porque nadie sabe explicar a ciencia cierta en qué consistirá esta nueva normalidad, que parece que será dictada por las limitaciones impuestas por la pandemia y no por nuestras elecciones y preferencias.
Pero ya hemos oído esto antes. Lo oímos en la crisis de 2008-2009 cuando nos dijeron que, una vez inoculada la vacuna contra el virus de los excesos financieros, la economía mundial sería más segura, más justa y más sostenible. Y no fue así. Se restableció la antigua normalidad, castigando duramente a la población más desfavorecida, y dejándola en peor situación.
Los símbolos de la ineficacia
Este es el momento de examinar más de cerca esta nueva normalidad, y para comenzar la tarea de forjar una normalidad mejor, no tanto para los que ya tienen mucho sino para los que tienen demasiado poco. Esta pandemia ha revelado de la manera más cruel la extraordinaria precariedad y las injusticias de nuestro mundo laboral. Se trata de la destrucción de los medios de vida de la economía informal –en la que según la OIT, se ganan la vida seis de cada diez trabajadores– la que ha provocado las advertencias del Programa Mundial de Alimentos sobre la pandemia de hambre que se avecina.
Se trata de los agujeros enormes de los sistemas de protección social, incluso de los países más ricos, que han dejado a millones de personas en situación muy precaria. Se trata de la falta de garantías de seguridad en el trabajo, que cada año condena a casi tres millones de personas a morir debido al trabajo que realizan. Y se trata de la dinámica incontrolada de la creciente desigualdad que hace que, si bien en términos médicos el virus no discrimina entre sus víctimas, en su impacto social y económico, discrimina brutalmente a los más pobres y vulnerables.
Lo único que debería sorprendernos en todo esto es que estamos sorprendidos. Antes de la pandemia, la falta de trabajo decente se manifestaba principalmente en episodios individuales de desesperación silenciosa. Ha sido necesaria la irrupción de la Covid-19 para sumarlos al cataclismo social colectivo que el mundo afronta hoy. Pero siempre se supo, siempre estuvo presente, sencillamente, optamos por no preocuparnos.
En general, las decisiones políticas, por acción u omisión, más que aliviar el problema, lo agravaron. Hace 52 años, en un discurso a los trabajadores sanitarios en huelga, y en vísperas de su asesinato, Martin Luther King recordó al mundo la dignidad inherente a todo trabajo.
En la actualidad, el virus ha vuelto a poner de manifiesto la función siempre esencial, y en ocasiones épica, de los héroes que trabajan en primera línea de esta pandemia. Son personas por lo general invisibles, ignoradas, infravaloradas, incluso ninguneadas, que con demasiada frecuencia figuran en la categoría de trabajadores pobres y en situación de inseguridad: los trabajadores de la salud y de los servicios de prestación de cuidados, el personal de limpieza, las cajeras y cajeros de supermercados, el personal del transporte.
Hoy, negar la dignidad a estas y a otros tantos millones de personas, es el símbolo del desprecio de la clase política y de nuestras responsabilidades futuras. Pero tendremos ante nosotros la tarea de forjar un futuro del trabajo que resuelva las injusticias que la pandemia ha dejado al descubierto, junto con otros retos permanentes, imposibles de postergar: la transición climática, digital y demográfica. Esto es lo que define “una normalidad mejor” que ha de ser el legado perdurable de la emergencia sanitaria mundial de 2020.
Mercados: pagar para vivir
Mientras tanto se nos repite hasta el cansancio que los ‘mercados’ son el mejor regulador de la economía. Una mentira interesada, un fake ideológico. En realidad cabría preguntarse ¿Qué han hechos los mercados con la pandemia? Subir los precios de los materiales imprescindibles para hacerle frente y multiplicar los beneficios de las empresas/élites.
El ‘regulador’ ha decidido enriquecerse antes que salvar vidas. El mercado internacional de materiales médicos está controlado por pocas empresas, que ponen condiciones draconianas ante la demanda, eso sí, bajo el manto legal de la libre empresa promovido por la Organización Internacional del Comercio (OMC ). A la vez, los estados, sometidos a los mercados, no se atreven ni a confiscar unos stocks imprescindibles para la vida, ni mucho menos a nacionalizar unas empresas que especulan con el precio de la muerte.
