Naturalmente histórico

24/07/2010
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Una parte significativa del pensamiento posmoderno encajó sin remilgos en el conjunto de valores del, así llamado, neoliberalismo. El individualismo extremo, la atención enfocada en las identidades y narrativas particulares, la desconfianza en los grandes relatos y en las construcciones colectivas, nutrieron las prácticas de disolución del estado de bienestar y de las redes de contención del salvajismo capitalista. Y se apoyó para ello en la defensa y extensión de algunas de las libertades civiles de las democracias occidentales. Allí pudo efectivamente florecer. La convivencia no resultó mayormente conflictiva ya que el nuevo reinado omnímodo del mercado no ponía en tensión la noción de sujeto, sino que, contrariamente, lo exaltaba en su abstracción permitiendo el despliegue de sus múltiples variantes concretas, matices y formatos, conforme se debilitaban las grandes referencias ideológicas. Las bestiales consecuencias sociales del giro reaccionario eran para esta variante reflexiva, sólo costos ineludibles de una conquista de capacidad introspectiva y reconocimiento de la diversidad y complejidad.
 
Inversamente, en nuestros países, el neoliberalismo fue impuesto a través de la inauguración del laboratorio histórico de los terrorismos de estado coordinados y cooperantes. Su introducción no contó con la multiplicidad discursiva ni la complejidad narrativa de la filosofía posmoderna sino que apeló al lenguaje formateado del bando militar, a la indigencia expresiva de la orden taxativa, a la homogeneidad del simplismo uniformizante y a la contundencia filosa del grito. La libertad estaba restringida a la empresa y no así a la industria cultural, debido a su potencial pluralismo. El sujeto resultante difería diametralmente del que se moldeaba en el norte con el cincel del solaz reflexivo y de la experimentación creativa autoreferencial. Aquí se construía al ritmo de la tortura, el encierro y el crimen. No me refiero sólo a las víctimas directas de estas vejaciones canallescas sino a la sociedad toda que se disciplinaba con el dolor de las víctimas, el ritmo de los fustazos y el taconeo de las botas. La única diversidad permitida y concebible era la posición en el mercado. El resto de las formas de expresión subjetiva estaban subsumidas al orden, la prolijidad, la obediencia y sobre todo al silencio. O a lo sumo, como salvoconducto excepcional, al exilio o la clandestinidad. Es decir, una subjetividad homogénea, acrítica, sensible a la voz de mando y aterrorizada.
 
El estado terrorista vino a erigir además, sobre los escombros de las conquistas sociales inmediatamente demolidas, un modelo cultural uniformista que preexistía en disputa durante el ascenso de los múltiples movimientos contestatarios y expresiones políticas y culturales. Los años ´60 y principios de los ´70 no sólo vieron emerger expresiones políticas radicales y hasta prácticas armadas sino también movimientos culturales que alteraron los cánones del arte popular y la estética personal, los modelos amatorios, las interrelaciones sociales, en suma, los estándares de consideración de la otredad. Las convergencias entre todas estas expresiones de la cultura no son ni mecánicas ni completas. La sinergia no se consolida porque el investigador descubra las sinapsis, sino que se desarrolla o no mediante prácticas concretas. Pero trato de subrayar que a un espíritu de época caracterizado por el cuestionamiento, la crítica sistemática, la experimentación y la voluntad transformadora, cualesquiera sean sus fronteras y lugares, se le oponía una también vasta reacción conservadora anclada en las tradiciones, el quietismo acrítico y la demonización discriminatoria. Los años ´60 fueron un escenario de confrontación polar con delimitaciones muy claramente trazadas, algo así como un hervidero de fundamentalismos radicalizados.
 
Uno de mis hermanos mayores, antes de caer preso por su militancia política y sindical, fue obligado por sus patrones bancarios a dejar la caja de atención al público y continuar cumpliendo sus funciones al resguardo de la mirada externa en un sótano. La razón del castigo fue su negación a afeitarse la barba. Pero también viví anécdotas cercanas de signo ideológico inverso. Un 26 de julio de hace dos décadas conocí a Fidel Castro invitado por el gobierno cubano. Obviamente permanecí luego escuchando su larga y fascinante pieza oratoria ante una multitud que soportaba al sol los 40° de temperatura en la Plaza de la Revolución. Entre la variedad de temas abordados e inmejorablemente desagregados, intentó una explicación a la por entonces llamada “crisis de las embajadas” por el refugio de disidentes en la embajada española. Sugirió que se trataba de víctimas de una “enfermedad repugnante” en alusión a la supuesta homosexualidad de los protagonistas. Creo que ya Cuba abandonó esa lamentable postura inquisitoria. Mucho antes de que se debatiera el matrimonio igualitario, la amenaza al orden naturalizado estructurada en una demonología simétrica (aunque sobre otros sujetos) encontró siempre alguien sobre quién poder ejercerse. Porque su objetivo estratégico es la práctica discriminatoria misma, el disciplinamiento, la construcción de chivos emisarios, más allá de la elección táctica del sujeto social particularmente demonizado.
 
