El zapatismo y la democracia radical

04/01/2014
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La irrupción del movimiento zapatista y del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México, en 1994, constituyó un acto de rebeldía e impugnación de la violencia y la represión contra los pueblos indígenas; del colonialismo interno y del racismo solapado –pero latente- en las elites y la sociedad mexicanas; y del neoliberalismo y los tratados de libre comercio a la medida de los grandes capitales (no es casualidad que el tratado entre Canadá, Estados Unidos y México –TLCAN- entró en vigencia aquel año).
 
Con los indígenas del sureste mexicano, y la enigmática figura del Subcomandante Marcos, también ascendían al primer plano del debate y la reflexión algunos de los viejos problemas latinoamericanos como la cuestión indígena y campesina, la tenencia de la tierra y la pluralidad cultural, que el excesivo y anestésico optimismo de la globalización pretendía dejar en el olvido.
 
Precisamente, en el momento cumbre del neoliberalismo mexicano, en los estertores de la que había sido la primera revolución de nuestra América en el siglo XX, el México que pretendía nacer al Primer Mundo de los países desarrollados contemplaba “una revolución inédita en toda América Latina: declaraba no buscar la toma del poder y declaraba la guerra al ejército mexicano; pedía la renuncia de[l] [presidente Carlos] Salinas y declaraba buscar las condiciones para la democracia real; reclamaba los derechos de los indígenas desarrollando una presencia en los medios de comunicación, con un discurso novedoso que despertó profundas simpatías”[1] en todo el planeta.
 
Para el intelectual mexicano Pablo González Casanova, el zapatismo aparece “como un movimiento posmoderno extraordinariamente original y creador”, entendiendo por posmoderno“ un movimiento histórico que ocurre y aprovecha las experiencias históricas de los proyectos anteriores socialdemócratas, nacionalista-revolucionarios y comunistas, para no cometer los errores que aquéllos cometieron”, los elementos de la revolución tecnológica, y que se lanza a una relectura del “proyecto universal desde el proyecto local y nacional y que sin caer en las generalizaciones del saber único, tampoco se queda en los particularismos, por hermosos que sean y por útiles que resulten para una acción concreta”[2].
 
La entrada en escena del zapatismo en el contexto del fin del siglo XX también fue una impugnación profunda de las formas y contenidos de la democracia liberal representativa que, tras la caída del socialismo real en Europa del Este, se presentaba al mundo, junto al capitalismo neoliberal, como el único camino a seguir: la etapa final de la evolución social y del desarrollo económico.
 
Tal impugnación, con todo y representar un momento de ruptura y de avance creativo sustancial en las luchas sociales y la búsqueda de alternativas en América Latina, mantenía su horizonte de significado afincado en los ideales políticos de la modernidad liberal, en muchos sentidos inconclusa y truncada en nuestra región. En uno de sus primeros comunicados públicos tras el alzamiento de 1994, el EZLN expresaba lo siguiente:
 
“La boca de nuestros fusiles callará para que nuestra verdad hable con palabras para todos, los que con honor pelean, hablan con honor, no habrá mentira en el corazón de nosotros los hombres verdaderos. En nuestra voz irá la voz de los más, de los que nada tienen, de los condenados al silencio y la ignorancia, de los arrojados de su tierra y de su historia por la soberanía de los poderosos… Iremos a exigir lo que es derecho y razón de las gentes todas: libertad, justicia, democracia, para todos todo, nada para nosotros[3].
 
La cuestión de la democracia se instala en el centro del discurso y las propuesta del EZLN, pero en un sentido radical: de restitución del poder al pueblo, a los de abajo. No es el reclamo por la democracia de las formas y procedimientos, sino la democracia como proceso de liberación de las mayorías. Por eso, para Susan Street la radicalidad del pensamiento zapatista no reside tanto en su ubicación revolucionaria en el espectro ideológico ni en su renuncia estratégica de “la toma del poder”, sino en:
 
“la adopción y expresión de una política del hombre donde a su vez se expresa la necesidad vital de la democracia –la necesidad de las mayorías pobres de constituirse en sujetos democráticos-, donde la democracia es coincidentemente una forma de gobierno y un modo de vida”[4].
 
Para esta autora, un elemento distintivo del pensamiento zapatista es que “propone una nueva racionalidad democrática (la argumentativa/dialógica), profundamente arraigada en los sentidos culturales (diversos y conflictivos) de las mayorías – de su presente y pasado indígena mesoamericano- capaz de contrarrestar o por lo menos combatir la racionalidad instrumental”[5].
 
Más claramente aún, el zapatismo logra establecer, desde su irrupción en el mapa político regional y mundial, un vínculo entre, por un lado, el imaginario emancipador liberal; y por el otro, las formas de organización y el ejercicio del poder propias de la cosmovisión indígena chiapaneca. Así, la concepción de democracia zapatista sintetiza tanto contenidos universales como locales, y se convierte en:
 
“expresión de una simbiosis entre ciertos sectores sociales (el campesinado indígena sin tierras[6]) y cuadros o activistas con experiencia en luchas populares más amplias que las chiapanecas. (…) Esta construcción del sujeto democrático concebida como la interacción entre líderes y bases (en contexto y relaciones determinadas) depende de la idea de la democracia como interpelación. Y esta idea es parte inherente de la “democracia maya” o la “democracia indígena”, entendida como la gestión colectiva, comunitaria, del consenso a través del convencimiento del otro en diálogo, donde se privilegia lo que se vive en el proceso: los valores y los sentimientos de “la voluntad mayoritaria” construidos entre sujetos cuyas prácticas responden a una racionalidad dialógica”[7].
 
