Nueva Orléans y la bomba de tiempo
07/09/2005
- Opinión
Los miles de cuerpos humanos inertes que flotan o yacen bajo el agua en Nueva Orleáns podrían ser hoy los de seres vivos, probablemente hacinados en albergues a cientos de kilómetros de su ciudad y enfrentados a un futuro incierto, pero vivos. Cuántos sueños, añoranzas, amores, caricias, planes experiencias, sepultados para siempre. No propiamente bajo la inundación, una consecuencia largamente anunciada del paso de un gran huracán por la mítica ciudad del Mississippi. Sino como resultado de la insensibilidad, el maridazgo con el gran capital y el desprecio por los pobres de la pandilla gobernante en Estados Unidos. No consideremos por ahora otros ángulos y causales de esta debacle, que además de su alto costo en vidas y sufrimientos humanos ha arrasado un valioso patrimonio cultural. Centrémonos en un solo aspecto: hubiese bastado con tener listo un efectivo plan de evacuación y la voluntad política de hacerlo funcionar para evitar que se perdiera una sola vida. Era lo menos que podía esperarse del país más rico y poderoso del mundo, al que sobran medios de transporte y dedica millonadas supuestamente a preservar la seguridad de sus ciudadanos.
Pero no, la consigna de las autoridades fue ¡sálvese el que pueda!, desentendiéndose de los que no tenían autos, ni dinero, ni un lugar a dónde escapar, negros en su mayoría. Decenas de miles, a los que después se les reprochó el haber “escogido” quedarse, quedaron atrapados por la inundación. Unos se ahogaron y otros han permanecido días atenazados por el hambre y la sed en los techos a donde nadie los fue a rescatar. Otros fueron a los refugios que se les indicó, totalmente desatendidos. Cuando la indolencia ante el drama se tornó un gran escándalo nacional que amenazaba gravemente la imagen de Bush II fue que comenzó a fluir lentamente la ayuda.
No debemos sorprendernos, el capitalismo se trata de acumular ganancias por una minoría. En la etapa neoliberal este rasgo seminal del sistema ha sido exacerbado al extremo con el “enflaquecimiento” del gobierno, la sustitución de las políticas de asistencia social por la “mano invisible” del mercado, la entrega de los servicios que antes eran públicos a la buena voluntad de las corporaciones y las instituciones caritativas. Fue grotesco el espectáculo de los dos Bush y William Clinton pidiendo donaciones privadas desde la Casa Blanca, centro de un poder que gasta en matar miles de veces más que lo que se requeriría para reconstruir Nuevo Orleáns y sostener a los refugiados decentemente por el tiempo necesario. Los personeros del imperio que exime de impuestos a millonarios y grandes empresas, mantiene cientos de bases militares en el mundo y ocupa dos países para beneficio de un puñado, mendigando migajas para los damnificados.
El desastre de Nueva Orleáns revela la profunda crisis moral que atraviesan el Estado y la clase dominante de Estados Unidos. Durante las últimas décadas y, particularmente, durante el gobierno del eterno vacacionista, se han recortado severamente los fondos de salud, seguridad social, servicios a la comunidad y de la propia agencia de protección contra desastres. Todos los recursos son pocos para la política de guerra y por eso los diques que impiden al lago Ponchartrain verter sobre Nueva Orleáns no fueron reforzados. El culto fanático por el lucro explica que cientos de kilómetros de manglares, indispensables para el equilibrio ecológico y para proteger la ciudad de las olas, fueran sacrificados a la especulación inmobiliaria. Bajo Bush, que se niega a ratificar el Protocolo de Kyoto, se han menospreciado como nunca los peligros del calentamiento atmosférico para no perjudicar las exorbitantes ganancias de las grandes petroleras estadunidenses. Como consecuencia, continúa elevándose la temperatura del mar, que propicia la aparición de temporadas de huracanes de insólita intensidad. En suma, no fue Katrina, sino la codicia, el racismo y el abandono por el gobierno de sus responsabilidades lo que destruyó Nueva Orleáns.
Este desastre mostró también el creciente tercer mundo existente dentro de la superpotencia, cuya magnitud actual ha azorado a los propios estadunidenses de clase media al verlo por primera vez en las pantallas de televisión. Una realidad que no interesará a los anunciantes de las grandes cadenas ni complacerá reconocerla a los privilegiados por el american way of life, pero una bomba de tiempo que puede hacer estallar al sistema.
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