Morir es transvivenciar

22/10/2011
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La muerte de cualquier personaje provoca un impacto mediático. Por eso los archivos de los medios guardan notas necrológicas de la reina Elisabet II y del papa Benedicto 16, de Pelé y de Neymar, de Demi Moore y de Sebastián Vettel.
 
La muerte no siempre avisa. Si un personaje muere por accidente, como Ayrton Senna y Lady Di, o debido a una causa inesperada, como sucedió con Michael Jackson o Amy Winehouse, las redacciones necesitan tener pronto el perfil biográfico del fallecido.
 
Acaba de morir Steve Jobs, a los 56 años. El impacto es tanto mayor cuanto más prematura e irreparable es la pérdida: no se pueden clonar cerebros y talentos geniales. Hay personas insustituibles. Como ya no están entre nosotros, nos quedamos sin parámetros de comparación, sin saber lo que harían en el lugar de quienes les sustituyeron.
 
Todos sabemos que nadie es inmortal. En un determinado día, mes y año del calendario cada uno de nosotros dejará este mundo. Lo que choca es ver morir a alguien antes de tiempo… sobre todo cuando se respira una cultura de prejuicio hacia la vejez.
 
Hoy día llamar viejo a alguien es una ofensa. A lo más se admite llamarle ‘persona de edad’. Y hay eufemismos para designar a quien pasó de los 60: tercera edad, edad mejor… En un vehículo vi escrito: “Aquí viaja la pandilla de la dignidad”.
 
Como viejo que soy, rechazo tales artimañas del lenguaje. La edad mejor es la de los 20 a los 35 años (la dictadura, al encarcelarme, me robó 4). Si se trata de eufemismos, mejor es ser realista y considerar, en los viejos, la pandilla de la eterna edad, puesto que estamos más cercanos a ella…
 
Nuestra cultura posmoderna casa muy mal con la muerte. Busca ansiosamente el elixir de la eterna juventud: gimnasios, anabolizantes, macrobiótica, cirugía plástica… En mi infancia se consideraba niño a quien tenía de 0 a 11 años; adolescente, de 11 a 18; joven, de 18 a 30; adulto, de 30 a 50; y viejo, a los mayores de 50.
 
Pero ahora se tiene la impresión de que niño se es de 0 a 18, cuando se vive dependiendo de los padres; adolescente, de 18 a 30, si aún no se tienen compromisos afectivos o profesionales; y joven, de los 30 en adelante, aunque se tenga 80 o 90.
 
El mundo se desencantó, dice Max Weber. Las religiones y las ideologías están en crisis. Se pregunta poco por el sentido de esta vida y por tanto mucho menos sobre lo que nos espera en la otra. La relativización de los valores y la desculpabilización ética exorcizan el miedo de padecer eternamente en el infierno.
 
La muerte, como hecho social, es tratada como inconveniente: no hay rituales fúnebres. Se muere en el hospital, se hace un breve velorio, se quema el cuerpo, se desparraman las cenizas al pie de un árbol. Y se pasa la página. No hay luto ni memoria del fallecido. Y en las familias ricas la pugna por la herencia comienza antes de que el difunto se enfríe.
 
Las escuelas debieran educar a sus alumnos respecto a los ritos de paso inevitables a lo largo de la vida. Así aprenderían que la muerte no merece credibilidad porque, en sí, no existe. Existe el paso para quien se fue y la pérdida para quien queda.
 
Hay familias que cometen el error de evitar que los niños permanezcan en el velorio de los seres queridos. Y entonces se quedan con un incómodo interrogante en la cabeza ante la desaparición del pariente querido.
 
No me gusta el verbo morir. Prefiero ‘transvivenciar’. Por una cuestión de fe y de sentimiento. Cuando nacemos todos ríen y nosotros lloramos. Cuando transvivenciamos sucede lo contrario.
 
La vida es un milagro excepcionalmente hermoso para encorsetarlo en los pocos años que nos son dados vivir. Creo que, al salir del capullo, todos nos vamos a convertir en mariposas, lo cual es más bello y promisorio. (Traducción de J.L.Burguet)
 
- Frei Betto es escritor, autor de “Minas del oro”, entre otros libros. http://www.freibetto.org/>    twitter:@freibetto.
 
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