Mujeres en marcha
- Opinión
El miércoles 8 el mundo vivió una jornada histórica, una nueva experiencia de resistencia que multiplica las precedentes. Millones de personas nos movilizamos en miles de ciudades contra las incontables formas fenoménicas de expresión del patriarcado. Una manifestación de hartazgo ante la violencia y la desigualdad cotidianamente naturalizadas. Absolutamente contraria al festejo y más aún a la babosa edulcoración de la “femineidad”. Cualquier referencia histórica o inmediata evoca tragedia y convoca a la protesta callejera y a la lucha, no a la florería.
En esta oportunidad, sumó una novedad cualitativa con estimulantes perspectivas: las mujeres convocaron a un paro internacional. La casi totalidad de las miradas, incluyendo a buena parte de las izquierdas y progresismos, atribuye al patriarcado una naturaleza cultural. Superada la obviedad de que cualquier sistema de explotación y hasta cualquier manifestación humana es ontológicamente cultural, el patriarcado se explica desde sus cimientos con -y se combate apelando a- categorías analíticas de la economía política.
Hoy es un complemento sustantivo de la acumulación de capital, como antiguamente lo fue de la renta feudal o más lejos aún de la apropiación privada del trabajo esclavo. Que no forme parte de los conceptos de “El Capital” es atribuible mucho más al carácter incipiente y acotado del movimiento feminista de mediados del siglo XIX y a la concepción y práctica machista de Marx, a diferencia de Engels.
Personalmente marché en la pequeña ciudad de Minas, Uruguay. Salí con suficiente tiempo como para hacer unas compras previas. Fui primero a la más importante veterinaria (propiedad de un varón local) cuyas empleadas son mujeres y allí estaban trabajando. Al pagar las invité a marchar, recibiendo por respuesta una resignada sonrisa. A dos cuadras, en el supermercado “TA-TA” (propiedad de un multimillonario político argentino de la derecha peronista, con fuertes vínculos con el Presidente Macri) no faltaba ni una caja a cargo de las empleadas. Suma a los profusos antecedentes de maltrato y humillación laboral de esa cadena extendida por todo el país. Otro tanto era visible unas cuadras más arriba en el supermercado “El Dorado” (propiedad de otro varón, aunque uruguayo) con sus empleadas al pie de las cajas registradoras.
La marcha reunió varias cuadras de extensión, lo que los minuanos consideraron un éxito comparativo a las precedentes. Pero no dejó de llamarme la atención que, en su curso, salían a saludar y aplaudir decenas de empleadas de comercios que, no obstante, estaban impedidas de sumarse.
No puedo extraer de esta experiencia una conclusión sobre el grado de adhesión al paro femenino en esta ciudad. Sólo concluir de los tres primeros ejemplos que estos patrones masculinos no sólo no estimularon la protesta, ni facilitaron la concurrencia sino que deben haber amedrentado tácita o explícitamente a sus empleadas con algún tipo de sanción, aunque más no fuera el silencio, aprovechando el escaso empoderamiento de la fuerza de trabajo empleada y la auto introyección de la punición. De lo contrario, no estarían allí produciendo plusvalía. La lucha de clases está atravesada por la lucha de géneros, extendida además a la esfera de la intimidad mediante mecanismos ideológicos propertizadores, que los bombones no acotan, sino acrecientan.
Es un lugar común de la sociología hablar de las sociedades de clase. Pero las sociedades de clase han sido siempre, además, sociedades de género (dominante, se entiende, es decir patriarcales). Aunque varía según cada país y región del mundo, la desigualdad no es sólo entre el capital y el trabajo, sino al interior de la propia fuerza de trabajo en función del género. Vayan algunos datos ejemplificativos. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) realizó un estudio que concluyó que en EEUU, en promedio, a las mujeres afrodescendientes se les paga sólo 64 centavos y a las latinoamericanas sólo 54 centavos por cada dólar que gana un hombre. En América Latina, durante el crecimiento por el giro progresista de buena parte de sus gobiernos, la pobreza en general fue en descenso. Sin embargo, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la pobreza de las mujeres ha aumentado y según el índice de feminidad de la pobreza, por cada 100 hombres indigentes en América Latina y el Caribe hay 121 mujeres en igual situación.
En Brasil las mujeres ganan un salario promedio de 430 dólares en comparación con 610 de los hombres, pero las mujeres afrodescendientes son las menos pagadas, con 315. De todas formas, la totalidad de las estadísticas existentes resultan aproximadas porque sólo pueden basarse en el trabajo registrado, mientras una proporción significativa del trabajo femenino se desarrolla en negro, bajo la más extrema precarización. Aunque con desigualdades, no existe país donde las mujeres reciban igual remuneración por igual trabajo ni en el que no representen una minoría en los ámbitos jerárquicos o de decisión.
