Latinoamérica-Estados Unidos después de la pandemia
- Análisis
I
Latinoamérica y la zona del Caribe constituyen la reserva “natural” de la geopolítica expansionista de la clase dominante de Estados Unidos. Desde la tristemente célebre Doctrina Monroe, formulada en 1823 (“América para los americanos” …, del Norte), la voracidad del capitalismo estadounidense ha hecho de esta región del planeta su obligado patio trasero.
En todos los países de esta gran zona geográfica, desde el momento mismo del nacimiento de las aristocracias criollas, el proyecto de nación fue siempre muy débil. Estas oligarquías y “sus” países no nacieron -distintamente a las potencias europeas, o al propio Estados Unidos en tierra americana- al calor de un genuino proyecto de nación sostenible, con vida propia, con vocación expansionista; por el contrario, volcadas desde su génesis a la producción agroexportadora primaria para mercados externos (materias primas con muy poco o ningún valor agregado), su historia está marcada por la dependencia, incluso por un marcado y despreciable malinchismo. Oligarquías con complejo de inferioridad, buscando siempre por fuera de sus países los puntos de referencia, racistas y discriminadoras con respecto a los pueblos originarios -de los que, claro está, nunca dejaron de valerse para su acumulación a través de una explotación inmisericorde-, toda su historia como segmento social, y por tanto la de los países donde ejercieron su poder, va de la mano de potencias externas (España o Portugal primero, luego Gran Bretaña, y desde la doctrina Monroe en adelante, de Estados Unidos).
Sus políticos e intelectuales orgánicos, obsecuentes y genuflexos “perros falderos”, se encargaron de llevar ese racismo a grados máximos, justificando la explotación con presuntas ideas de “progreso”: “¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”. Domingo Faustino Sarmiento, presidente argentino entre 1868 y 1874, Diario El Nacional 25/11/1876, uno de los principales ideólogos de la “modernización” del país sudamericano (que trajo camellos para reemplazar a los “salvajes y toscos” caballos nacionales).
No queda ninguna duda que, en muy buena medida, el atraso comparativo y el clima de represión que han vivido los países de América Latina y del Caribe a lo largo del siglo XX y en lo que va del presente, tiene como causa la política imperial de Washington. Ello podría llevar a pensar, quizá con algo de ingenuidad, en la “perfidia” de ese país. Sería, en tal caso, el imperio más sanguinario de la historia, con mayores ansias de dominación, perverso por antonomasia.
Pero esa visión es corta, parcial, incorrecta en términos de análisis político-social. La situación concreta de Latinoamérica y su sujeción a los dictados de la Casa Blanca deben entenderse en la lógica del sistema imperante: el capitalismo, y en la dinámica propia que el mismo conlleva.
II
El capitalismo, desde sus albores, mostró una tendencia irrefrenable: su expansión como sistema y la concentración del capital. La necesidad de mercados, nuevos y cada vez más variados y extendidos, le es intrínseca. “La tarea específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido”, anunciaba Carlos Marx en 1858. Con el grito de “¡tierra!” proferido por Rodrigo de Triana desde el palo mayor de la nave insignia, la carabela Santa María la madrugada del 12 de octubre de 1492, se inicia la expansión del capitalismo y la verdadera globalización. Ahí la Tierra efectivamente se hace redonda, y los capitales comienzan a esparcirse planetariamente en búsqueda de 1) mercados (para realizar la plusvalía), y 2) de materias primas para la producción de nuevas mercancías, inventando interminablemente nuevas necesidades. De ahí a la actual obsolescencia programada y un consumismo voraz que destruye el planeta, simplemente un paso.
Todos los continentes se interconectan comercialmente desde aquel momento, y tres siglos después ya están totalmente definidas las tendencias: Estados Unidos aparece como la potencia emergente, con una dinámica de crecimiento que pronto va a superar al capitalismo europeo. Sus ansias expansionistas se hacen insaciables ya a mediados del siglo XIX (cuando aparece la Doctrina Monroe como una manifiesta demostración de fuerza ante Europa), y los países latinoamericanos terminan siendo su retaguardia.
