Alud de soja y salud en crisis
- Opinión
Por exceso de velocidad no van a multar a este gobierno. Tras cien días de vicisitudes potenciales, inminentes y reales, mezcladas en ajustadas dosis cotidianas, el gobierno ha decidido darle un lugar a las instancias legislativas en el diferendo sobre un impuesto o detracción a la exportación que ha sido fuertemente rechazado por las patronales rurales que vieron con él, disminuir sus cuantiosas ganancias.
Y el paso dado es en rigor un formidable segundo momento del cual hay que alegrarse, más allá de las voluntades particulares o políticas, de los actores principales en juego. Segundo momento en el desvelamiento del drama que ha significado la soja y la agro-exportación desregulada en Argentina.
El primer momento fue el que desató, precisamente, el presente conflicto cuando desde el gobierno, inesperadamente, se habló y se criticó la sojización, hasta entonces intocada, y las gremiales rurales patronales objetaron el achique reiterado de ganancias.
Es significativo que durante largos cien días con una enorme cobertura mediática, persistan algunas ausencias como ser las de las corporaciones que proveen de semillas, agrotóxicos y fertilizantes a la agroindustria cada vez más expandida en el país. Estas ausencias en el cauce mediático principal han sido señaladas en algunos análisis. Llama en cambio más la atención el ensordecedor silencio mediático sobre el tema de la salud y la contaminación que al parecer viene como siamesa unida a la expansión agroindustrial. Salud ambiental, vegetal, animal y humana. Silencio que la persistencia de algunas, pocas, voces disonantes, como las hasta cierto punto conocidas, del Nobel Alternativo Raúl Montenegro o de Jorge Rulli, no logran superar. Hay informes epidemiológicos llamativos pero brillan por su ausencia mediática. Al parecer ni a los grandes productores, ni a los medianos, ni al gobierno les importa esta escabrosa cuestión. Que sin embargo existe.
Imaginamos a los optimistas tecnológicos más tenaces, que abundan a izquierda y derecha del espectro ideológico, consolándonos diciendo que ante la expansión de anemias, cánceres y malformaciones congénitas, ante la desaparición de microfauna y microflora, la muerte súbita y generalizada de abejas, por ejemplo, los grandes excedentes logrados con la intensificación de rindes y cultivos, nos darán los fondos necesarios para que el genio humano encuentre las soluciones y supere semejantes contratiempos.
Claro que ese optimismo debe resultar difícil de alcanzar a quien le haya nacido un bebito anencefálico o con los miembros atrofiados, o quien ha percibido que el tendal de enfermedades producidas por “las mejoras tecnológicas” no lleva miras de achicarse y reducirse sino más bien de expandirse.
Difícil de compartir también entre campesinos expropiados por sojeros, por ejemplo, casualmente adheridos ─los sojeros─ a alguna de las tan célebres cuatro entidades rurales con la bandera celeste en ristre.
Pero si algo podemos agradecer a estas medidas de gobierno es precisamente el enorme significado que alcanza la socialización, siempre relativa, siempre insuficiente, de la problemática de la meneada sojización.
Sojización significa sencillamente que en el país ha operado un proceso de expansión del cultivo de soja que se ha convertido en el cultivo principal. Hay que agradecer a la enorme superficie del país, a su vastísimo territorio con los consiguientes climas y microclimas diferenciados, el que la soja no haya acaparado el 100% o el 90% de la actividad “del campo”. Imagine el lector que habría pasado con el empuje sojero si el país tuviera cien mil km2, como Cuba, digamos, u Honduras: no habría ni un terrenito “libre” de soja…
Trazo histórico mínimo y necesario
Si bien el cultivo de soja venía en desarrollo desde hace ya años, tanto en su modalidad convencional como de soja orgánica, cultivada sin agroquímicos, es a partir de mediados de la década de los 90, con el sultanato de Menem que se inicia una expansión a ritmo aceleradísimo, caracterizada sobre todo por su total desregulación; por el desmontaje de todo atisbo de control o regulación estatal, es decir pública.
El implante de la soja, ahora transgénica, corre por completo a cargo de empresas privadas, llamadas transnacionales, a la “vanguardia” de ellas, Monsanto, con su cuidada sede en Saint Louis, EE.UU., y de otras organizaciones, nacionales, como la AFA, Agricultores Federados Argentinos S.C.L., que son, significativamente, conspicuos integrantes de la Federación Agraria Argentina: tienen el dudoso honor de hacer sus acuerdos para el cultivo inicial de la soja genéticamente modificada.
Es importante recordar que por ese entonces, bajo la presidencia de Bill Clinton, la soja transgénica se aprueba en EE.UU. por ser considerada una cuestión de “seguridad nacional”, para la cual la Casa Blanca se atribuyó el rol de aprobarla ante sí misma, obviando con el fast track todo trámite parlamentario, como poco antes, mediante firmas del Ejecutivo, el presidente también había obviado las objeciones que la FDA ─Food & Drug Administration, el organismo supremo para el control de alimentos y medicamentos de EE.UU.─, había presentado.
