En mi universidad, la de Buenos Aires, se vive un absurdo conflicto por la aplicación de un restrictivo artículo de sus vetustos estatutos que datan del ´58. No traería a un medio de comunicación internacional una querella doméstica si no expusiera interrogantes y humillaciones de carácter universal que merecen ser debatidos en ámbitos más amplios que los de sus propios claustros. Según el art. 51 del mencionado estatuto, los docentes mayores de 65 años son compulsivamente obligados a jubilarse, a excepción de que sean designados “consultos” o “eméritos”, cosa que requiere en el primer caso una mayoría especial del consejo directivo de la facultad en la que ejerce, además de la aprobación por el consejo superior de la universidad, y en el segundo directamente la absoluta unanimidad. En cualquier caso, se trata de una decisión política de representantes de los claustros integrantes del cogobierno. Para lograrlo no hay concursos docentes de antecedentes y oposición ni ninguna otra instancia académica evaluatoria. El dedo aprobatorio o acusador tendrá la discrecionalidad de toda decisión político-fiduciaria propia de la democracia representativa, que en la universidad no difiere mayormente de la del resto de la sociedad (tanto, que en el caso de designación de profesores eméritos la sesión es a puertas cerradas).
La disposición rige desde hace más de medio siglo pero hasta los últimos estertores del menemismo y los orígenes del gobierno de la Alianza (en ambos períodos bajo el rectorado sempiterno del ya fallecido Schuberoff), a nadie se le ocurrió exigir su absurdo cumplimiento, o al menos nadie se quejó por ello. A partir de entonces, el consejo superior comenzó a presionar a los departamentos de personal de las facultades para pasar a retiro a los mayores de 65 apoyándose en ese artículo de discriminación etaria. Casualmente dirigía la carrera de sociología de la universidad en esa época, coincidente además con el ingreso paulatino a la llamada “tercera edad” de buena parte de los intelectuales y académicos de la generación de los ´70, mayoritariamente venida del exilio. Una generación inigualable en razón a su influencia intelectual para la vida académica y política latinoamericana. La que produjo buena parte de los textos que hoy, ya como “clásicos”, integran la bibliografía universitaria de las ciencias sociales de habla hispana. ¿Debía acaso, por tomar sólo algunos casos de profesores de sociología ya fallecidos y ampliamente conocidos, decirle a los epistemólogos Klimovsky o Marí o a intelectuales de perfil más amplio como Portantiero o Rozitchner que se fueran a su casa para no volver? En ese caso, el primero en irse hubiera sido yo. Por vergüenza.
La solución no requirió de demasiadas sofisticaciones jurídicas ni disputas burocráticas ya que había una clara voluntad política -de la que hoy las autoridades carecen- para superar la humillación. Absolutamente todos los involucrados fueron propuestos y posteriormente designados como profesores consultos, eludiendo de ese modo los efectos expulsivos del artículo del estatuto. Y los que no podían serlo, por no ser regulares o por tener concursos vencidos, fueron recontratados. Lo concebí y concibo como una medida gremial defensiva. Gremial en el sentido del carácter universal para todo docente cualquiera sea su estatus, sin distinción alguna de disciplinas, roles o trayectorias, a pesar de que había quiénes querían pasar a evaluar caso por caso y sopesar antecedentes, lo que hubiera sido doblemente discriminatorio a esa altura de la vida y legitimador del ominoso artículo. Por mi parte, siempre consideré innecesario y potenciador del espíritu de castas universitario agregar una nueva jerarquía docente (profesor consulto o contratado) a las 6 ya existentes en la pirámide jerárquica. Pero estos escalones meritocráticos más elevados aportaban paradójicamente –y aportan aún, si realmente se quiere- un recurso de elusión de las consecuencias discriminatorias de la medida. En aquel entonces fue algo así como “salir hacia arriba”. Desde entonces, sospecho que en parte para mitigar este despropósito, el parlamento aprobó tardíamente en el año 2009 la ley nacional 26.508, que en el inciso 2 del artículo primero reafirma que ante la intimación del empleador, “los docentes universitarios podrán optar por permanecer en la actividad laboral durante 5 años más después de los 65 años”. Un simple paliativo o empujón hacia adelante, ya que elude el problema sustancial y sólo corrige magnitudes. Sin embargo la universidad de Buenos Aires (a diferencia de todas las demás, públicas o privadas) también desconoce esta ley con su nueva ofensiva actual hacia los mayores.
