“Coherencia entre la fe celebrada y la fe vivida”:

A propósito de la Tercera Carta Pastoral del arzobispo José Luis Escobar

04/12/2018
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En el marco de la canonización de San Óscar Arnulfo Romero, se publicó la Tercera Carta Pastoral del Arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar, titulada “La santa misa llevada a la vida diaria”. Una constante de las tres cartas del actual arzobispo es que están vinculadas e inspiradas por nuestros mártires, especialmente, San Óscar Romero y el siervo de Dios, Rutilio Grande. En consecuencia, siguiendo esa inspiración, se busca decir una palabra que unifique fe y justicia, pasión por Dios y compasión por el hermano, palabra de Dios y realidad, fe celebrada y fe vivida.

 

En esta línea, la primera carta, denominada “Veo en la ciudad violencia y discordia” (2016), fue difundida en el contexto de la fiesta del Santo Óscar Romero (24 de marzo). En este documento se reflexiona, desde el pensamiento bíblico y del magisterio de la Iglesia, sobre uno de los principales problemas que en la actualidad padece El Salvador: la violencia. Para encararla, se anima a todos a esperar contemplativa y activamente en el Dios de la vida, luchando por alcanzar la transfiguración de los principales problemas estructurales que tiene el país. Dos actitudes se proponen como indispensables para alcanzar ese cometido. En primer lugar, buscar las verdaderas raíces del flagelo de la violencia y, en segundo lugar, proponer soluciones sobre la base de la unión, la solidaridad y el compromiso cristiano.

 

La segunda carta (marzo, 2017), titulada “Ustedes también darán testimonio, porque han estado conmigo desde el principio”, fue escrita con ocasión del 40 aniversario de la muerte martirial del padre Rutilio Grande y el centenario del natalicio del santo Romero. En el texto, el arzobispo lamenta que la Arquidiócesis salvadoreña no haya pronunciado, en el lumbral del tercer milenio, “una palabra de reconocimiento sobre todas y todos aquellos que fueron víctimas de persecución, tortura, represión; y en sus últimas consecuencias, de muerte martirial en el seguimiento a Cristo y vivencia encarnatoria del Evangelio…”. Para encarar y reparar esta grave falta, el Arzobispo se plantea, en esta segunda epístola, dos objetivos fundamentales: primero, “reconocer por justicia, verdad y caridad que, en El Salvador hubo, durante los años setenta, ochenta y noventa, testigos de la fe, en calidad de mártires y confesores – uno de los primeros fue el Padre Rutilio Grande García S.J.”; segundo, “animar al pueblo de Dios, a ir tras el seguimiento de Jesús, tomando por modelos a mujeres y hombres como el Padre Rutilio Grande S.J.; el santo Oscar Romero, las hermanas de Maryknoll,; [y] los innumerables laicos que ofrendaron sus vidas por la vivencia encarnada de la fe”.

 

La tercera carta, objeto de nuestro comentario, tiene por objetivo central, enseñar que la Eucaristía – el sacramento más importante de la Iglesia, centro y cumbre de la vida cristiana – debe traducirse “en la toma de un serio compromiso de trabajo en favor de la construcción del Reino”. En otras palabras, se trata de unificar la fe celebrada con la fe vivida. En esta línea, el arzobispo sostiene que, San Óscar Romero, es un modelo de cómo celebrar el Sacramento de la Eucaristía y cómo hacerlo vida. De ahí su determinación de llamarlo “Mártir de la Eucaristía”.

 

La carta está estructurada en tres partes. En la primera, se hace un repaso histórico de las acciones que la Iglesia – especialmente en El Salvador – ha llevado a cabo para promover la práctica y el amor a la Eucaristía. Ahí se constata que, si bien la Iglesia ha hecho grandes esfuerzos por enseñar al pueblo de Dios a respetar, frecuentar, venerar, amar y celebrar el Sacramento de la Eucaristía, aún queda un gran déficit: todavía no se ha podido encontrar el camino idóneo para enseñar la unidad que debe existir entre la Eucaristía y el compromiso de vida cristiana que supone.