Durante el siglo XX, y más aún después de terminada la Primera Guerra Mundial, en 1918, su crecimiento ya se demuestra imparable, superando económica y técnicamente a Europa; después de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, es claramente el dominador de la escena mundial. Sin haber sufrido el enfrentamiento armado en su territorio, con un continente europeo devastado, detentador en solitario del arma atómica -demostrada dos veces en Japón como exhibición de poderío- su producción representaba alrededor de la mitad del producto bruto mundial. La Unión Soviética es el único rival a la vista, más en el plano político-ideológico y militar que en lo económico. Estados Unidos hace de la región latinoamericana y caribeña su reserva natural, intocable. La Doctrina Monroe es una cruda realidad para los pueblos del continente.
Entrado el siglo XXI, la situación se mantiene igual. Según expresara con total naturalidad Colin Powell en el 2002, por ese entonces Secretario de Estado de la administración Bush cuando la potencia del norte intentaba poner en marcha un proyecto de libre comercio panamericano, el ALCA -Área de Libre Comercio de las Américas-: “Nuestro objetivo con el ALCA es garantizar para las empresas estadounidenses el control de un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio.” Dicho en otros términos: un continente cautivo para la geoestrategia de dominación de Washington basada en el saqueo institucionalizado de materias primas, recursos naturales, mano de obra barata y precarizada e imposición de sus propias mercaderías en una zona de reinado del dólar. Por supuesto que la dependencia se asegura también con la injerencia en las políticas internas de cada país, manipuladas, en definitiva, desde la Casa Blanca. Tan es así, y solo como un ejemplo más, aleccionador sin dudas, que quien fuera candidato presidencial hondureño en el 2018, Salvador Nasralla, pudo decir sin la menor vergüenza, afirmándolo: “Estados Unidos es quien decide las cosas en Centroamérica”.
Además de la descarada injerencia norteamericana en las decisiones políticas de la región, la dependencia se asegura, en último término, en las armas, en la fuerza bruta. Es decir: sus bases militares que hoy atenazan todo el subcontinente, desde Centroamérica a la Patagonia, en un número desconocido con exactitud, pero no inferior a 70.
Lo que establecen los llamados “tratados de libre comercio” -que, obviamente, de “libres” no tienen nada- impuestos por la Casa Blanca luego del fracaso del ALCA, firmados en forma bilateral por Washington y distintos países de la región, no deja lugar a dudas de quién manda y quién fija las reglas de juego: 1) Servicios: todos los servicios públicos deben abrirse a la inversión privada, 2) Inversiones: los gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión extranjera, 3) Compras del sector público: las compras del Estado se abren a las empresas transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se comprometen a reducir, llegando a eliminar, los aranceles de protección a la producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y eliminación de subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad intelectual: privatización y monopolio del conocimiento y las tecnologías, 7) Subsidios: compromiso de los gobiernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas en cualquier ámbito, 8) Política de competencia: desmantelamiento de los monopolios nacionales, 9) Solución de controversias: derecho de las transnacionales de enjuiciar a los países en tribunales internacionales privados.
La deuda externa de todos los países del área es técnicamente impagable. La sangría que experimenta la región no tiene fin; cada niña o niño latinoamericano que nace, ya debe 2,400 dólares. Eso significa que en el presupuesto nacional que tiene asignado a futuro, faltarán fondos para su salud, para su educación, para sus servicios básicos. Y esas impresionantes sumas de dinero que no están por aquí van a parar a los organismos crediticios de Bretton Woods, es decir: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, los cuales son manejados, fundamentalmente, por la banca privada estadounidense.