Bueno es tener en cuenta que cuando la Casa Blanca auspicia tales resoluciones en aras de la “seguridad nacional” lo hace con referencia a la seguridad de EE.UU.; no, obviamente, de Argentina.
Queda claro, nos parece, que la soja se introduce en Argentina, masivamente, como punta de lanza de lo que más tarde se llamará “el país de la soja” (el corazón sudamericano con territorio paraguayo, brasileño, boliviano, argentino y uruguayo), al que tanto aluden las compañías y laboratorios dedicados a la producción de la soja transgénica.
EE.UU. y Argentina: proveedores del mundo
Debemos conceder que el papel que la Casa Blanca a través del USDA ─Ministerio de Agricultura de EE.UU.─ le ha otorgado a Argentina no es de fácil rechazo. “Aliado” con EE.UU. en la globalización del agronegocio. Ejercicio supremo de la teoría de las ventajas comparativas. Avery nos lo señala bastante claramente. Es un personaje suficientemente importante como para que sus puntos de vista puedan ser tomados como representativos. Dennis Avery ha sido por años un alto funcionario del USDA, y se presenta como “analista agrícola Senior del Departamento de Estado”. Con la candidez característica de tanto estadounidense explica en la introducción a su libro Salvando el planeta con plásticos y plaguicidas,[1] que estaba “escribiendo otro [libro] que trataba sobre la importancia del libre comercio para la agricultura estadounidense.” Su última frase es reveladora de toda una concepción: la “importancia del libre comercio para la agricultura estadounidense” es otra manera de decir la preservación del suministro de víveres por parte de EE.UU. a países que vayan perdiendo así su soberanía alimentaria.
1995 es el momento del despegue de la soja transgénica en Argentina y las consiguientes cosechas que van a ir estableciendo un récor cada año sobre el anterior. Cuando el conocidísimo jurisconsulto y hombre de derecho, perdón de derecha, Carlos Menem, desmantela todos los organismos públicos del país y entrega la política agraria a Monsanto, que es como decir, relaciones carnales mediante, a EE.UU., en su libro-cruzada dictaminaba Avery: “Solamente en EE.UU. y Argentina hay suficiente superficie fuera de producción (debido a políticas oficiales) como para alimentar a otros 1500 millones de personas.” (ibíd., p. 123)
Avery nos muestra así como se unen las praderas norteamericanas y las pampas argentinas en una política mundial. Guiada, claro, por el Ministerio de Agricultura de EE.UU. Hay estrategias que tienen horror a compartir.
Comercio global y dependencia vs. soberanía alimentaria
Por su parte, el horror que escudriña Avery a lo largo de su libro es a la “política de autoabastecimiento de alimentos”. Es decir que haya más y más sociedades venciendo la pesadilla del-barco-a-la-boca. Porque eso perjudicaría… a EE.UU… y, transitivamente, a Argentina. Con semejante política “quedarían torpemente ociosas más de 40 millones de hectáreas de las mejores tierras agrícolas del mundo ubicadas en países como EE.UU. y Argentina, y se obligaría al mismo tiempo a los productores agrícolas de Asia a roturar hasta el último rincón de tierra disponible.” (ibíd., p. 286).
Obsérvese el primoroso cuidado que nuestro consejero universal pone en atender las flaquezas ajenas, asiáticas en el pasaje citado.
Para decirlo con la altanería característica de los que están seguros de su verdad y sobre todo de su poder, unos años antes el secretario de Agricultura de EE.UU. John Block, declaraba: “la idea de que países en vías de desarrollo deberían alimentarse a sí mismos es un anacronismo de una era pasada. Podrían asegurar mejor su seguridad alimentaria confiando en los productos agrícolas de Estados Unidos, los cuales están disponibles, en muchos casos a costes más bajos.” (Ronda Uruguay, 1986, cit. p. W. Bello, “La destrucción de la agricultura”, www.rebelión.org).
Las reiteradas invocaciones de Avery para cubrir la demanda alimentaria (que, ciertamente, el colonialismo primero y el imperialismo después se han empeñado en construir) revela que la elite del agronegocio de EE.UU. era consciente de su insuficiencia; por eso el otorgamiento a Argentina en particular, pero poco después también a Canadá, del papel de “aliados” o auxiliares en tales suministros. En los ’90 la dirección estadounidense confiaba más en Argentina para la implantación del “modelo de la soja” que en el convulsio-nado Brasil, donde habían surgido considerables resistencias a los alimentos transgénicos. Tendrá que llegar Lula al gobierno de Brasil para que EE.UU. pueda avanzar algo más claramente en alianzas del agronegocio, vaya las sorpresas que nos depara la historia.