A fines de los años ´80 y principios de los ´90 desarrollamos investigaciones con mi equipo de la Universidad de Buenos Aires que, además de nutrir teóricamente el estudio de las relaciones sociales de producción en el ámbito doméstico, intentaron mensurar el valor producido. Sus resultados no sólo fueron presentados en ámbitos científicos sino también en encuentros de mujeres (por las investigadoras, a fin de no violentar el para mí absurdo criterio de excluir la participación masculina en dichos encuentros, como si el feminismo les perteneciera en exclusividad). Ahorro los detalles metodológicos que conllevan una vasta complejidad y márgenes de aproximación, para sintetizar que cerca de la tercera parte del PBI se produce en el ámbito doméstico sobre la base de una desigual división sexual del trabajo.
El hogar es también un ámbito laboral. Si lo visible de la conyugalidad es el amor, su invisible necesario son los procesos de apropiación económica, simbólica, erótica y subjetiva que en él se producen, o sea, su violencia. Resulta tan indispensable para la reproducción de la vida, cuanto para la acumulación del capital. La fuerza de trabajo debe poder reanudar en la jornada siguiente su tarea de producción de plusvalía en las mismas o mejores condiciones en que la culminó, para lo cual resulta indispensable el añadido de nuevo trabajo impago en el hogar. La dominación patriarcal no contradice sino que contribuye a la explotación de la fuerza de trabajo toda y de cualquier género, etnia o franja etaria. Allí se fabrica, además, material e ideológicamente, la fuerza de trabajo que se explotará en el futuro y la proporción del ejército industrial de reserva (la masa de desocupados) cuya magnitud deprimirá la remuneración en general. El capital se asume masculino y transfiere algo de su potencia simbólica al género dominante. Lenguaje, poder y dinero se inscriben como naturales de los circuitos públicos masculinos, mientras que los circuitos femeninos se despliegan en un mundo privado, sentimentalizado, significado socialmente como un mundo subalterno, de resguardo, privado de las características de productividad, poder organizacional y potencialidad cognitiva del primero, corolario del ideológicamente ineluctable destino materno.
El hecho de que produzca y reproduzca vida, no priva a este espacio de violencia, porque hereda las condiciones de desigualdad y opresión que rigen la relación capital-trabajo signada por la propiedad. Como en su momento fue la propiedad de los esclavos, de las poblaciones nativas de las colonias, de los siervos e inclusive en el siglo XIX de los peones rurales de los latifundios a manos de los patrones de estancia. La propertización masculinizada del lazo amoroso reconoce hoy múltiples aristas, diferentes magnitudes y sutiles remilgos, aunque su expresión más extrema es el femicidio. Nada novedoso ni infrecuente, sólo algo más rigurosamente delimitado hoy, producto precisamente de la lucha del movimiento feminista por su visibilización, una vez superada la indiferenciación con todas las otras manifestaciones criminales o con el abandono del sigiloso mote de “crimen pasional”, que oculta ideológicamente la recurrencia estadística del género de la víctima. Haber precisado la estadística es un pequeño gran paso para la alarma y para la concientización en la lucha.
Las razones sobran. En América Latina se produce un femicidio cada 12 hs (a razón de dos por día, según Amnesty International), en Argentina cada 29 hs (casi uno por día), en Paraguay 7 por mes, en Uruguay 32 en el año y 58 en Chile. En México la estadística desborda: sólo en 2015 se produjeron 2.555 femicidios. Afortunadamente no todas las formas de violencia terminan con la vida, pero a medida que se desciende en la magnitud del daño (no sin consecuencias tortuosas), las cifras aumentan. En Argentina se registran 50 ataques sexuales por día, más de 18.000 al año. En Uruguay cada año se reciben 26.000 denuncias de violencia doméstica. No son producto de locos sueltos, aunque tengan victimarios identificables, sino de emergentes radicalizados de formas de propiedad que trascienden la riqueza material para permear la esfera de la intimidad.
Combatir estas expresiones de barbarie, explotación, abuso e inequidad, requiere fortalecer entre todos y todas el movimiento feminista, el más importante que se ha forjado en la historia moderna junto con el movimiento obrero. Tanto como luchar por la abolición de la institución medieval en la que se cultiva, y oculta a la vez, la violencia.
El santo matrimonio.
Emilio Cafassi
Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, cafassi@sociales.uba.ar
Publicado en La República 12/3/2017
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