III
¿Por qué sucede todo esto? No por una maldad inmanente de los halcones que gobiernan desde Washington; es el sistema socio-económico imperante el que lleva a este estado de cosas. El capitalismo actual, absolutamente globalizado y dominador completo de la escena política internacional en estos momentos tiene, o al menos ha tenido hasta ahora, en Estados Unidos su principal exponente. Los megacapitales que manejan el mundo siguen siendo, en fundamental medida, estadounidenses, hablan en inglés y se rigen por el dólar. Según nos informa Erick Toussaint, entre esos grandes capitales “se encuentran una treintena de grandes bancos, una decena de grandes fondos de inversión -entre éstos BlackRock, Vanguard, State Street y Pimco que tienen un papel clavé-, y hay que agregar las GAAF -Google, Apple, Amazon, Facebook- [a veces también Microsoft], además de grandes conglomerados industriales, casi una decena de grandes sociedades petroleras, algunos grandes fondos de pensión”.
Ese capitalismo desenfrenado necesita en forma creciente materias primas y energía. La mundialización del “american way of live” lleva a un consumo interminable de recursos. Poder asegurarse esos recursos y las fuentes energéticas, otorga la posibilidad de manejar la Humanidad. Henry Kissinger, confeso asesino curiosamente Premio Nobel de la Paz, lo dijo sin ambages en 1973: “Controla los alimentos y controlarás a la gente, controla el petróleo y controlarás las naciones, controla el dinero y controlarás el mundo”. Esa es la consigna con la que la clase dominante de Estados Unidos maneja las cosas. Si algo falla en ese cometido: ahí están sus poderosas fuerzas armadas siempre listas para intervenir. Europa Occidental, cuna del capitalismo y otrora la gran potencia mundial desde el Renacimiento hasta entrado el siglo XX, ha quedado desplazada por la ex colonia británica del América del Norte. Los cuáqueros desembarcados del May Flower, trabajando, matando indígenas y explotando esclavos negros traídos del África, se posicionaron como la gran superpotencia.
Latinoamérica entra en su lógica de dominación global, ante todo, como proveedora de materias y primas y fuentes energéticas. El 25% de todos esos recursos que consume Estados Unidos provienen del subcontinente latinoamericano. Es imprescindible saber que, de las distintas reservas planetarias, el 35% de la potencia hidroenergética, el 27% del carbón, el 24% del petróleo, el 8 % del gas y el 5% del uranio se encuentran en esta región. A lo que debe agregarse el 40% de la biodiversidad mundial y el 25% de cubierta boscosa de todo el orbe, así como importantes yacimientos de minerales estratégicos (bauxita, coltán, niobio, torio), además del hierro, fundamentales para las tecnologías de punta (incluida la militar), impulsadas en gran medida por el capitalismo estadounidense. Esa búsqueda insaciable de minerales metálicos y no metálicos, imprescindibles para los nuevos procesos productivos, ha traído como consecuencia una masiva entrada de explotaciones extractivas en toda la región latinoamericana, con capitales de Estados Unidos básicamente, a veces enmascarados en empresas canadienses, presuntamente más respetuosas en los cuidados medioambientales, pero siempre en la lógica de acumulación por desposesión (aniquilando biosfera, pueblos originarios y culturas ancestrales).
Debe agregarse que en esta nueva fiebre conquistadora -como en pasadas épocas coloniales- vuelve a cobrar gran importancia el oro, no tanto por su utilidad práctica en la industria, sino como posible reemplazo del dólar, dada la tendencia a la baja en el concierto internacional que presenta la moneda estadounidense. Para desgracia de sus habitantes, Latinoamérica es un enorme reservorio de este metal precioso. La actual avalancha extractivista ha disparado sus precios al alza, y su explotación intensiva no repara en daños a la ecología. Por supuesto, el único beneficiado en todo esto es el gran capital estadounidense.
La deuda externa de toda la región hipoteca eternamente el desarrollo de los países, y sólo algunos grandes grupos locales -en general unidos a capitales transnacionales- crecen; por el contrario, las grandes mayorías populares, urbanas y rurales, decrecen continuamente en su nivel de vida. Lo que no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados Unidos, ya sea como pago por servicio de deuda externa o como remisión de utilidades a las casas matrices de las empresas que operan en la región.