La jubilación es un derecho, una conquista obrera de ejercicio de la solidaridad intergeneracional. La única razón que podría convertir este derecho en obligación es que existan impedimentos de salud o de algún otro orden para el ejercicio de las funciones académicas, para lo cual, lejos de excluirlos de procesos evaluatorios, habría que incluirlos enfáticamente y con frecuente periodicidad. En ningún caso puede ser una obligación, que la ley nacional ratifica con simple posposición. Los ciudadanos no ejercemos todos los derechos con los que contamos, aún dentro de lo limitado de éstos en la sociedad burguesa, incluyendo algunos que podrían derivar en algún beneficio económico. En Argentina, por ejemplo, el matrimonio genera algunos beneficios impositivos y laborales. Y todos los ciudadanos de cualquier sexo o inclinación sexual ahora pueden ejercer el derecho a contraer matrimonio. Sin embargo no todos nos casamos, aún estando en pareja. Hay razones estadísticas para normativizar en una edad la reglamentación jubilatoria y darle sustentabilidad práctica al sistema solidario. Pero la edad estadística debe ser un piso de acceso al derecho, no un techo para la salida obligatoria.
La razón por la cual alguien se acoge a un derecho o beneficio o, inversamente, lo rechaza, responde a una ecuación subjetiva y libidinal de enorme complejidad ya que involucra un sinnúmero de variables dentro de las que se encuentra la económica. Los profesores de la UBA y los universitarios argentinos en general resisten la jubilación. Podría deberse a la incertidumbre sobre el monto de sus haberes a mediano y largo plazo dada la precariedad histórica del sistema jubilatorio (y más particularmente luego de que el gobierno kirchnerista vetara la ley de 82% móvil de las jubilaciones para seguir recurriendo a la movilidad por decreto, a modo de una concesión graciosa). No es despreciable la angustia derivada de la erosión del estado de derecho cuando es sustituido por un estado de gracia.
Sin embargo creo que las razones son mucho más profundas que las de un cálculo pecuniario. Cada oficio tiene sus particularidades e inclusive sus bandas etarias de máximo rendimiento. Un futbolista decide su retiro cuando percibe, generalmente antes que el director técnico, que su físico ya no le responde como para cumplir adecuadamente su función. Otro tanto hacen los bailarines. La curva de rendimiento intelectual no suele verse afectada por la edad. Músicos y pintores también acompañan esa parábola laboral. Un claro ejemplo es que Bobbio escribió siendo un entrado anciano el brillante libro “De Senectute”, verdadero alegato contra la discriminación y marginación de los ancianos en la sociedad. Los 4 profesores de sociología que traje a colación murieron dando clase y ese parece ser el destino elegido por la gran mayoría, si se les permite. Este penoso conflicto me llevó a preguntarme qué haría en el supuesto caso de llegar vivo a esa edad. No lo sé con exactitud, pero si fuera ahora y pudiera decidir respondería “me quedo”. Y si no pudiera, no me imagino jugando bochas o ajedrez en una plaza con pares etarios. Continuaría en otras universidades del mundo o bien seguiría haciendo lo mismo informalmente. En vez de dirigir tesis doctorales, asesoraría a los jóvenes tesistas que me lo soliciten. Dictaría conferencias, como ahora. Militaría en alguna instancia de base, al igual que ahora. Escribiría del mismo modo que lo vengo haciendo. ¿Trastorno obsesivo-compulsivo con centro en el trabajo? Es un modo algo clínico de expresarlo psicoanalíticamente, aunque más coloquialmente podría también llamarse vocación o simplemente deseo. No me siento ni cansado ni disminuido y mucho menos aún desmotivado. Entiendo que a la mayoría de mis colegas les sucede algo parecido.
¿Qué hacer ante esta nueva escalada discriminatoria? En primer lugar solidarizarse por todos los medios posibles con los afectados. No encuentro ninguna otra alternativa ante la reproducción cariocinética de sellos sindicales burocratizados que nuclean a pequeñas minorías de los docentes. En este momento hay al menos 6 y todos peleados entre sí. Un ejemplo más de por qué la Argentina es un país sin izquierda real. Si alguna tarea previa a la pretensión de representar al conjunto de los docentes –víctimas actuales o futuras- les compete, es unificarse y darse formas organizativas e institucionales que contengan las fuerzas centrífugas, la burocratización y la corrupción. El llamamiento a un paro (como propone una fracción gremial) no sólo desconoce el particular carácter de las relaciones de poder y propiedad en la universidad sino que facilita las tareas discriminatorias al provocar vaciamiento y perjuicios a posibles aliados como los estudiantes o los empleados administrativos.
Mucho antes habrá que intervenir sobre la opinión pública nacional e internacional con debates y argumentaciones, sobre los estrados judiciales con amparos y protecciones, y sobre las autoridades universitarias recordándoles su pertenencia de claustro y de clase.
También de especie, ya que hasta el más joven de los estudiantes lleva siempre un viejo encima.
Emilio Cafassi
Fuente: Diario la República