Los precios de los respiradores imprescindibles para evitar la muerte de pacientes, en especial los mayores, se han multiplicado por ocho en algunos casos. Se trata de convertir la enfermedad en un negocio, de hacer crecer el capital a costa de vidas humanas, ahora y siempre. El lucro, la especulación, la economía en negro, obligar a pagar las deudas antes de invertir en bienestar, las necropolíticas que ya están aquí, son los males mortales del capitalismo.
Debe ser la atención primaria –que no sólo se debe mantener abierta sino que debería reforzarse incluso ahora para contener a los enfermos que están en casa, controlarlos y evitar, si es posible, que lleguen al hospital-, la medicina preventiva, la clave del sistema sanitario y no los hospitales, caros, peligrosos e insostenibles. Y menos aún, los hospitales privados, creados para dar beneficios a sus accionistas y corporaciones propietarias.
Había y hay que prevenir. Y no son mayoría los profesionales que han recibido la formación suficiente para detectar a tiempo estas enfermedades emergentes. Alguien pensará: ¿cómo se puede prevenir algo de lo que no se sabe nada? No es exactamente así.
En septiembre de 2019, la Junta de Vigilancia Mundial y Prevención, integrada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Banco Mundial, en un dictamen para Naciones Unidas (El mundo en peligro Informe anual para la preparación de las emergencias sanitarias), advertía: “Nos enfrentamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio".
"Se transmitiría a través de gotas procedentes de la respiración. Podría infectar a un gran número de personas y en poco tiempo matar a entre 50 y 80 millones, dado que con 36 horas se puede viajar a cualquier lugar. Y sería capaz de destruir casi el 5% de la economía mundial. Una pandemia mundial de esta escala sería una catástrofe y desencadenaría caos, inestabilidad, e inseguridad en todas partes. Sería el resultado de una convergencia sin precedentes”, añadía.
El informe dice que sería una crisis de carácter ecológico, político, económico y social, como el crecimiento demográfico, la progresiva urbanización, la integración mundial de la economía, la aceleración y generalización de los desplazamientos, los conflictos, las migraciones y el cambio climático.
El mundo, aseguran, cada vez sufre más brotes de enfermedades infecciosas. Se parece demasiado a lo que está pasando. Sabían que podía pasar y describen las posibles causas. No se ha hecho nada efectivo para prevenirlo y hacerle frente. Vivimos al día, Carpe Diem, como enseñaba el poeta Horacio “ aprovecha el día de hoy confía lo menos posible de mañana”
Así estamos ahora mismo. Con la pandemia atacando con más dureza los lugares y los barrios más pobres, donde la población vive en pisos con más gente por metro cuadrado, a veces amontonados, mal alimentados y con peores estándares de salud. Con la Covid-19 haciendo más daño donde encuentra más desigualdades y precariedad y la atención primaria está más debilitada.
Con el aislamiento, que es más duro para las personas que viven en pisos más reducidos, sin terrazas. Y con menos capacidad de acceder a internet, la única puerta abierta, aunque sea virtual, a la cultura y el ocio. Con las niñas y los niños que viven en estos inmuebles sufriendo una prisión, que por mucho que sea por su bien, no deja de ser una radical restricción de sus necesidades de moverse y relacionarse.
Con trabajadores manteniendo los servicios esenciales a cara descubierta, sin los equipos necesarios porque no se ha hecho prevención. Sin haber preparado los y las profesionales de la salud para que dispusieran de datos para poder entender el futuro que se acercaba.
Al fin y al cabo, sólo era una posibilidad expresada por científicos. No lo decían ni las élites, ni los economistas ortodoxos, que, incompetentes, nos maltratan con falsas verdades. Y los políticos que gobiernan y los que dicen controlar, y nunca han sentido la obligación de informarse ni de actuar. Ni a mirar el futuro, preocupados como están por los tiempos electorales. Y si alguien lo advierte, le marginan, le tapan la boca.
Y no son ajenos los medios de comunicación, públicos y privados, sometidos a la corriente del pensamiento dominante. No hablamos de los periodistas, que bastante tienen con mantener el trabajo. Lo hacemos de la propiedad y de sus lacayos. Así se descompone la sociedad. Así se pierde la confianza. El sistema está tocado, pero sigue siendo el terrible monstruo mitológico de la quimera como ilusión.
Eduardo Camín
Periodista uruguayo miembro de la ONU en Ginebra, asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)
http://estrategia.la/2020/11/23/covid-19-nueva-normalidad-viejas-dudasfalsas-ilusiones/
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