 

En la segunda parte, se fundamenta, desde la Biblia, la Tradición y el Magisterio, en qué cosiste vivir eucarísticamente, y a qué compromete su vivencia. Aquí se plantea que, en la última cena, al instituir la Eucaristía, Jesús dice a sus amigos: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19). Esta memoria comprende el conjunto de la existencia de Jesucristo, su vida, muerte y resurrección, así como todo lo enseñado por él, a través de sus gestos y palabras. Es decir, la memoria viva de Jesús será la pauta permanente, la fuente inspiradora del comportamiento creyente. Por tanto, la Eucaristía es una celebración que va más allá de lo ritual y formal, tiene que ver con una memoria existencial que ha de ser continuada y actualizada: la vida y misión de Jesús.

 

En la tercera parte, se presentan ejemplos concretos de vida eucarística que pueden constituirse en fuente de inspiración para cada uno de nosotros: María, madre de Jesús, monseñor Romero y el padre Rutilio Grande. Por su cercanía histórica, nos referimos a estos dos últimos. ¿Cómo ellos unificaron memoria cultual y memoria existencial, fe celebrada y fe vivida? En la carta se explican algunos rasgos fundamentales de estos hombres de fe que se convirtieron en seguidores ejemplares de Jesús. Entre estos, destacamos los siguientes:

 

Monseñor Romero, reflejo del Pan partido. Para el arzobispo Escobar, en vida y a su muerte, el santo Romero ha sido expresión del Pan partido. Y explica que mientras vivió “partió su vida entre todo el pueblo salvadoreño, dedicó sus mayores esfuerzos en defensa de ese pueblo que sufría pobreza, persecución y opresión”. Esta perspectiva que podríamos calificar como pro-existente (vida para y con los demás, de fidelidad martirial a la misión), quedó confirmada – según se recuerda en la Carta – en la Positio de su Canonización donde se declara: “Romero amaba a los pobres, vivía con ellos, estaba con ellos y los iba a visitar, sufría con su sufrimiento, sentía que era su misión anunciarles la buena noticia y mejorar la situación en la que vivían”. La imagen del Pan partido, pues, es una invitación a dar la vida al servicio de los demás como lo hizo Jesús; a partir y compartir la vida con los otros; a cargar con las cruces de cada día; a esperar contra toda esperanza en el triunfo de la resurrección de la vida, la justicia y el amor. Ese fue el horizonte de san Óscar Romero.

 

Monseñor Romero, reflejo del Sacramento de la caridad. En este rasgo, el arzobispo recuerda que el primero en dar la vida por sus amigos fue Jesús. De ahí viene el llamar a la Eucaristía “Sacramento de la Caridad”. Para monseñor Escobar, el santo Romero imitó esa actitud del Maestro, no solo porque dio la vida en martirio, sino por su vida entera fue entregada por amor a todo el pueblo salvadoreño, especialmente, por los pobres. Por amor a Dios y a su pueblo proclamó el reinado de Dios y justicia, y asumió los riesgos de su ministerio: amenazas, difamación, muerte. Esa fue, dice Escobar, “su manera de dar la vida, esa fue la manera de hacer vida el Sacramento de la Caridad”. Por ello considera que la principal herencia que nos deja el arzobispo mártir es su testimonio y su palabra (La palabra queda), donde encontramos un camino histórico para aprender a ser expresión del Sacramento de la Caridad.

 

Monseñor Romero, reflejo del Sacramento de la Esperanza. La carta del arzobispo Escobar, destaca, en principio, las realidades de desesperanza que caracterizaban ese momento histórico en el que monseñor Romero desarrolló su ministerio pastoral. Habla de un ambiente lleno de miedo, terror e idolatría al dinero, al poder y a la ideología. En medio de esa desesperación, indica la Carta, monseñor Romero exhorta al Sacramento de la esperanza. “De ese Sacramento que nos dice que los últimos serán los primeros, que nos dice que todos están invitados a la mesa, que nos invita al perdón […]. De ese Sacramento que nos invita a salir de nuestra comodidad para empezar anunciar su Nombre y su Reino por todo el mundo, llevando la paz, el perdón, llamando a la conversión […]. De ese Sacramento que nos dice lávense los pies como yo lo he hecho…”. Dicho en palabras de San Óscar Romero: “nuestra esperanza en Cristo nos hace desear un mundo más justo y más fraternal”.

