Los desafíos para las instituciones de educación superior
- Opinión
El impacto del coronavirus nos obliga a preocuparnos por concepciones de la realidad y de la vida, así como por comportamientos, hábitos y formas de hacer y de ser, que en otros momentos ya han mostrado sus flaquezas, pero que en la situación actual han revelado sus peores consecuencias. No pueden escapar de la mirada crítica, y preocupada, instancias que tienen por mandato ético (y legal) cultivar el conocimiento científico no sólo en su interior, y entre sus integrantes (alumnos, docentes, investigadores y cuerpo directivo), sino en la sociedad, a través de esa función tan mal entendida como los es la “proyección social”. En efecto, uno de los enormes déficits en la cultura predominante en nuestro país, y en otros, es el componente científico, entendido de una manera sistemática, amplia y lógica. Y no es que haya un divorcio entre las elaboraciones científicas de las instituciones de educación superior, y, especialmente, las universidades, sino que en el interior de estas últimas ni hay una actividad científica de envergadura ni es notable (no se diga predominante) una cultura científica entre sus miembros. Esto no desdice de los esfuerzos ni los empeños que algunas de ellas ponen en posicionar a la investigación con fundamentos científicos como eje fundamental de su quehacer.
Hago un paréntesis para ilustrar, con un ejemplo cercano, lo que digo. En una conversación familiar reciente, salió el tema de los seres que asustan, a los cuales, por cierto, niego cualquier existencia. Algunos miembros de mi familia, no. Entre ellos, una sobrina graduada de una prestigiosa universidad privada de nuestro país. Está firme en que, en los cementerios, asustan y que, a los seres que asustan, se los aleja diciéndoles un par de expresiones fuertes y amenazantes. Sobre esto último le hice ver que, si esos seres existieran y se tomaran el trabajo de buscarla para asustarla –y siendo lo poderosos que son— no tendría sentido que se alejaran porque ella los ultrajara. No se si le gustó o entendió mi razonamiento, pero lo prepocupante es que, por mi lado, no haya podido influir en ella para fomentarle unos hábitos de razonamiento científico, y, por el lado de la institución en que se formó, que, tras 5 años de estudios superiores, sus profesores la hayan mandado de regreso a la sociedad (y a su familia) con una visión incubada en la mitología popular, con la que probablemente ella ingresó a la universidad o que adquirió ahí (quizás por la influencia de sus compañeros).
Así pues, cabe sospechar que es la debilidad o ausencia de una cultura científica universitaria lo que está en la base no sólo de las pocas vocaciones científicas, sino de la escasa actividad (y calidad) científica, en las elaboraciones conceptuales y en la investigación empírica. Aquí no se trata de cuánto se presume de los doctores o las carreras de doctorado, o de los nombres pomposos (como Ciencia, Tecnología, Innovación u otras igualmente densas), sino de que estudiantes, docentes, investigadores y cuerpos directivos tengan-cultiven, como punto de partida mínimo, una concepción científica de la realidad, coherente y lógica, y el hábito de razonar científicamente.
