Austeridad a la carta o institucionalidad antiburocrática
- Opinión
Al entusiasmo del descubrimiento del archivo digital de las audiciones radiales del Presidente Mujica debo sumar el que surge de la continuidad de la problemática de la burocracia en la última emisión, que complementa la anterior. Como ya sostuve, creo que es de las mejores contribuciones reflexivas que las izquierdas pueden hacer en general como autodefensa frente a riesgos degenerativos y parálisis, particularmente si logran luego encarnarse en medidas concretas que efectivicen barricadas ante el avance del fenómeno político-organizacional. Un primer pequeño gran paso viene dándose con estas exposiciones públicas de la preocupación del Presidente, aunque con ello sorprenda y desconcierte a su propia fuerza política al exhibir cierta improvisación y ausencia de elaboración y comunicación interna. Tal vez esto último refleje, paradojalmente, algún síntoma de este problema cardinal que es el personalismo, aunque me referiré hoy a una en particular que remite a la austeridad.. Sin embargo, no creo que sea casual que en Uruguay se reintroduzca este debate que tiene un extenso linaje analítico desde los orígenes de la sociología (con Marx, Engels, Comte o Weber) al que sucedió casi un siglo de confrontación de paradigmas interpretativos y opciones políticas estimuladas por la relevancia histórica de la revolución bolchevique y su burocratización e implosión posterior.
Las razones son múltiples. La primera es el carácter inédito de su fuerza política progresista. Su propia amplitud, que le otorga diversidad y complejidad, obligando al reforzamiento de lo colectivo por sobre lo individual, a la inclusión y en consecuencia a mantener lazos estrechos con las bases y la ciudadanía. Aunque estos vínculos se estén depreciando desde el acceso al gobierno y haya que prestarle atención al debilitamiento. Esto pone al FA ante el doble desafío de continuar afianzando su hegemonía política en la vida nacional -contra lo cual conspira su propia burocratización- y a la vez lograrlo sin ceder a la tentación del marketing video-político y las técnicas de seducción de imagen que son precisamente la negación más plena de la movilización política: el electoralismo burocrático y fiduciario in extremis. Esta lucha es excluyentemente frenteamplista tanto en el Estado como en su propio interior y en los movimientos sociales de los que participa. La derecha tiene otras preocupaciones y metodologías que en general son solidarias con la consolidación burocrática, la separación entre dirigentes y dirigidos y el beneficio personal de sus caciques. Se encuentra en los orígenes críticos del FA, aún antes de su propia fundación. Aparece por ejemplo en el ensayo de Benedetti “El país de la cola de paja”, que desnuda una idiosincrasia mediocre y la decadencia moral de toda la sociedad uruguaya, en los esfuerzos unificadores (de cúneo antiburocrático y colectivista) del movimiento sindical, entre tantos otros. Simplificando muchísimo hasta podríamos concluir que la tarea fundamental del FA es rescatar a la sociedad de aquella mediocridad y resignación originaria (de la que, obviamente, no es ajeno) aunque pueda cumplir a la vez un rol dinamizador o superador, que habrá que someter siempre a la verificación empírica de efectivización.
Pero existe algo más que permite complementar las hipótesis sobre la emergencia del debate y que excede al propio Frente aunque sean sus integrantes los más rigurosos exponentes de concreción: la austeridad. Es un fenómeno cultural que, sin que carezca de excepciones y desvíos, es reconocible en vastos sectores de la sociedad. Obviamente en la clase política la mejor muestra es la del propio Mujica, pero en el mismo espacio frentista hay muchas otras autoridades que han dado ejemplo en esta dirección, desde intendentes a ministros o legisladores. Es claramente apreciable, además, en el diálogo con estos actores del presente uruguayo. En el repaso de los obituarios que se centraron en el doloroso fallecimiento del dirigente Helios Sarthou, difícilmente se encontrará alguno que entre sus tantas contribuciones no haya destacado su desinterés y austeridad y personalmente adheriré. Tan rara y digna es la sociedad uruguaya como para que en tiempos de individualismo extremo y consumismo, la austeridad sea un valor.
