La coincidente y matizada desaparición de las distancias
- Opinión
En una reciente y lluviosa noche guayanesa de domingo mi hija, Emelys, invocó, enriqueciendo extraordinariamente el mundo de su abuela, la inmensa e intolerable sabiduría alcanzada por el inmortal Melquíades: ese personaje fantástico que nos regaló Gabriel García Márquez en su novela Cien años de soledad.
Nos deslumbró, guiada desde el eterno y subyacente universo macondiano que indeleble reverbera en el alma de todos los latinoamericanos, con una proeza inestimable en esta Venezuela revolucionaria cada día más depauperada e incomunicada: “eliminó las distancias”. Ella, para el éxito de tan infrecuente logro se valió, después de sortear las constantes e imprevistas interrupciones de la energía eléctrica y la lentísima e intermitente conexión a internet, de una video-llamada desde su teléfono inteligente dotado con la versátil aplicación Whatsapp. Mientras que el gitano Melquíades, en su segunda visita a Macondo en la que reveló el “último descubrimiento de los judíos de Ámsterdam”, necesitó, sumergido en el Realismo Mágico de aquellos tiempos idos, del “catalejo y una lupa del tamaño de un tambor”: “La ciencia ha eliminado las distancias, pregonaba Melquíades”. “Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa”.
El inolvidable pasado
La abuela paterna de Emelys; Luzmila, con sus ochenta trajinados años aún recuerda cómo si fuera ayer, abrumada por la tristeza, el día en el qué buscando un mejor futuro para sus hijos emigró, hace ya lejanos cuarenta años, de su natal y amada pero compleja y violenta Medellín. Junto a su inseparable compañero de toda la vida, Hernando Arturo, - y sólo Dios se lo llevó hace pocos meses- y sus cuatro pequeños hijos, aterrizó con pocas maletas y menos recursos, pero repleta de planes e innumerables ilusiones en la pacífica y rica Venezuela; en la pujante Guayana de principios de los años ochenta. Allí nacieron sus ocho nietos, allí nacieron sus dos bisnietos, allí sembró a su compañero de vida. La Venezuela petrolera, en plena expansión demográfica y económica, exhibía con incuestionable contundencia, para hacernos una idea aproximada de la impresionante magnitud de su bonanza, el ingreso per cápita más elevado de América Latina. Y Puerto Ordaz era, quizá, su principal vitrina. Ambos panoramas, desde entonces, tanto en Medellín como en Puerto Ordaz han cambiado radicalmente.
El milagro de Medellín
“La ciudad de la eterna primavera” es actualmente una de las ciudades más laureadas del mundo. La impactante y positiva transformación de Medellín en las últimas décadas la ha hecho merecedora de numerosos e importantes reconocimientos internacionales: capital tecnológica de América Latina, ciudad más transformadora del año, ciudad más “cool”, mejor destino turístico de Sudamérica, ganadora del “Premio Nobel de las ciudades”, ciudad sede de la Cuarta Revolución Industrial, entre muchos otros. Son famosas las Empresas Públicas de Medellín por los excelentes servicios públicos. Dispone de un efectivo y moderno sistema de transporte público, y ha logrado, también, una disminución plausible de la violencia. Admirada unánimemente por su sorprendente capacidad de innovación. En fin, la ciudad de moda en América Latina. El vigoroso progreso alcanzado por la urbe alimenta, sin duda alguna, el sentimiento de amor, orgullo y optimismo de los paisas por su bella ciudad.
El drama de Puerto Ordaz
“La ciudad del hierro” fue en su génesis una urbe pensada, planificada, modernísima; atractivo polo de inmigración de obreros, técnicos y profesionales del mundo entero. Enclavada en una de las más bendecidas y prometedoras regiones de América Latina; hierro, bauxita, oro, plata, coltán, diamantes, además; ríos caudalosos para el transporte fluvial y la generación hidroeléctrica, grandes bosques madereros, tierras generosas para la siembra y la ganadería, las reservas probadas de petróleo pesado más grandes del mundo, son apenas una muestra de la impresionante riqueza y vasta potencialidad que caracteriza a Guayana. Hoy, lamentablemente, luce en ruinas. Mucha de la gente talentosa, imprescindible para hacer uso inteligente y productivo de semejantes abundancias emigró.
