Greta Thunberg: romper con el cinismo

03/10/2019
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¿Cómo entender la multiplicidad de fenómenos que se están articulando alrededor de la figura de Greta Thunberg? Por principio de cuentas, quizás habría que comenzar por no perder de vista algo que ya comienza a hacerse un sentido común en el debate público sobre su persona. Greta es una niña, sí, pero no cualquier niña. El espacio cultural al que pertenece es al de la Europa occidental: la Europa caucásica del Norte angloparlante y protestante que desde hace varios siglos se presenta a sí misma como la vanguardia de los procesos culturales y civilizacionales que gobiernan el mundo. Es decir, es una niña, sí, pero que se encuentra en una situación de privilegio respecto de sus pares en otras sociedades, como las americanas y las africanas, en donde niños y niñas indígenas de su misma edad no cuentan con la visibilidad que Greta sí tiene a lo largo y ancho del mundo.

 

Greta, por lo tanto, tiene un privilegio basado en una diferencia colonial. Pero este aspecto, que es poco más que una obviedad, a menudo se ha minimizado contrastándolo con dos rasgos más de su persona: es una menor de edad y tiene Síndrome de Asperger, una condición neurobiológica que, de acuerdo con su definición más general, significa que quien lo padece tiene dificultades para socializar y para establecer vínculos e interacciones comunicativas con otras personas. El primer aspecto resulta importante para las masas que buscan interpelarla porque apela a la corta edad de Greta como un argumento de autoridad; es decir, porque representa, en cierto sentido, que el futuro es rescatable de la catástrofe (otra vez) porque son las nuevas generaciones (las que no se han echado a perder) las que están cobrando conciencia del daño causado al mundo por las generaciones que les antecedieron, y al mismo tiempo, las que están buscando hacer aquello que sus padres y madres, abuelos y abuelas no quisieron hacer para detener el deterioro del ambiente.

 

El reconocimiento de su espectro autista, por otro lado, apela a una suerte de argumentación en la que se pone de manifiesto que no es una persona completaplena o normal la que está alzando la voz. Es, pues, una persona en situación de desventaja o de inferioridad la que sí se está movilizando: no son los adultos, no son los que tienen pleno goce de sus capacidades de socialización y de comunicación, tampoco son los grandes científicos ni los poderosos los que están haciendo algo por rescatar al futuro: es una niña, con todo lo que el término niña implica de desventaja estructural y social.

 

Ambas condiciones, la edad y su autismo, por supuesto, no son menores y tienen su mérito dentro de lo que ella está movilizando alrededor suyo y del mundo. El problema viene cuando en el nivel de la colectividad, ellas autorizan, legitiman y avalan el discurso de Greta como un discurso de verdad en sí mismo. Pero lo cierto es que ni siquiera Greta justifica sus actividades en esas dos condiciones. Cierto, en cada una de sus intervenciones apela, desde el comienzo, al trauma que significa para su generación y las posteriores el que no tengan una idea clara sobre si, al envejecer, contarán con las condiciones naturales básicas para asegurar su subsistencia. Pero también es verdad que la médula de su discurso, el nervio más profundo de su crítica, viene soportado por cierto cientificismo en el que se ofrecen datos duros sobre los daños causados al planeta y la vida natural y social. Cifras sobre las tendencias del calentamiento global, sobre los procesos globales de expulsión de gases de efecto invernadero a la atmósfera, sobre las dinámicas biológicas y químicas que se suceden en los ecosistemas por la diversidad de asedios a los que se enfrentan por parte de las actividades empresariales, etcétera.

 

Ello, en los hechos, da cuenta de que Greta apela a cierto sentido común sobre los daños irreversibles a la vida y el ambiente, pero no sólo y no en primera instancia. Hay en su crítica un saber especializado que, en términos de su edad y su escolarización, por ejemplo, la rebasa: justo por el alto grado de especialidad del conocimiento al que apela para generar algún trauma entre quienes la escuchan y leen.

 

Ahora bien, el cientificismo que permea en su discurso y el privilegio de enunciación con el que cuenta, basado en una diferencia colonial con el resto del globo, explican, en parte, la apabullante visibilidad que tiene su persona alrededor del planeta entre tantas personas (algunos medios han contabilizado a más de cuatro millones de personas movilizadas por sus discursos en los #Fridaysforfuture). Ante ello, por ejemplo, entre ciertos círculos periodísticos se ha filtrado información sobre los circuitos empresariales que se hallan detrás de ella, soportando el ritmo de su campaña global, facilitando y amplificando el alcance de su voz y su crítica en múltiples y diversos espacios públicos, teniendo en mente que ello, en algún momento, tenga la resonancia suficiente como para empezar a colar en esa crítica una agenda propia de eso que ya comienzan a nombrar como corporativismo verde, que no es otra cosa que la continuación de la mercantilización capitalista, pero en esta ocasión de las medidas de contención y de reversión o mitigación del cambio climático.

 

La información relativa a los lobbies y empresas u ONGs detrás de Greta aún necesita ser precisada y corroborada en muchos de sus puntos. La posibilidad de que esas notas estén siendo publicadas a modo y por el financiamiento de empresas energéticas con base en la extracción de petróleo y carbón, o por cualquier otro interés al que el discurso de Greta esté señalando, criticando o denostando está ahí y no es para descartarse. Sin embargo, lo contrario tampoco es opción. Y es que, en los hechos, algo que llama mucho la atención sobre el fenómeno de Greta Thunberg es que hay un montón de intereses empresariales que le están facilitando el ser visible y el ser escuchada en diferentes latitudes.  Y lo cierto es que ese dato, por sí mismo, no es menor. Si algo hemos aprendido de la manera en la que el capitalismo ordena el mundo es que, cuando no reprime, contiene, elimina o desaparece a aquellos discursos y prácticas que le resultan peligrosas para su reproducción ampliada y sistemática, los absorbe en su lógica, los mercantiliza y los refuncionaliza para que le sirvan a sus propósitos.