La sola comparación con la anécdota de la orilla vecina donde la Presidenta (por lo demás, multimillonaria) utiliza el más lujoso y sofisticado de los aviones presidenciales para ir a buscar a su hijo (que ya tenía reservada una habitación en el hospital de Río Gallegos) a fin de internarlo por una artritis de rodilla en una clínica privada, exalta las diferencias culturales y la predisposición o bloqueo a cualquier reflexión posible sobre la burocratización de las fuerzas políticas, dirigentes y el Estado. Es el mismo avión que suele encender sus turbinas sólo para transportar a su hija Florencia a cumpleaños (un Boeing 757 comprado por el ex presidente Menem cuya configuración de clase única permite llevar 280 personas y que gasta un promedio U$S 15.000 de combustible por hora) y que a veces vuela incluso sin pasajeros a fin de alcanzarle a Cristina diarios del día o algún necessaire olvidado a El Calafate, donde descansa los fines de semana. Es sólo un ejemplo revelador de la indistinción entre cuestiones personales y de Estado y entre bienes privados y públicos. Ya en presencia de estos síntomas no estamos ante alguna tendencia incipiente o cierta consolidación, sino en el límite extremo en el que la burocratización da paso a la corrupción más desembozada e impune, que no sólo es prerrogativa del kirchnerismo en sino de la clase política argentina en general y del peronismo en particular. Es hasta hilarante el argumento jurídico de que el uso de la flota aérea corresponde a toda la familia presidencial porque está avalado por un decreto de su extinto marido, Kirchner. Si este procedimiento fuera legítimo, ¿en qué punto se diferenciaría una república de una monarquía si sólo basta con autoconcederse cualquier dispendio, libertad excepcional o derecho exclusivo para disponer inmediatamente de ellos?
La referencia a la austeridad (y su contracara ejemplificativa argentina) no sólo se explica por mi admiración ante la actitud de buena parte de los dirigentes izquierdistas uruguayos, sino porque lo concibo como un componente importante, quizás inicial, de una posible política antiburocrática que considero aún incompleta en tanto desistitucionalizada o simplemente remitida al campo de la ética personal o de una opción subjetiva. Si efectivamente se juzga como valor o virtud no puede quedar simplemente ligada a una elección personal sino que debe institucionalizarse. Si el espíritu que anima las alocuciones de Mujica es el de que la función pública no puede ser para beneficio personal o inclusive más radicalmente aún en el Presidente Evo Morales, debe empobrecer económicamente al funcionario porque eso lo dota de autoridad, ¿cómo lograrlo en sociedades donde rige la desigualdad estructural?
Creo que a través de dos posibles caminos. Por un lado, el que Marx reivindica de los comuneros de París de 1871 en su libro “La guerra civil en Francia” que muy sintéticamente consiste en limitar los salarios de cualquier dirigente al de un obrero calificado, entre muchas otras medidas que no hacen a la economía. Por otro, el otorgamiento de una suerte de licencia gremial con plena estabilidad laboral mientras dure en sus funciones, que es la que creo que mejor plasma institucionalmente el propósito de evitar que la función pública produzca beneficios personales, al tiempo que reconoce la existencia de desigualdades en la sociedad y el peso relativo que ocupa la búsqueda de ingresos en los proyectos de vida de cada ciudadano. Poniendo esta última opción en términos más ejemplificativos aún, el obrero, el empleado o el docente, debería cobrar idéntico sueldo y se le debería conservar su puesto de trabajo mientras dure su cargo electivo o de confianza, lo mismo que a cualquier otro trabajador, incluyendo gerentes de empresas públicas o privadas. Caso distinto será el de un rentista, que si vive de rentas puede continuar sistentádose con esas fuentes si quiere contribuir a la función pública. Idéntico para un jubilado. Esto volvería innecesarias las renuncias a buena parte de los ingresos como hacen, por ejemplo, Mujica o De los Santos.
Seguramente habrá excepciones que contemplar porque la desigual distribución de los ingresos e inserciones laborales y hasta “rebusques de vida” plantean un escenario ciudadano heterogéneo, a veces al límite de la violencia y la barbarie, y sin duda no totalmente mensurables en la economía formal. Pero el hecho de que existan excepciones a considerar no justifica la ausencia de institutos restrictivos a los beneficios de los cargos públicos, dejando librado a una elección subjetiva y personal el rechazo de prebendas o beneficios. Huelga señalar que en modo alguno este simple instituto agotaría la multiplicidad de mecanismos político-organizacionales de enraizamiento de la burocracia, aunque atacaría un primer aspecto de importancia. Para ello habrá que caracterizar cada uno para pergeñar la batería de institutos que los debiliten.
Aún en este plano exclusivamente subjetivo, la limitación de ingresos pecuniarios no mitiga plenamente el interés personal por la función pública jerárquica, ya que el ejercicio del poder en sociedades en que no se encuentra distribuido y socializado, actúa no sólo como atractivo sino como estimulante de la defensa y continuidad del privilegio. La serpiente del interés personal por sobre el común puede acechar en ámbitos mucho más modestos y menos previsibles aún que los camarotes y oficinas de los aviones suntuarios, el esplendor y la magnificencia.
- Emilio Cafassi es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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