Esa base es terreno fértil para, si hay recursos y dependiendo de ellos, haya quienes, en las instituciones universitarias o fuera de las mismas, puedan explorar científicamente determinados ámbitos de la realidad, y generen productos sobre ello. Y esa cultura científica y sus productos, deben irradiar hacia la sociedad, poniendo en jaque concepciones culturales erróneas y peligrosas para la vida de las personas. Ese es el mejor servicio que las instituciones de educación superior, universitarias y no universitarias, pueden prestar a la sociedad, a sabiendas de que no hay otras instancias que se dediquen al cultivo del conocimiento científico. Y es una tragedia social que la gente no lo reciba; es una tragedia que personas graduadas en las universidades, o investigadores y docentes, suyos no adquieran ni promuevan una sólida cultura científica; es trágico que integrantes clave de los centros de saber más importantes sean promotores de mitos, tabúes, argumentos mágicos, fantasías, falacias e irracionalidad; es nocivo, a la vez que trágico, que en no pocas facultades y departamentos académicos se cultive el rechazo a la ciencia y su descalificación como un saber sin importancia o de importancia semejante a mitos, magia y religión. También, aunque menos nocivo, es preocupante que se confunda a la ciencia con determinados procedimientos técnicos o determinadas prácticas (como la observación o la recolección de datos) olvidando que las teorías científicas son el soporte explicativo sobre cómo funcionan y se relacionan los fenómenos de la realidad. Abundan los profesionales, expertos en saberes procedimentales y normativos, que tienen torcida su concepción de la realidad, porque la misma no se nutre de explicaciones científicas establecidas. Se los suele ver, a veces en televisión, haciendo comentarios sobre la naturaleza humana, o la sexualidad, con argumentos tomados de morales religiosas trasnochadas, pero justificando sus posturas a partir de sus títulos como médicos, abogados o sociólogos. Y diciendo, sin darse cuenta de la debilidad de sus razones, que “la ciencia avala lo que ellos (o ellas) afirman”.
Dicho lo anterior, me pareció oportuno cuestionar a los miembros del equipo de reflexión (informal), del que formo parte, sobre lo siguiente: ¿cuáles son, a tu juicio, los principales desafíos que tienen, en estos momentos, las instituciones de educación superior del país? Estas son sus respuestas.
Carlos Mauricio Hernández (docente e investigador universitario): Voy a centrar mi respuesta en lo que concierne, específicamente, a la Universidad de El Salvador (UES), la única universidad pública del país, la cual tiene un potencial enorme para incidir en mejorar la sociedad salvadoreña en sus diversos males que la aquejan. Que ahora no tenga ese protagonismo deseado no sólo se debe a la falta de un presupuesto digno. Se pudiera aumentar en millones de dólares su presupuesto, pero, tal cual funciona en el presente, mucho de ese dinero no estaría alejado de manipulaciones internas en perjuicio del desarrollo académico o administrativo. ¿Qué se pudiera hacer para dignificar la exigencia de más presupuesto para la UES? Lo mínimo es realizar una auditoría externa o independiente de las autoridades universitarias, de tal manera que se tenga un diagnóstico franco que permita conocer con más claridad las necesidades financieras, así como los criterios técnicos y razonables de distribución de los recursos que se ha utilizado en los últimos años. Esto conllevaría a identificar o revisar los mecanismos de contratación de personal idóneo o calificado, es decir, es importante saber si en las contrataciones se toma en cuenta a las personas por capacidad académica, trayectoria o grado –y no por amiguismos, cuotas de poder o venta de plazas–. Ninguna persona sensata, que tenga aprecio por la UES, por el desarrollo académico y respeto por la ciencia, podría catalogar esta acción mínima de “injerencia” o de “intervención” violatoria de la autonomía universitaria. Al contrario, la transparencia es aliada indiscutible de esa autonomía. La misma Constitución en el art. 61 menciona que a la par de la entrega de fondos está la “fiscalización del organismo estatal correspondiente”.
Óscar González Márquez (periodista, comunicador e investigador social): Las universidades tienen diferentes desafíos. Uno de ellos tiene que ver con la formación superior y el empleo. ¿Deben preparar las instituciones educativas a los estudiantes para incorporarse al mercado laboral? La lógica de la vida indica que, tras la etapa formativa, continúa la etapa laboral, por lo que considerar que la universidad debe dotar a las personas de conocimientos, capacidades y habilidades para poder desarrollarse parece coherente. Y lo es. Pero no debe limitarse a ello. Las universidades tienen un rol que va más allá de acreditar profesionales que puedan convertirse en actores productivos. Las sociedades no sólo tienen demandas económicas, sino que sociales, ambientales y de conocimiento. Este conocimiento, además, no debe concebirse solo para saber hacer, sino para saber transformar la realidad misma. En este sentido, las universidades deben reflexionar sobre qué tipo de ciudadanos están formando y para qué. Si algo nos ha enseñado la pandemia, en este aspecto, es que las sociedades no pueden limitarse a aspectos productivos, según las necesidades económicas, sino que se debe promover un conocimiento que prepare a las personas para nuevos desafíos. Para ello, el conocimiento científico debe cobrar cada vez más importancia y las universidades deben convertirse en los pilares que lo sostengan.