La extensa zona industrial con su cementerio de galpones y empresas parece, sin exagerar, una zona de postguerra. La ciudad carece dramáticamente de servicios públicos decentes: el precario servicio de agua es racionado con inexplicable y desordenada frecuencia y en algunas sectores humildes de la ciudad sencillamente no existe, la energía eléctrica es suministrada con desconcertante irregularidad, el transporte público es ínfimo y está desvencijado, la recolección de la basura es un suceso novedoso –de hecho, los zamuros se sienten tan a gusto que planean confiados a baja altura y pernoctan y acechan en los techos de algunos edificios-, las solitarias calles y amplias avenidas deterioradas y con mediocre señalización e iluminación, la tenaz escasez de gasolina y gas doméstico condena a muchos guayaneses a caminar largas distancias y cocinar a leña.
La conexión telefónica y el acceso a internet sólo son posibles, en muchos casos, gracias a un sobrevenido golpe de buena suerte del expectante y afortunado usuario. En fin, y para no adentrarnos más porque la tragedia de la ciudad es gigantesca, podríamos con fría objetividad concluir que Puerto Ordaz es una ciudad destruida. Y destruida, fundamentalmente, por la implementación sistemática de descabelladas medidas de políticas económicas por sus cuestionados gobernantes que, increíblemente, exhiben sin pudor alguno un severo desconocimiento de los resultados de su bárbaro accionar y, en consecuencia, de la real situación de la ciudad, potenciado por una desfasada y alienante ideología, llegando a bordear preocupantemente las fronteras del paroxismo. A la inmensa mayoría de los guayaneses los embarga una demoledora impotencia por la devastación de su otrora modélica y pujante cuidad. No hay mal que dure cien años, y en esta tierra prodigiosa, sin ningún género de duda, resurgirá la ciudad cual ave fénix.
La manifestación de la magia
Cuando Emelys, en Puerto Ordaz, intuitivamente emuló la insumisión de Melquíades a la lógica cartesiana y en contravía a todo razonamiento logró establecer y estabilizar la video- llamada en sincronizada complicidad con su prima hermana, Diana Patricia, residente en Medellín se desató la magia: se eliminaron las distancias, se eclipsaron las contradicciones, se unificó la inabarcable constelación geográfica y temporal por el que navegan -en cielo despejado y a veces en cielo muy nublado- ambas urbes. Emelys, al colocar el teléfono entre las manos envejecidas y hacedoras de milagros de su abuelita, contemplaba maravillada cómo con desconocida y sobrenatural facilidad se desentendía de la subyugante y restringida cotidianidad y estupendamente se remontaba invicta sobre los cuarenta años que tenía sin apreciar la cálida y familiar mirada de sus hermanas. Las pupilas cansadas de la abuela se rebelaron sin miramientos contra el paso implacable de los años y se dilataron con imponente soberbia por encima de sus posibilidades para poder percibir con lujo de detalles, en la reducida pantalla del teléfono, el rostro cambiadísimo y reposado de sus hermanas, y reconocerlas en esa ventana límpida, inmodificable y perenne del alma que son los ojos. En ese instante el verbo se le tornó insuficiente, y lo sustituyó la emoción desbordada de su espíritu otorgándole, sin objeción, definitiva supremacía a las sonrisas y a las lágrimas. Las fronteras impuestas por la Historia: la terca e infranqueable distancia que hasta ese momento las separaba de repente cedió, desapareció; dándole entrada súbita y triunfal a ese universo espléndido, insondable, infinito, que los fundadores de Macondo descubrieron cuando Melquíades, pertrechado con el catalejo y la lupa, los prodigó de magia.
Por encima de las vicisitudes que Luzmila vivió y sigue viviendo, se superpone insuperable, invencible, más allá de sus ochenta años, la certeza absoluta de haber alcanzado la trascendencia, la esencialidad, la inmortalidad, en su largo y turbulento transitar por este mundo: contradictorio, desmesurado, matizado, inundado de luchas rutinarias y terrenales y, a la vez, insuflado con acontecimientos mágicos y milagrosos. El mundo del Realismo Mágico de Gabriel García Márquez y Arturo Uslar Pietri: el mundo en el que colombianos y venezolanos compartimos los mismos sueños…exactamente el mismo que Luzmila, replegándose serena en el atardecer de su vida, y Emelys, desplegándose inquieta en el amanecer de la suya, comparten con idéntica esperanza.
Jorgearturoecheverri@gmail.com