Definitivamente, entonces, la gran potencia del norte necesita de Latinoamérica. La noción de “patio trasero” es patéticamente verídica: de aquí extrae cuantiosos recursos en la actualidad, es su reserva estratégica (Venezuela, por ejemplo, almacena en su subsuelo 300,000 millones de barriles de petróleo, suficientes para varias décadas de producción al ritmo actual, o el Acuífero Guaraní, en la triple frontera argentino-brasileño-paraguaya incluyendo también a Uruguay, es una reserva de agua dulce fabulosa -en la actualidad, solo en Brasil alrededor de 500 ciudades se surten de él-), le posibilita mano de obra barata para su producción transferida desde su territorio (maquilas, ensambladoras, call centers) y, pese a la actual política anti-migratoria de la administración Trump, sigue proporcionándole recurso humano casi regalado para la industria, el agro y servicios a través de los interminables ejércitos de indocumentados que siguen llegando a su geografía. Sin contar con el mercado cautivo que tiene para los productos que continúa elaborando en su propio país, y que obliga a consumir en Latinoamérica y el Caribe (piénsese en Hollywood, por ejemplo: el 85% de las películas que se ven en nuestros países provienen de Estados Unidos; o la dependencia científico-técnica en que se encuentra la región, virtual esclava institucionalizada de las “marcas registradas” de infinidad de mercaderías que llegan del norte). Argentina, por ejemplo, que en su momento “osó” tener un desarrollo endógeno propio con una pujante industria nacional, terminó convertida en un país eternamente endeudado, con un tercio de su población bajo el límite de pobreza, condenada a ser proveedora de soya transgénica en la división internacional del trabajo que le impusieron. Y, como guinda en el pastel, también con bases militares estadounidenses en su territorio.
IV
Todos estos intereses -vitales sin dudas para el mantenimiento de sus privilegios- la clase dirigente estadounidense se cuida muy bien de no perderlos. Para ello está su política exterior latinoamericana, consistente básicamente en el papel que juegan sus gobiernos, no importando si son demócratas o republicanos: la historia ya se muestra escrita desde siempre. Desde la época de Simón Bolívar, quien en 1829 dijera que “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad”, a nuestros días, la tendencia se mantiene similar. Para graficarlo, se podría apelar a una humorada muy pertinente: “En Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no hay embajada americana”. Tal como lo expresa el Documento Santa Fe IV (que fija sus políticas gubernamentales para el siglo XXI), titulado “Latinoamérica hoy”, del año 2000: “El poder del país [Estados Unidos] se basó ante todo en este hemisferio [Latinoamérica], a veces llamado Fortaleza América”. En otros términos: la región es vital para el proyecto hegemónico de Washington.
Dicho de otro modo: los intereses de los grandes capitales estadounidenses necesitan de los países latinoamericanos y caribeños. Para ello controlan la región al milímetro. La controlan con diversos medios: con la manipulación injerencista en la política local, con la dependencia tecnológica, con la impagable deuda externa, con la sujeción comercial. Y cuando todo ello no alcanza, con las armas. Sus intervenciones armadas en la región se cuentan por decenas. Muy aleccionador al respecto, las declaraciones del actual Secretario de Estado, Mike Pompeo, en relación a las protestas populares en Chile en el transcurso del 2019 como muestra de esa arrogancia imperial: “América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”. Fueron asesores militares norteamericanos los que terminaron conduciendo la represión a esos alzamientos populares espontáneos del país andino (recomendando utilizar balas de gomas disparadas a los ojos de los manifestantes).