 

Con Greta, algo de eso se mantiene como una presencia intangible en el aire. La dinámica que se desplegó alrededor de su persona cuando ofreció su discurso de poco menos de un cuarto de hora, en la Cumbre sobre Cambio Climático 2019, en Nueva York, da cuenta de ello: cuando verbaliza su pensar (y ha sido uno de los más condenatorios, agresivos y despreciativos de la indiferencia política y empresarial frente a la catástrofe climática), la primera respuesta que recibe por parte de los líderes mundiales a los que critica, desprecia y condena, es la de una ovación y un eufórico aplauso por su valentía y por lo acertada de su crítica.

 

Aquellos a quienes Greta señala como los causantes de la situación imperante saben lo que hacen y aun así lo hacen. Pero no sólo, lo hacen y, hoy día, animan a sus críticos (como Greta) a que radicalicen y potencialicen su crítica. La consecuencia inmediata de esto es que, por lo menos en el discurso, los agentes gubernamentales (como Macron) se sumen a las demandas que se les realizan, aunque en la práctica se mantengan en línea con las demandas del gran capital. Si se le observa sólo en términos de la persona que es Greta, quizá esta dinámica no represente tanto problema para el sistema. Pero si se lo pone en perspectiva con los efectos que causa en el nivel de las masas, lo que llama la atención es cómo parece existir una suerte de homogeneidad o congruencia entre los sujetos de la crítica y los sujetos criticados: hay una especie de afinidad ideológica en la que aquellos que poseen las capacidades materiales para modificar la realidad inmediata (los poseedores del capital) van conduciendo la configuración ideológica de sus opositores.

 

Ese acompañamiento, esa complicidad entre ambos lados de la ecuación, por ejemplo, no se presenta (a propósito de la diferencia colonial) en la relación entre los capitales y los defensores y las defensoras del medio ambiente en América (muchos y muchas de las cuales también son menores de edad). Y es que, acá —sin los reflectores de la Organización de Naciones Unidas y de las grandes cajas de resonancia de los conglomerados empresariales de los medios de comunicación internacionales—, para esos activistas: hombres y mujeres, niños, niñas y ancianos no son las palabras las que hacen de barrera de protección ante el capital, sino los cuerpos mismos (Colombia, Chile y México, además de toda Centroamérica, son ejemplos arquetípicos por la cantidad de activistas asesinados y poblaciones devastadas.

 

En parte, el éxito de Greta también se debe gracias esta dinámica porque lo llano de su lenguaje y lo accesible que es (a pesar de su cientificismo de pretensiones neutrales) ofrece una ilusión que es peligrosa: aquella que indica que Greta es representación de una suerte de sentido común que ya está presente en cualquier persona, a cualquier edad y bajo cualquier situación médica sobre lo que se necesita para mantener la vida en este planeta. Pero si de algo da cuenta la manera de operar del mercado capitalista contemporáneo, es que la mediación de las mercancías, en el plano de la práctica material; y la de las abstracciones, en el de la cognición y aprehensión intelectual del mundo; han fragmentado la posibilidad de cobrar conciencia de una totalidad: no sólo de una imagen de mundo (que es abstracta por sí misma), sino de la vida como una totalidad unitaria.

 

Es por eso que hay algo de tramposo en la pretensión de ver que las movilizaciones de las generaciones menores son el nervio más radical de la crítica a la devastación del planeta, porque, independientemente del grado de escolarización con el que cuenten, ahí no está en juego esa conciencia global que las masas dicen observar en las movilizaciones de los #Fridaysforfuture. ¿Todo esto significa que hay que echar por la borda el trabajo realizado por Greta y los efectos que ha tenido en el nivel de calle de múltiples colectividades? La respuesta inmediata y evidente es: no.

 

Lo que hace Greta es necesario porque ha llegado a espacios a los que no llegan otros activistas y otras personas que han dado la vida por el ambiente (Berta Cáceres, por ejemplo). En algún sentido, ello equivale a intentar parasitar al sistema desde sus propias entrañas, haciendo uso del cuerpo de su huésped como un medio o móvil necesario e irrenunciable para disputar espacios ocupados por el poder del capital. La crítica, más bien, transita por otra vía: hacia la construcción ideológica no de Greta, sino de las masas que hacen de su figura y su discurso el catalizador o la representación de las alternativas a la catástrofe. ¿Por qué?

 

En principio, porque el referente ideológico contra el cual se está contrastando la radicalidad de su discurso es el del conservadurismo y el negacionismo del cambio climático (personificado, por ejemplo, por Donald J. Trump). La radicalidad de Greta, aquí, se pierde cuando se masifica, pues acá la construcción ideológica de estas, en algún sentido, pierde el espectro autista de aquella, las matiza. Regresando a los eventos de Nueva York de esta semana, lo anterior es observable cuando las masas que buscan interpelar a Greta toman como referente de su éxito y de su radicalidad no tanto el que le hable de frente a los líderes globales y les diga sin tamices lo que piensa y siente (incluso al borde de las lágrimas), sino la respuesta que Thunberg recibe de aquellos. Ahí, el cinismo de los líderes del mundo a los que interpela Greta y a los que critica de manera tan dura y directa se asimila y reproduce de manera voluntariosa por la colectividad, siendo ella misma cínica.

 

Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional

@r_zco

 

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