Volver del futuro
- Análisis
El Caracazo, aquella explosión social del 27 y 28 de febrero de 1989, conmovió a la sociedad venezolana. De lo más profundo de las barriadas pobres emergió ese rugido social que desafió al sistema dominante y develó la desigualdad y exclusión que se había consagrado.
Por extraño que luzca, las periferias urbanas que crecen a ritmo vertiginoso, empobrecidas, echadas de los centros urbanos, abandonadas a su suerte, siguen generando una respuesta curiosa. En lugar de seguir el camino de la disolución, se relanzan y aparecen como escenario geopolítico vital. Allí donde cierta liturgia consideró que reinaba la ley de la selva surgió una suerte de fuerza indomable que se expresó de manera diferente. Algunas veces el fenómeno fue denominado como el “voto salvaje”, que respaldó al chavismo y le dio ese halo de fuerza de cambio revolucionario.
Cuando uno revisa el mapa electoral de Maracaibo, que se repitió en las diversas elecciones, el voto chavista ganó en las zonas –parroquias- más pobres, que forman la periferia de la ciudad. Estas son Francisco Eugenio Bustamante, Idelfonso Vásquez, San Isidro, Venancio Pulgar, Manuel Dagnino, Luis Hurtado Higuera y Antonio Borjas Romero. Si se revisa el mapa de Maracaibo se consigue que el chavismo ganó en el noroeste y suroeste, pero perdió de manera holgada en el este de la ciudad. Este es el lado urbano y bien o mejor servido, que estudia en universidades públicas –y privadas- pero muerde el señuelo del american way of life.
Pero volvamos a los orígenes. Desde finales de la década de los 80, emergió esa respuesta que vino de los sectores más pobres, relegados de las promesas de cambio, de las reformas y de lo que el eufemismo denomina “el mundo de las oportunidades”.
En aquel 27 de febrero ese movimiento se presentó con un conjunto de características: improvisado, subterráneo, imprevisible, sin representación explícita, el mundo de los anónimos y desterrados, en la definición poética.
No obstante, mostraban una contrapartida con ítems favorables: disposición para acometer iniciativas específicas en momentos determinados con pobladas, tomas y estallidos, en correspondencia con la situación del país. Como se reitera con frecuencia, lo que sucedió el 27 y 28 de febrero fue una primera culminación de algo que ya estaba en desarrollo desde antes.
Es cierto que el 27 de febrero fue una respuesta al aumento de la gasolina de Carlos Andrés Pérez y su consecuencia inmediata, el aumento de los pasajes en el transporte, pero fue mucho más, evidenció la caída –el quiebre- del liderazgo tradicional y mostró que en ese momento había un vacío de dirección política y social. La advertencia se encuentra en los artículos de la época de José Vicente Rangel, José Ignacio Cabrujas, Juan Liscano y Arturo Uslar Pietri.
Desde luego, el 27 de febrero encuentra también sus explicaciones en la angustia y la incertidumbre generadas por el deterioro de la calidad de vida. Esto último puede ilustrarse con lo señalado en un editorial de la revista SIC: “Vamos pa’ tras”. Allí se anota que los ingresos por familia llegaron a los de 1964. Los indicadores de salud a los de 1960. “Vamos en retroceso. En cualquier ciudad, pueblo, barrio o calle de Venezuela se ve el deterioro por todas partes. La policía, la Superintendencia de Protección al Consumidor, la Fiscalía, la DIEX, la Inspectoría del trabajo… han pasado a ser amenazas permanentes para el ciudadano o impotentes oficinas resignadas a llevar estadísticas de violaciones de los derechos a quienes deben proteger (…) ya no sentimos solamente que estamos estancados, sino devolviéndonos, hundiéndonos”.
Aquel Estado-gobierno, primero con Carlos Andrés Pérez y el provisional Ramón J. Velásquez, y después con Rafael Caldera, no entendió lo que marcaba la agenda sociopolítica, acostumbrados como estaban al juego político con partidos y movimientos registrados, domesticados, “políticamente correctos”. El movimiento social –las corrientes underground, grupos y colectivos- del 27 de febrero no era institucional, tenía una organización difusa y se articulaba más por la vía de la amistad, de los vínculos familiares, del encuentro cotidiano en un lugar, de las urgencias compartidas.
La acción del Estado hacia ese movimiento se hizo imposible. De todos modos el Estado intentó apaciguarlo sin éxito, primero por la vía conocida, la represiva, y por otra, por si acaso daba en el blanco, se pusieron en marcha varias políticas de subsidios: la leche popular, la beca alimentaria y el medio pasaje estudiantil.
El iceberg siguió adelante y casi una década después mostró sus contornos y dimensiones, cuando en 1998 se expresa como un aluvión electoral que encontraba en Hugo Chávez Frías su representación y liderazgo.
El antecedente de lo que significa el 27 de febrero, en nuestra historia reciente, merece ser recuperado y aprovechado porque allí están los signos y claves, que permiten entender mucho de lo que sucede hoy entre nosotros.
Quienes se confabulan para restaurar la etapa anterior pretenden borrar la memoria y desaparecer el mapa de desigualdades e injusticias en que se había convertido Venezuela; quienes banalizan el debate y apelan a reduccionismos baratos, no pueden esconder que aquí ya fueron probadas las políticas neoliberales, en las décadas de los 80 y 90, y dejaron una devastación social, que se tradujo en la reducción de las inversiones sociales, el desempleo estructural, el desmantelamiento de la seguridad social, el recorte en el presupuesto para salud, educación y vivienda; el quiebre de los hospitales públicos, y por otro lado, el crecimiento desmesurado de grupos económicos, que se beneficiaron con las políticas aplicadas.
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