Un día, allí, estuvo el paraíso

05/09/2013
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Estados Unidos tiene asegurado el petróleo para unas décadas –los muertos ajenos no cuentan- y la libertad, base de la democracia, está en retroceso en todo el mundo, salvo para los mercados y los mercaderes.
 
Hubo un tiempo en que los hielos llegaban hasta Gibraltar permitiendo el paso a pie entre África y Europa a los animales que por entonces poblaban ambos continentes. Durante miles de años, todavía, a largos periodos de frío sucedían otros calurosos de tal manera que cada diez milenios más o menos los polos se extendían o menguaban según estuviésemos en una glaciación o un periodo de deshielo. Los desiertos que se extienden desde Marruecos a Afganistán no lo fueron siempre y por mucho que nos cueste creerlo hasta hace cincuenta y cinco siglos el Sahara fue algo similar a lo que hoy aún es, aunque no por mucho tiempo gracias a la depredación capitalista, la cuenca del Amazonas. Fósiles de árboles tropicales, de hipopótamos, mamuts, cocodrilos, jirafas, demuestran que esa inmensa extensión de arena estuvo durante muchos siglos atravesada por grandes y caudalosos ríos que daban vida a miles de especies botánicas y zoológicas. Durante la última desglaciación, en la que vivimos actualmente, los hielos se retiraron hacia el norte, al igual que sucedió con las zonas templadas y tropicales. Aquel trozo de paraíso fue degradándose por el cambio climático natural hasta convertirse en el territorio árido que hoy atraviesan caravanas de tuaregs y de turistas atraídos por el exotismo de la pobreza extrema o por la amabilidad de sus pobladores. En periodos ya históricos, mesopotámicos y egipcios aprendieron a vivir en condiciones adversas inventando toda una serie de artilugios hidráulicos para controlar el agua de los tres grandes ríos que sobrevivieron: Tigris, Éufrates y Nilo. El agua se convirtió en el bien más preciado y quienes organizaban su uso en nombre de los dioses, en dueños y señores de vidas y haciendas. No por casualidad, allí nacieron las tres grandes religiones monoteístas: Los sacerdotes eran parte fundamental de la estructura de poder.
 
Dios, los dioses, se cebó con los indígenas de aquellas tierras, y cuando no la emprendía contra los filisteos, lo hacía con los babilónicos, egipcios, los habitantes de Jericó, Ur o Sodoma. Le cogió gusto, y aburrido como debía estar en lo alto de los cielos, envió plagas, prendió las cosechas atando bojas ardiendo a la cola de miles de zorras, llenó de sangre las aguas del Nilo y convirtió en estatuas de sal a los pervertidos sodomitas. Pero no era suficiente y en un ataque de locura decidió volver a llenar el desierto de agua y encargar a uno de sus siervos que construyese un barco grande y metiese en él a una pareja de cada especie animal, pues había pensado, sólo para hartarse de reír, que había llegado el final para todos aquellos que no supiesen nadar y guardar la ropa. Romanos, turcos, franceses, ingleses, yanquis… Dios se había guardado una última bala en la recámara: Tendréis arena como para vestir de ocre toda la faz del planeta y debajo de ella, a unos cientos de metros, cantidades enormes de oro negro formado con los restos de vuestro antiguo esplendor natural. Sí, franceses e ingleses, luego yanquis, hablaron con el Todopoderoso y les confió el secreto, partieron la tierra a tiralíneas mientras glorificaban a Lawrence de Arabia, formaron países inexistentes, colocaron en ellos a reyezuelos obedientes y en un rincón santo incrustaron a Israel –el jardinero fiel- para terminar de completar el mapa del infierno
 
Liderado por Gamal Abdel Nasser, el mundo árabe quiso alejarse de la ira de los dioses a principios de los cincuenta mediante el panarabismo, un movimiento nacionalista y populista con una pequeña influencia socialista que quiso acabar con las monarquías feudales impuestas por Occidente. La nacionalización del Canal de Suez y del oro negro desataron de nuevo –apenas habían pasado cuatro años desde la llegada de Nasser al poder- las iras de Marte y la guerra volvió a arrasar la tierra de los dioses hasta nuestros días. Nada importó que aquel movimiento panarabista que contagió a Siria, Irak, Túnez, Argelia y Libia en los años sesenta propiciara el laicismo, la liberación de la mujer –aunque parezca mentira por lo que nos han contado en las universidades de Irak hubo tantos hombres como mujeres-, la postergación de la ley islámica, de la Sharia, no, lo único que interesaba a Occidente era el oro negro: Jamás nadie se habría preocupado por aquella geografía arenosa y silícea si en su subsuelo los dioses no hubiesen colocado el maldito oro negro que queman los poderosos. El fin de la URSS –que apoyaba a los panarabistas-, la aparición de China como gigante económico mundial y la perspectiva de un futuro con petróleo escaso hicieron el resto: El mundo árabe, la tierra del oro negro, tenía que estar bajo control por el medio que fuese, lo mismo daba para ello que en la Casa Blanca estuviese Bush, Obama o Chou-En-Lai; igual que fuesen férreas dictaduras que régimenes autoritarios, progresivos o feudales. Su destino estaba escrito con letras de sangre sobre papel de gasoil, de tal modo que hoy sólo son estables los países sometidos a los intereses de Occidente con sangrientas monarquías feudales: Arabia, Marruecos, Catar y los Emiratos Árabes.
 
Al mismo tiempo que Occidente –Estados Unidos- imponía la guerra como forma de vida habitual para los países africanos y asiáticos poseedores de petróleo y no sometidos, los inquilinos de la Casa Blanca, el Pentágono y la CIA decidieron que el miedo no tenía por qué circunscribirse a esas naciones, sino que para guardar la viña era mucho mejor que también lo sintiesen los habitantes del llamado mundo desarrollado. Informativos europeos y yanquis, miles de películas difundidas hasta la saciedad, tertulianos de toda laya y gobiernos diligentes nos hicieron ver que si se gastaban millones y millones en poner enormes aparatos para escanear nuestras maletas en terminales de aeropuertos y estaciones de ferrocarril, no era para fomentar un inmenso negocio sino por nuestra seguridad; que si nos hacían una palpación rectal, es decir, nos metían los dedos en el culo al desembarcar en una gran democracia no era un acto de tortura contrario a los más mínimos y elementales derechos humanos, sino por nuestro bien, de tal manera que al sometimiento militar del mundo del petróleo árabe, siguió la imposición del negocio de la seguridad en todo el mundo, prevaleciendo muy por encima del principal derecho y valor de todo ser humano: La libertad.
 
La jugada no podía salirles mejor. De momento Estados Unidos tiene asegurado el petróleo para unas décadas –los muertos ajenos no cuentan- y la libertad, base de la democracia, está en retroceso en todo el mundo, salvo para los mercados y los mercaderes.
 
https://www.alainet.org/es/articulo/79018
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