En los años de ascenso revolucionario fueron el pelilargo, el barbudo, el hippie, el bolche, el promiscuo, el rockero, el artesano, entre tantos otros posibles perfiles sociales o tribus urbanas execrados frente a la pira de la segregación. Sus antagonistas de entonces decían querer hacer lo que finalmente la dictadura hizo: meterlos presos, pelarlos, aislarlos, o matarlos (tal como deseaban los más radicales). La derrota del terrorismo de estado no implicó necesariamente la transformación del modelo socioeconómico que vino a imponer. Por el contrario, recién en este siglo comienza a insinuarse una incipiente ola de cuestionamientos al neoliberalismo con intentos progresistas de revertir, al menos, sus más groseras medidas antipopulares. Pero sí puso en jaque el modelo disciplinador de la vida social y dio impulso a un nuevo nivel de respeto por la diversidad, superior en cualquier nivel de análisis al maniqueísmo setentista en cualquiera de sus versiones.
 
Es así que hay otros fragmentos de la filosofía posmoderna a los que debemos algunas de las reapropiaciones que hemos hecho y que pueden y deben ser una usina permanente de autosuperación de las rémoras autoritarias y disciplinantes que aún quedan enquistadas al interior de las izquierdas, revolucionarias o reformistas. Una de ellas, aunque no la única, es la apelación al carácter “natural” de las prácticas mayoritarias y la consecuente condena a las minoritarias. Si bien creo que con Marx ya podría haberse dado por concluida cualquier concepción naturalista de las prácticas humanas, es indudable que después del descubrimiento del inconsciente y la estructura del aparato psíquico, de la fundación de la antropología y de la lingüística, es como mínimo de una ignorancia supina fundamentar la conculcación de derechos o superioridades. No sólo para decepción de Freud, Morgan o Saussure, sino de un proyecto de emancipación humana que contemple el deseo.
 
Hace al menos un siglo que dejó de existir el “orden natural”, más aún en lo que a sexualidad respecta. El deseo no es natural para la especie humana, del mismo modo que no lo son la palabra y el lenguaje. No lo es esta contratapa, o lo es sólo en tanto está producida por un sujeto historizado, constreñido por su tiempo que, a diferencia de un robot, es parte de la naturaleza, lo que resulta una banalidad. El domingo pasado manifesté mis diferencias tanto con los segregacionistas que objetan el matrimonio igualitario cuanto con el movimiento gay que vanagloria la miserable institución conyugal, discriminatoria de otras prácticas eróticas y sociales (desde la poligamia hasta el simple adulterio) además de introductoria del estado en la vida privada. Si se trata de preservar derechos (como la protección de la salud o la jubilación) es necesario discutir cómo se extienden y garantizan esos derechos como derechos ciudadanos, independientemente del grado de genuflexión que se tenga ante el estado a través de la institución patriarcal de la familia nuclear. Si se trata de garantizar los modos de transferencia patrimonial como la herencia habrá que discutir este instituto y aprovechar desde la izquierda para ponerlo en cuestión. El amor es algo privado e íntimo. Lo público es la ciudadanía y sus derechos.
 
La última referencia a las miserias conceptuales naturalistas es la que le atribuye a cualquier forma alternativa a la tradicional riesgos de perversión o tendencias antisociales, algo que la Iglesia sostuvo hace 120 años cuando se instituyó el matrimonio civil o más cerca cuando se sancionó la ley de divorcio. ¿Acaso los modelos familiares conocidos (y naturalizados) garantizaron resultados humanos dignos de orgullo y superación histórica de la subjetividad? ¿De qué modelo familiar surgieron grandes monstruos contemporáneos como Pinochet, Goyo Álvarez, Videla, Hitler, Stalin y, permítanme decirlo aquí, J. M. Bordaberry? ¿Fueron adoptados por gays o lesbianas, o por el contrario nacieron y se criaron en familias nucleares heterosexuales “bien constituidas”? Este solo señalamiento bastaría para recomendar la experimentación de alternativas.
 
Aunque sea por el natural instinto de conservación.
 
- Emilio Cafassi es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
https://www.alainet.org/fr/node/143030?language=es
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