Rommel Rodríguez (economista e investigador): No hay duda de que, en los últimos años, y como influencia del neoliberalismo en la región, los centros de educación superior han sido presa también de una finalidad rentable. No es malo servir conocimiento con el fin de obtener una retribución para sustentar la vida, pero, cuando se hace de este fin el último y único propósito, podemos vernos enfrentados con grandes contingentes de graduados sin una formación básica mínima. Bajo esta concepción los centros educativos ya no son un espacio para filtrar, durante el proceso formativo, a aquellos que cumplen los requisitos o estándares para llamarse licenciados, maestros, doctores y los que no, sino que opera una mentalidad industrial mediante la cual habrá tanta producción como el solicitante esté dispuesto a pagar y mantenerse en el centro educativo de formación superior. Con la formación a distancia, mediante clases virtuales y el uso de videollamadas y webinars este fenómeno podría verse profundizado. La asistencia a la video clase o video conferencia sin un rigor en el control por parte del docente puede derivar en el declive de la calidad académica de los graduandos. De ahí que sea importante que en estos momentos en el cual el mundo sufre la pandemia del COVID-19, los docentes no bajen la guardia en cuanto a las exigencias, asistencia, tareas, trabajos de graduación aduciendo el malestar que atraviesan los alumnos. También la situación puede verse seriamente afectada a raíz del impacto económico del COVID-19, según la cual el sector juvenil es uno de los más afectado al haber su perdido sus fuentes de ingreso, y las proyecciones son que la juventud será duramente presa del desempleo a partir de la contracción económica mundial que está en proceso. Las personas se educan, entre otras razones, con el fin de ser útiles a la sociedad mediante el trabajo y así procurarse un ingreso; pero bajo esta nueva realidad, los incentivos para acceder a una buena educación con el fin de aumentar las oportunidades de obtener un buen empleo y mejorar salarialmente en el futuro no serán tan fuertes. Otro desafío para los centros de educación superior es retomar su agenda de incidencia social y política en medio de la sociedad. En otras latitudes, es claro el papel de estas instancias en la promoción de centros de lectura en torno a un autor; de fomentar grupos que cultivan algún pensamiento filosófico; de instituir espacios de discusión permanentes sobre la realidad nacional, agenda internacional o temas científicos. Y como punto interesante, estas actividades se hacen en la mayoría de los casos de espalda a los medios de comunicación porque no se busca legitimarse públicamente a través de ellos, sino que son iniciativas que nacen de intereses académicos, coyunturales y que encuentran su mayor desarrollo en el alumnado, y posteriormente llegan al resto de la población. Los países de la región latinoamericana enfrentan graves retos en cuanto al desarrollo económico, esto ha llevado a algunos –que bueno que no a todos— a expresar que las carreras que deben prevalecer, y en las que cuales se deben enfocarse con mayor ahínco las universidades, son las técnicas, restando recursos a la formación humanística, filosófica y artística, y a la ciencia fundamental. Este es un enfoque erróneo, porque las carreras de este último tipo contribuyen en mejor forma a una cultura política, crítica y convivencia social, aunque no son determinantes en última instancia de esta. En un país como el nuestro, en donde existen graves carencias humanas, estas carreras pueden contribuir a una sociedad más diversa y rica en cuanto a expresiones culturales. Sin embargo, de nueva cuenta, esto no está en la visión de los educadores, sino la rentabilidad en el corto plazo.
-Luis Armando González es Licenciado en Filosofía por la UCA. Maestro en Ciencias Sociales por la FLACSO, México. Docente e investigador universitario.
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