Un aspecto central en la propuesta democrática zapatista, y que introduce una mirada crítica al modo de ejercer el poder en Occidente, es el concepto de mandar-obedeciendo, que “contiene la versión indígena de principios tales como la transparencia en los actos públicos, la revocabilidad de los elegidos o nombrados y la denuncia como deber cívico”[8], y supone, en sentido amplio, una reinterpretación de la soberanía popular desde la cultura indígena.
 
Walter Mignolo, por su parte, identifica tres dimensiones claves para la comprensión del movimiento zapatista y, en esa misma medida, para ponderar sus aportes a la construcción de alternativas que emergen de las condiciones de existencia específicas de cada comunidad, pueblo y grupo social. Una es la dimensión cultural, producto del encuentro entre intelectuales urbanos e intelectuales indígenas en la selva Lacandona, en la década de 1980, de cuyo diálogo y reflexiones deriva un movimiento nuevo, que no es marxista-leninista ni indigenista-milenarista, sino que apuesta por su propia representación. En palabras del Subcomandante Marcos, es la negativa a que “el zapatismo se convierta en una doctrina universal, como la del (neo)liberalismo o el (neo)socialismo”[9].
 
Otra es la dimensión política, donde la noción de democracia, como se indicó antes, es desplazada del discurso y las prácticas liberales tradicionales. Aquí, el zapatismo:
 
“acentúa el problema, más que la palabra: y el problema es la forma de gobierno que respete el principio de “gobernar obedeciendo”. Pensar la “democracia” desde este principio implica desmontar el concepto liberal de “democracia” sobre el cual se asentará luego su definición socialista, cambiando el contenido pero no los términos de la definición”[10].
 
Finalmente, Mignolo destaca la dimensión ética, que revindica la dignidad humana frente a la racionalidad económica neoliberal. El movimiento zapatista recupera para los indígenas la “conciencia crítica y la posesión de un espacio de dignidad humana que había sido escamoteada desde los Derechos de Gentes”; es decir, restituye su condición de sujeto, de protagonista de la propia existencia. Todo esto sin menoscabar “la atención que se presta a la comunidad, en vez de la individualidad, lo cual está ligado a las consecuencias políticas y al concepto de mandar obedeciendo[11].
 
Quizás donde mejor se ven aplicados los puntos medulares del pensamiento zapatista y los que podrían considerarse como aportes originales a ese esbozo de civilización nueva, es en la experiencia de los Caracoles o comunidades zapatistas.
 
Surgidas en el año 2003, tras el incumplimiento de los Acuerdos de San Andrés (que buscaban garantizar la autonomía de los territorios indígenas) por parte del gobierno mexicano, el movimiento zapatista avanzó en la construcción de municipios autónomos con autoridades y delegados nombrados por las comunidades, regidos por el principio de mandar-obedeciendo y bajo fuertes relaciones de solidaridad. Los Caracoles se constituyen así en pueblos-gobiernos, que asumen, como dice González Casanova, “la lógica del legislador de la alternativa”, para conformar “zonas de solidaridad entre localidades y comunidades afines en redes de gobiernos municipales autónomos que a su vez se articulan en redes de gobierno que abarcan zonas y regiones más amplias” [12] y que practican el autogobierno y la democracia directa para hacerse representar y, al mismo tiempo, para controlar a sus representantes en el cumplimiento de los acuerdos que adopta toda la comunidad.
 
A 20 años del alzamiento zapatista, y en una América Latina que supo ganarse un lugar protagónico como escenarios de las principales transformaciones y propuestas contrahegemónicas de la primera década del siglo XXI, es justo reconocer, celebrar y acompañar solidariamente al movimiento zapatista y seguir aprendiendo, con humildad, de sus experiencias y legados, que todavía tienen mucho que iluminar en los caminos del futuro latinoamericano.
 
- Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
 
NOTAS
[1] González Aróstegui, M (2003, diciembre). “Cultura de la resistencia: una visión desde el zapatismo”, en Liminar. Estudios Sociales y Humanísticos, Vol. 1, Núm. 2, Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Pp. 6.
[2] González Casanova, P. (2009) De la sociología del poder a la sociología de la explotación. Pensar América Latina en el siglo XXI (comp. Marcos Roitman). Bogotá: Siglo del Hombre Editores y CLACSO. Pp. 244-245.
[3]Citado en: Street, S. (1995). La palabra verdadera del zapatismo chiapaneco (un nuevo ideario emancipatorio para la democracia). Ponencia presentada en la reunión de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA). México, setiembre, 1995. P. 1.
[4] Street, op. cit. Pp. 2-3.
[5] Street, op. cit. P. 4.
[6]Como refiere González Casanova (2009: p. 274), en los años 1990 la región de Chiapas “tenía sin satisfacer el 27% de las demandas de tierras de todo el país. De los 10.600 expedientes en trámite en la Secretaría de la Reforma Agraria, 3.000 eran de Chiapas. Tras largos y costosos procesos, los campesinos no lograban nada. (…) Los sin tierra cobraron cada vez más conciencia de que mientras a ellos los habían empobrecido, marginado y excluido, los grandes propietarios tenían latifundios simulados que ni siquiera explotaban”.
[7] Street, op. cit. P. 7.
[8] Street, op. cit. P. 8.
[9] Mignolo, W. (1997). “La revolución teórica del Zapatismo: sus consecuencias históricas, éticas y políticas”, en Orbis Tertius, año 2, nº5. P. 65.
[10] Mignolo, op. cit. P. 66.
[11] Mignolo, op. cit. Pp. 70 y 73.
[12]González Casanova, op. cit. pp. 336-338.
 
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