Para avivar el espíritu: La inquieta palabra del pastor Raúl Suárez
09/02/2012
- Opinión
Este es uno de los nuevos títulos de la Editorial Caminos en la Feria Internacional del Libro de La Habana. Sus compiladoras Elizabet Rodríguez e Idania Trujillo nos regalan en un volumen una selección de las intervenciones y escritos del Reverendo Raúl Suárez. Como adelanto publicamos las palabras de presentación de este libro, que llevan la firma de Fernando Martínez Heredia. .
Conocí a Raúl Suárez en «los escombros», aquel testimonio del mazazo como de la ira de Dios que había golpeado a Managua siete años antes, abandonados por la incuria de los criminales recién derrocados por el pueblo con su Frente Sandinista. Era un pastor cubano, un hombre de iglesia que venía a ofrecer solidaridad a aquella gente maravillosa a la que el ejercicio de su triunfo comenzaba a enseñarles que casi todo estaba por hacer. Me impresionó mucho la actitud de servir y la gran lucidez de Raúl, y comenzamos a conocernos.
Tanto tiempo después, cuando me pidieron escribir unas palabras para el inicio de este libro que contiene una selección de textos suyos, me desconcerté un poco. Nunca se me había ocurrido escribir de Raúl. Pero pronto se me hizo clara la causa: casi nunca se me ocurre escribir acerca de mi familia. A lo largo de una vida muy activa, uno anuda relaciones muy fraternales, nacidas de las prácticas, los ideales y las vivencias que se comparten, pero que van mucho más allá. En Nicaragua aprendí que una organización política que ha exigido a cada miembro atenerse siempre a la causa y a su disciplina puede intentar ser efectivamente fraternal, además de ser lo que tiene que ser. Los sandinistas se llamaban hermanos entre sí —verbalizar ayuda—, y me di cuenta de que cuando se es hermano sin tener los mismos padres no hay que tener vergüenza de decirlo. Raúl Suárez es mi hermano.
Hecha esa aclaración, paso a Raúl. Si dejo fuera del censo a los enemigos de los pueblos, no he escuchado a nadie hablar mal de él. Pero se puede ser bueno —y es muy de celebrar que así sea— y nada más. Raúl es, en el buen sentido de la palabra, bueno. Ha ejercido su bondad en un tiempo de guerra —la contienda interminable que nos ha tocado— de una manera admirable: peleando siempre, sin perder nunca la piedad. El secreto, a mi ver, está en su altruismo. Todo el mundo sabe que el pastor Suárez vive, labora y predica para los demás, y que no lo hace por estar embarcado en una campaña con meta fechada, ni dentro de un cálculo mezquino o generoso, ni para dormir mejor. Por eso es que no tiene oratoria vacía, ni actos de relumbrón. La gente lo identifica envuelto en un ajetreo constante desde la hora de campo en que se levanta, metido en cosas cívicas o pastorales y logrando poner ambos campos en comunión, al mismo tiempo que escucha a cualquiera o le da un consejo. Este diputado por Marianao es de los que ejercen efectivamente su función respecto a sus electores; al mismo tiempo, piensa, vive, trabaja y se angustia con los problemas generales de la nación, y tiene y expone criterios acerca de ellos.
Tanto tiempo después, cuando me pidieron escribir unas palabras para el inicio de este libro que contiene una selección de textos suyos, me desconcerté un poco. Nunca se me había ocurrido escribir de Raúl. Pero pronto se me hizo clara la causa: casi nunca se me ocurre escribir acerca de mi familia. A lo largo de una vida muy activa, uno anuda relaciones muy fraternales, nacidas de las prácticas, los ideales y las vivencias que se comparten, pero que van mucho más allá. En Nicaragua aprendí que una organización política que ha exigido a cada miembro atenerse siempre a la causa y a su disciplina puede intentar ser efectivamente fraternal, además de ser lo que tiene que ser. Los sandinistas se llamaban hermanos entre sí —verbalizar ayuda—, y me di cuenta de que cuando se es hermano sin tener los mismos padres no hay que tener vergüenza de decirlo. Raúl Suárez es mi hermano.