 

El tercer modelo de vida eucarística que se propone corresponde al siervo de Dios, padre Rutilio Grande. Desde su testimonio se plantea que no se puede desligar la presencia de Jesús en la Eucaristía de la presencia del Señor en la Palabra y en la comunidad reunida en su nombre; de la presencia de Jesús en los pobres. En este sentido se habla del padre Rutilo como un sacerdote “buen samaritano”. [El] “vio y escucho el clamor del pueblo, se acercó a él organizando misiones que le permitieron entrar en profundo contacto con la realidad del pueblo. Lo consoló, lo acompañó, le anunció la Buena Nueva, le administró los Sacramentos, lo formó como misionero, lo defendió de los abusos de los poderosos, pidió justicia para ellos…”. La razón de fondo de todo ello, según el documento, es que el padre Grande comprendió que la vida es Eucaristía y, sin duda, también comprendió que la Eucaristía es vida. En este plano, se recuerdan algunos fragmentos de sus homilías que combinaban profundidad y sencillez:

 

“Haber entendido la esencia de la Eucaristía como quintaesencia de los valores cristianos: la vida, la muerte, la resurrección del Señor. Es decir, ese cambio profundo de morir a uno mismo y hacer salir lo nuevo que transforma la humanidad… no basta con venir aquí con ritos carentes de sentido, como si fuera a tomar un marquesote en la boca… Eso es detestable, es una caricatura de la religión. La vida es Eucaristía. Hemos dicho que todo está vinculado al Evangelio, a la vida”.

 

En esta línea, hay otro texto de Rutilio, más conocido y más emblemático, que proclama:

 

“Manteles largos, mesa común para todos, taburetes para todos. ¡Y Cristo en medio! Él, que no quitó la vida a nadie, sino que la ofreció por la más noble causa. Esto es lo que Él dijo: ¡Levanten la copa en el brindis del amor por mí! Recordando mi memoria, comprometiéndose en la construcción del Reino, que es la fraternidad de una mesa compartida, la Eucaristía”.

 

De Rutilio, pues, se dice que es un ejemplo de vida eucarística que podemos seguir. Él entregó su vida por amor a Dios y amor al prójimo. Mantuvo coherencia entre la fe celebrada y la fe vivida.

 

La carta del Arzobispo termina con una exhortación dirigida al pueblo de Dios, a los políticos, a los dueños del poder económico, a los encargados de las leyes, a los seminaristas, a los sacerdotes, así como a los religiosos y religiosas. Llama al pueblo de Dios para que lleven la Misa a la vida diaria (comprometiéndose con la transformación de la sociedad); anima a las autoridades públicas y a los dueños del poder económico, a conseguir la paz y a trabajar por proyectos de vida que beneficien a todos, pero, en especial, a las mayorías vulnerables del país; alienta a los sacerdotes, religiosos y religiosas, a consolidar el proyecto de celebrar y vivir la Eucaristía (llevar una vida con y para los demás).

 

Tenemos, pues, un nuevo texto para ser reflexionado, pero, sobre todo, para hacerlo vida en la cotidianidad y en el horizonte de sentido de nuestras vidas personales y comunitarias. La Eucaristía bien vivida, va transformando a los cristianos, poco a poco, en servidores de la misión de Jesús, dispuestos a vivir y amar como Él. Por eso, no se trata de limitarse a repetir el gesto litúrgico de la Cena, sino de hacer lo que Él hizo: amar hasta el extremo, ser hombres y mujeres con y para los demás. En este marco es que podemos decir que la Eucaristía es el centro de la vida sacramental de la Iglesia, es acción de gracias, es memorial de la muerte y resurrección de Jesús, que hace presente a Cristo por la invocación del Espíritu. Se rememora la cena y, en ella, todo el contenido del testimonio que Jesús dio en nuestra historia.

 

Carlos Ayala Ramírez

Profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología, Santa Clara, University; profesor de la Escuela de Pastoral Hispana de la Arquidiócesis de San Francisco, CA. Profesor jubilado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) de El Salvador.

 

 

 

 

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