Tanto el Documento Santa Fe IV -clave ideológica de los actuales halcones ligados al complejo militar-industrial, que son quienes realmente fijan la política exterior- como el “Documento Estratégico para el año 2020 del Ejército de los Estados Unidos” o el Informe “Tendencias Globales 2015” del Consejo Nacional de Inteligencia, organismo técnico de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), presentan las hipótesis de conflicto social desde una óptica de conflicto militar. La reducción de la pobreza y el combate contra la marginación recogidas en la ambiciosa (y quizá incumplible en los marcos del capitalismo) agenda de los “Objetivos de Desarrollo Sostenible 2015-2030”, de Naciones Unidas, es algo que no entra en los planes geoestratégicos del imperio. Al que proteste o intente ir contra sus intereses hegemónicos: ¡mano dura! No hay otra respuesta.
Para eso están las más de 70 bases militares con alta tecnología resguardando toda Latinoamérica y el Caribe. En realidad, dada la secretividad con que se mueve esta información, no hay seguridad del número exacto de instalaciones militares estadounidenses en la región, pero es sabido que están y no dejan de crecer, lo que se complementa con la Cuarta Flota Naval, destinada a accionar en toda América Central y del Sur. Lo cierto es que su alto poder de fuego, su rapidísima posibilidad de movilidad y sus acciones de inteligencia a través de las más sofisticadas tecnologías de monitoreo y espionaje, permiten a Washington un control total de la zona.
¿Por qué tanto control? Las excusas del combate al narcotráfico, al terrorismo internacional o a las maras, quedan cortas. La instalación más grande y poderosa se está construyendo en Honduras, muy cerca de las reservas petrolíferas de Venezuela. ¿Coincidencia? En el Chaco paraguayo se localiza la base Mariscal Estigarribia, pudiendo albergar 20,000 soldados, cerca del Acuífero Guaraní y de las reservas de gas de Bolivia. ¿También coincidencia? Cuando luego de décadas de inactividad se reactivó la Cuarta Flota Naval, el entonces presidente brasileño Lula da Silva se preguntó: “Ahora que hemos descubierto petróleo a 300 kilómetros de nuestras costas, nos gustaría que Estados Unidos por favor nos explique lo que está en la lógica de esta flota en una región tan pacífica como esta”.
Está claro que Latinoamérica es un territorio ocupado por la geopolítica hemisférica de la Casa Blanca. Y no hay, precisamente, fortuitas “coincidencias” entre su intervencionismo (político o militar) y los intereses que defiende. Hay, para decirlo con exactitud, una calculada agenda de dominación. Es la zona de obligado uso del dólar, donde las decisiones de alto nivel no se toman en las respectivas casas de gobierno nacionales sino en las Embajadas de Washington en cada capital.
V
Estados Unidos por absolutamente nada del mundo está dispuesto a perder su hegemonía mundial, y mucho menos lo que desde hace dos siglos considera como su zona de influencia “natural”. Como se ha dicho, Latinoamérica y el Caribe son su reaseguro, su resguardo, en todo sentido. Pero la dinámica global muestra que sí, efectivamente, está comenzando a perder su papel hegemónico. Lo que no pudo lograr la Unión Soviética, que finalmente perdió la Guerra Fría y terminó desintegrándose, lo está logrando la República Popular China. Hoy día Estados Unidos ya no detenta el monopolio del arma nuclear, su producción llega apenas al 18% del Producto Bruto Global, y su moneda está puesta en entredicho. Ya van varios países que no negocian el petróleo en moneda estadounidense, en tanto que las tecnologías de punta le son disputas, cada vez más, por China.
Con un avance portentoso en su economía, y con su salto científico-técnico espectacular (dejó de ser, tal como se la veía hace algunos años, el “taller del mundo”, fabricando productos de mala calidad desechables), ahora compite de igual a igual con la potencia estadounidense. De hecho, en muchos aspectos ya parece ir superándola. Entre otras cosas, el manejo de la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 parece demostrarlo: 4,000 muertos contra 80,000.