Hecha esa aclaración, paso a Raúl. Si dejo fuera del censo a los enemigos de los pueblos, no he escuchado a nadie hablar mal de él. Pero se puede ser bueno —y es muy de celebrar que así sea— y nada más. Raúl es, en el buen sentido de la palabra, bueno. Ha ejercido su bondad en un tiempo de guerra —la contienda interminable que nos ha tocado— de una manera admirable: peleando siempre, sin perder nunca la piedad. El secreto, a mi ver, está en su altruismo. Todo el mundo sabe que el pastor Suárez vive, labora y predica para los demás, y que no lo hace por estar embarcado en una campaña con meta fechada, ni dentro de un cálculo mezquino o generoso, ni para dormir mejor. Por eso es que no tiene oratoria vacía, ni actos de relumbrón. La gente lo identifica envuelto en un ajetreo constante desde la hora de campo en que se levanta, metido en cosas cívicas o pastorales y logrando poner ambos campos en comunión, al mismo tiempo que escucha a cualquiera o le da un consejo. Este diputado por Marianao es de los que ejercen efectivamente su función respecto a sus electores; al mismo tiempo, piensa, vive, trabaja y se angustia con los problemas generales de la nación, y tiene y expone criterios acerca de ellos.
Como debe ser
Nacido y criado en un pueblo de campo de Matanzas, Raúl cortó caña, con sus hermanos y su padre, en los tiempos en que al peón le pagaban muy poquito dinero por su sudor. Al jovencito le surgió la vocación y eligió seguir el camino de Cristo. No contaré aquí su vida en pocas palabras —él lo ha hecho en un libro reciente—, pero es fundamental recordar que el joven seminarista se sumó muy temprano a la causa popular y, ya ordenado, enfrentó una sucesión de experiencias tremendas que lo formaron, envuelto en la tormenta colosal de la Revolución. Compartió con los hombres y las mujeres de este pueblo la pobreza y el heroísmo, las alegrías y los dolores, las discusiones, las disyuntivas y los desgarramientos personales, las victorias y las derrotas, las visiones de un futuro luminoso y la prehistoria de la humanidad. A diferencia de otros, esa formación acendró su fe y su práctica religiosa, al mismo tiempo que sus convicciones y sus actuaciones revolucionarias. Y le sirvió como brújula frente a tirios y troyanos. El pastor que tuvo que poner tienda aparte para seguir en el camino de Cristo es el mismo que enfrentó la mezquindad del dogmatismo imitador de la cultura atea.
Cuando hace veinte años se desencadenó la gran crisis, Raúl Suárez estaba preparado para servir más a su pueblo y a su fe. En medio de la hecatombe y en días ominosos, asumió iniciativas propias y tareas de la comunidad y del país que proyectaron a este hombre tan humilde al proscenio y le dieron personalidad y funciones públicas. El pastor Suárez que la mayoría del pueblo conoce y admira es el de los hechos y jornadas de estos últimos veinte años, el de Pastores por la Paz y la iglesia en Pogolotti, el de las delegaciones y las sesiones de la Asamblea Nacional, el de la televisión y las calles de un barrio. Su palabra, sus hechos y su ejemplo son seguidos y comentados; ese conjunto, y su prestigio, constituye uno de los baluartes morales y políticos de la Cuba contemporánea. Pero no podrá entenderse a este Raúl sin recordar que en las décadas anteriores vivió y se formó sin saber que también lo hacía para el día en que hiciera falta asumir nuevos papeles. Esa es quizá la fuerza mayor de la Revolución: ser creadora de personas que se vuelven muy superiores a sus circunstancias, que echan su vida día a día al ruedo de la sobrevivencia o de un reclamo menor, pero que poseen capacidades, conciencia y experiencias para estar dispuestos y saber asumir, cuando llega el momento necesario, acciones y papeles trascendentes para la sociedad.
Este libro recoge intervenciones y escritos de Raúl Suárez, en una amplia selección organizada de manera temática. No lo comentaré, porque todo lo que podría decirse de él al futuro lector está en el texto que sigue, «Para inquietarnos…», en una síntesis magistral por lo que explica y sugiere del contenido, y por la valoración que expone acerca de este pastor. Este trabajo excelente es hijo del amor de mujeres, una bendición que ha acompañado a Raúl en su vida. Aquí se pueden encontrar mucho de sus ideas y su trayectoria.
Falto de libros, de muchacho leí una y otra vez un Nuevo Testamento. De sus páginas aprendí una forma literaria que he admirado y gozado siempre, y por su gesta me puse de parte de Jesús para toda la vida, pero sin albergar fe religiosa alguna. Fue en José Martí que obtuve una educación básica en cuanto a concepción de la persona y la vida social, y ella, entre otros rasgos, es profundamente laica. Para mí, las devociones y la pertenencia a religiones son rasgos de las personas y de los pueblos, y por tanto, importantes y siempre respetables. Todo eso me hizo impermeable al ateísmo «científico», uno de esos pesos muertos que nos legó la reducción del socialismo a un empeño sin cultura propia, que pretendía la tarea imposible de perfeccionar la sociedad del capitalismo mediante el recurso de abolir el mando y la propiedad burgueses, en vez de lanzarse a crear una nueva sociedad totalmente diferente. Pero nunca he sido creyente religioso. He tenido la fortuna de compartir con un buen número de personas que sí lo son, y que viven su fe y dedican sus cualidades a los pueblos, y he anudado relaciones muy fraternales con varios de ellos. Le he sacado un enorme provecho a sus perspectivas y a su manera de ser humanos y revolucionarios.