Por suerte, existen algunas sociedades, algunos gobiernos suficientemente “atrasados” que apuestan a la soberanía alimentaria. Tal es el caso de Venezuela, que es, empero, bastante complejo, porque coexiste, problemáticamente, la toma de conciencia de que el país no puede importar el 80 % de sus alimentos, que es la realidad actual, debida a un proceso de deformación provocado por la plétora petrolífera que ha ido postrando el quehacer alimentario, y junto con ello, la prohibición del presidente Chávez a los alimentos transgénicos dentro del territorio bolivariano, y como contracara de tales tomas de conciencia, que la prohibición de alimentos transgénicos no es hasta ahora sino un úkase chaviano sin ley que lo respalde, y por otra lado, que los acuerdos firmados por diferentes jerarcas del gobierno venezolano y del mismísimo Chávez con los titulares del agronegocio argentino, particularmente con el number one de la soja argentina, Gustavo Grobocopatel, son para importar maquinaria y modus operandi argentinos.
Lo que puede brindar Grobocopatel & Cía. es “el paquete tecnológico” que están implantando en Argentina, que se caracteriza, p. ej., por articular la producción de 500 ha con un único operario a bordo de las máquinas de la siembra directa. Lo que ha sido definido con razón como “una agricultura sin agricultores”. Y que es algo más que eso. Sin agricultores pero con contaminación. Como lo resume Rulli en uno de sus fermentarios editoriales radiales, “explicando” por qué el modelo sojero no tiene la menor intención de repoblar el campo (que por otra parte acaba de vaciar), dice: “ya que se sabe que no tendría sentido y hasta sería suicida, el hacer soja y vivir en la chacra con la familia.” (editorial en Horizonte Sur, Radio Nacional, 29/6/2008).
Junto con esa ominosa perspectiva, aquella preocupación bolivariana de luchar por establecer o restablecer una soberanía alimentaria cuenta también con la tarea ardua y cotidiana de población campesina que desde hace décadas, de antes de la irrupción de Chávez, se ha pasado de la agricultura con agrotóxicos a la agroecología. Sobre la base precisamente, de su experiencia laboral y de vida, que los enfrentó a las enfermedades producidos por los agrotóxicos. Algunas redes agroecológicas venezolanas proveen a ciudades no tan pequeñas, como Barquisimeto, de buena parte de sus verduras y frutas, orgánicas.[2]
Volviendo a la Argentina, resulta muy oportuna la irrupción aparentemente tardía pero tal vez por ello real en el “conflicto de los cien días”, de un conjunto de agrupamientos y organizaciones de indígenas, pequeños productores y agricultores familiares que se han reunido en Rosario en junio criticando duramente al modelo de la soja, reivindicando la agricultura familiar y campesina, una agricultura propia: “reforma agraria integral, agroecología y la soberanía alimentaria”. Lo firman, entre otros, el Frente Nacional Campesino y el Movimiento Nacional Campesino Indígena.
Los nuevos aires que han oxigenado la cuestión rural en Argentina, pueden servir para impulsar una lucha contra el reinado de la soja que es el del desmantelamiento de los alimentos sanos que iban quedando. No parece fácil el enfrentamiento a la política irresponsable de la contaminación generalizada e impune. Y menos todavía luchar contra la dependencia alimentaria, con el infame sistema “del barco a la boca” que propugnan los Avery y los Block de “allá” y los Menem y los Grobocopatel de “acá”, que no afecta a la Argentina directamente (o lo hace en mínima medida).
En rigor, tanto aquí, como en Venezuela, en Uruguay y en todas partes, tendríamos que referirnos a una suerte de restauración de una agricultura propia, que todos, necesariamente tuvimos, porque en tiempos previos a la globalización, no había pueblo que pudiera ser tal sin alimentarse, sin poder alimentarse. Y saber que reivindicar la soberanía alimentaria implica el enfrentamiento con el imperialismo ahora estadounidense y sus políticas creadoras de depen-dencias estructurales, permanentes. Enfrentar un sistema “de intercambios” que ha convertido a los alimentos en arma de guerra y negocio. Como bien resumiera Paul Nicholson, de Vía Campesina: “los mercados alimentarios son un arma de destrucción masiva”.[3]
Casos como el de la situación venezolana actual complejizan el cuadro: la defensa de la soberanía alimentaria impulsada por el gobierno bolivariano coincide, al parecer, con los aportes de tipo Grobocopatel tendientes a instaurar el modelo del “paquete tecnológico” en los campos venezolanos. Liquida o ahoga todo proyecto sustentable sin químicos ni contaminación pero a su modo contribuye con la soberanía alimentaria.
Porque el proyecto “Grobo” es también “revolucionario” a su manera: una agricultura sin agricultores expulsa población, pero las asienta y seduce o pasiviza; viene con agrotóxicos y dependencias, pero es cómoda; con divisas y góndolas. Lo que hemos estado conociendo en Argentina en por lo menos los últimos diez años.
Aprender a darnos cuenta que la contaminación y la dependencia alimentaria vienen juntas y junto con “el éxito de la soja”, y proponernos resistir y buscar opciones.
[1] Editado en Argentina por la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes [sic], Buenos Aires, 1998, aunque el trabajo de Avery fue hecho y financiado en EE.UU. por el Hudson Institute, Indiana. El nombre de la Cámara, ligeramente defectuoso en castellano, en que debería llevar una segunda preposición “de” antes de “fertilizantes”, tal vez pague el precio a una traducción apurada, no ya sólo de frases sino hasta de instituciones...
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