Hoy día la pandemia que causó este virus ha paralizado la economía. No está claro -al menos, nadie lo puede explicar con solvencia- por qué esta parálisis global. Es cierto que existe un riesgo sanitario con la actual enfermedad, pero analizando objetivamente los datos de muertes en el mundo, todo indica que el COVID-19 no es más letal que la gripe estacional (600,000 muertes anuales aproximadamente). Ello es lo que abre la pregunta del porqué de este pánico generalizado que llevó a prácticamente la totalidad de la población mundial a ser obligada a confinamientos, en algunos casos con toques de queda y militarización completa de los espacios públicos. Como lo dijo el ya citado Toussaint: “La pandemia del coronavirus no constituye la causa real y profunda de la crisis bursátil que se desencadenó en la última semana de febrero de 2020 y que sigue. Esta pandemia constituye el detonador, la chispa. (…) Aunque haya una relación innegable entre los dos fenómenos (la crisis bursátil y la pandemia del coronavirus), eso no significa que no es necesario denunciar las explicaciones simplistas y manipuladoras que declaran que la causa es el coronavirus. Esa explicación mistificadora es una trampa destinada a desviar la atención de la opinión pública, del 99 %, del rol que tuvieron las políticas llevadas a cabo a favor del Gran Capital a escala planetaria y de la complicidad de los gobiernos actuales”.
Definitivamente, el manejo que se le está dando a esta enfermedad presentándola como una nueva plaga bíblica -siendo que produce aproximadamente la misma cantidad de muertes que la influenza- llama a reflexiones. ¿Qué se juega allí? ¿Es una buena y decorosa salida para maquillar la tremenda crisis del sistema capitalista, similar o peor aún que la Gran Depresión de 1930, luego de la cual esos megacapitales podrán reposicionarse sobre un mar de desesperados y hambreados trabajadores? ¿Es un ensayo global de control omnímodo de las poblaciones? Dato significativo: muchas empresas ya empiezan a establecer como normal, de aquí en más, el teletrabajo. Por tanto, ¿no más reuniones de trabajadores? Podría pensarse en una sutil y muy bien hilvanada manera de evitar la protesta social.
Como siempre, las “grandes cuestiones” de la humanidad nunca las sabemos claramente; las deciden grupos minúsculos en absoluto secreto: los dueños de esos megacapitales, el 0.01% de la población mundial. Solo muchos años después de ocurridos los hechos, cuando se desclasifiquen documentos (y la generación que los padeció haya muerto) se puede saber exactamente qué pasó. Pero algo huele raro aquí con esto de la pandemia. ¿Desde cuándo un sistema que nos mata, nos engaña, nos explota, nos humilla… se preocupa ahora tanto, pero tanto, de la salud de las poblaciones? Además, hay una preocupación mediática, un llamativo show comunicacional con el coronavirus, mientras de otros problemas realmente acuciantes (hambre, sed, ignorancia, desastre ambiental) no se dice una palabra. Algo no encaja.
Sin que esté claro, toda la dinámica actual -la económica, la tecnológica, la política, y por supuesto este Armagedón de la pandemia- se inscribe en la lucha titánica por la hegemonía planetaria entre Estados Unidos y China (esta última, en alianza con la gran potencia militar de la Federación Rusa). Definitivamente el gigante asiático está avanzando sobre el planeta, en todo sentido. La aparición del yuan digital es una afrenta definitiva al primado del dólar, a la hegemonía de Washington y sus megacapitales. En tal sentido, a la clase dominante de ese país le queda como resguardo el subcontinente latinoamericano.
Además de los efectos devastadores no tanto de la crisis sanitaria sino de la crisis económica que abate a las poblaciones de la región (el hambre campea y tiende a aumentar, la precarización laboral se ha impuesto), el futuro para Latinoamérica y el Caribe no se ve muy promisorio: sin dudas, Estados Unidos reforzará su presencia en estas latitudes, impidiendo que “caiga” en las “garras” de China o Rusia. Las bases militares y la IV Flota, totalmente operativas, indican que la Doctrina Monroe no está dispuesta a desaparecer.
Marcelo Colussi
Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos
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