Raúl Suárez es uno de ellos, pero es también el cubano de clase humilde y «del interior» con el que comparto recuerdos y el sentido de muchas palabras, es el compañero de las jornadas que nos ha deparado la vida en la Revolución, el hermano en las ideas y en el empecinamiento en perseguir un sueño que debe llegar a ser —como pedía Martí— la ley de mañana, o lo que es lo mismo, un cielo nuevo y una tierra nueva.
Cuando hace veinte años se desencadenó la gran crisis, Raúl Suárez estaba preparado para servir más a su pueblo y a su fe. En medio de la hecatombe y en días ominosos, asumió iniciativas propias y tareas de la comunidad y del país que proyectaron a este hombre tan humilde al proscenio y le dieron personalidad y funciones públicas. El pastor Suárez que la mayoría del pueblo conoce y admira es el de los hechos y jornadas de estos últimos veinte años, el de Pastores por la Paz y la iglesia en Pogolotti, el de las delegaciones y las sesiones de la Asamblea Nacional, el de la televisión y las calles de un barrio. Su palabra, sus hechos y su ejemplo son seguidos y comentados; ese conjunto, y su prestigio, constituye uno de los baluartes morales y políticos de la Cuba contemporánea. Pero no podrá entenderse a este Raúl sin recordar que en las décadas anteriores vivió y se formó sin saber que también lo hacía para el día en que hiciera falta asumir nuevos papeles. Esa es quizá la fuerza mayor de la Revolución: ser creadora de personas que se vuelven muy superiores a sus circunstancias, que echan su vida día a día al ruedo de la sobrevivencia o de un reclamo menor, pero que poseen capacidades, conciencia y experiencias para estar dispuestos y saber asumir, cuando llega el momento necesario, acciones y papeles trascendentes para la sociedad.
Este libro recoge intervenciones y escritos de Raúl Suárez, en una amplia selección organizada de manera temática. No lo comentaré, porque todo lo que podría decirse de él al futuro lector está en el texto que sigue, «Para inquietarnos…», en una síntesis magistral por lo que explica y sugiere del contenido, y por la valoración que expone acerca de este pastor. Este trabajo excelente es hijo del amor de mujeres, una bendición que ha acompañado a Raúl en su vida. Aquí se pueden encontrar mucho de sus ideas y su trayectoria.
Falto de libros, de muchacho leí una y otra vez un Nuevo Testamento. De sus páginas aprendí una forma literaria que he admirado y gozado siempre, y por su gesta me puse de parte de Jesús para toda la vida, pero sin albergar fe religiosa alguna. Fue en José Martí que obtuve una educación básica en cuanto a concepción de la persona y la vida social, y ella, entre otros rasgos, es profundamente laica. Para mí, las devociones y la pertenencia a religiones son rasgos de las personas y de los pueblos, y por tanto, importantes y siempre respetables. Todo eso me hizo impermeable al ateísmo «científico», uno de esos pesos muertos que nos legó la reducción del socialismo a un empeño sin cultura propia, que pretendía la tarea imposible de perfeccionar la sociedad del capitalismo mediante el recurso de abolir el mando y la propiedad burgueses, en vez de lanzarse a crear una nueva sociedad totalmente diferente. Pero nunca he sido creyente religioso. He tenido la fortuna de compartir con un buen número de personas que sí lo son, y que viven su fe y dedican sus cualidades a los pueblos, y he anudado relaciones muy fraternales con varios de ellos. Le he sacado un enorme provecho a sus perspectivas y a su manera de ser humanos y revolucionarios.
Raúl Suárez es uno de ellos, pero es también el cubano de clase humilde y «del interior» con el que comparto recuerdos y el sentido de muchas palabras, es el compañero de las jornadas que nos ha deparado la vida en la Revolución, el hermano en las ideas y en el empecinamiento en perseguir un sueño que debe llegar a ser —como pedía Martí— la ley de mañana, o lo que es lo mismo, un cielo nuevo y una tierra nueva.
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