Burkina Faso, en caída libre al terror
- Opinión
Una gran cartel publicitario sobre la avenida Charles de Gaulle que atraviesa Ouagadougou, la capital de Burkina Faso, dice: “Seguro de violencia política: terrorismo, saqueo, vandalismo, motín, huelga, levantamientos, movimientos populares: para enfrentar la inestabilidad, asegure su negocio” y sin duda mercado para ese tipo de seguros abunda en el país. Entre septiembre de 2018 y febrero de 2019, en el país de África Occidental se registraron 34 ataques terroristas por mes, que desde 2015 habían producido al menos 400 muertos.
Tras el triunfo de la revolución popular en 2014, que terminó con la dictadura de Blaise Compaoré, quien gobernó el país durante 27 años (Ver: Burkina-Faso: No solo otro golpe más) se esperaba que comenzara a salir de la realidad que la sujeta a una pobreza endémica, que la convierte en el cuarto país más pobre del mundo, pero la antigua Alto Volta, ahora también está siendo sometida a la misma problemática que viven muchísimas naciones del continente, sometidas a violencia religiosa con la que operan los diferentes grupos wahabitas.
Desde principios de año, los ataques integristas, las consecuentes operaciones militares y las intermitentes oleadas de violencia entre diferentes etnias han dejado cientos de muertos y miles de desplazados, que se estiman en unos 150 mil, generado una crisis humanitaria sin antecedentes en la nación de África Occidental. Según cifras de las Naciones Unidas (ONU), desde principios de 2019, mil personas al día se han visto obligadas a abandonar sus casas. Lo que de continuar así, según los expertos, para fin de año el número superará los 380 mil.
Este fenómeno que se extiende por todo el Sahel, es a consecuencia del aumento del constante del extremismo, incentivado por el arribo de veteranos de Siria e Irak y la predica de los emires wahabitas financiados por Arabia Saudita. Las fuerzas de paz de las Naciones Unidas, algunas potencias occidentales y los ejércitos africanos del G5-Sahel (Burkina Faso, Chad, Mali, Mauritania y Níger), a más de siete años de instalados fuertemente en la región, apenas han podido contener las acciones en algunos frentes muy puntuales.
Las bandas originarias de Burkina Faso y otras vinculadas tanto a al-Qaeda, grupo Jama’at Nasr al Islam wa al Mouslimin (Frente de Apoyo para el Islam y los Musulmanes) o GSIM, como el Estado Islámico del Gran Sahara (EIGS), y su tributario burkinés Ansaroul Islam (Defensores del Islam) creado a fines de 2016, en la región de Soum, al norte de Burkina Faso, filtrándose hacia el este y el suroeste burkinés, abren nuevos frentes y amenazan la estabilidad de sus vecinos: Ghana, Benín, Togo y Costa de Marfil. (Ver: ¿Burkina Faso, en la geografía del terror?)
La falta de entrenamiento y experiencia de las fuerzas de seguridad, incitadas por los constantes ataques de los terroristas, ha provocado que su respuesta haya sido brutal y desesperada, cometiendo crímenes contra la población civil, como ejecuciones masivas y arrestos arbitrarios. En 2018, Estados Unidos entregó 69 millones de dólares en asistencia militar y policial al país. A principios de mayo, la canciller alemana, Angela Merkel, durante su gira africana visitó Burkina Faso, destacando el creciente problema de seguridad para lo que prometió 20 millones de euros pata equipamiento y capacitación policial.
El terrorismo, por su parte, en los últimos meses ha generado cada vez más violencia: convierten a los cadáveres en trampas explosivas, asesinado a maestros, obligando a miles de ellos a escapar hacia el sur, además de quemar escuelas, asaltar hospitales, robar ambulancias, y pasando de los asesinatos selectivos a ataques masivos contra aldeas desguarnecidas. Por lo que además de los desplazados hay que sumar que casi 120 mil estudiantes han quedado sin escuelas y otras 250 mil personas han quedado sin acceso a la atención médica, debido a que el personal médico también fue obligado a abandonar sus puestos.
A esta álgebra del terror, se le debe agregar un nuevo factor: los grupos de “autodefensa” conocidos como Koglweogo, que en mooré, la lengua del grupo mayoritario Mossi, significa “guardianes de la selva”, que de manera constante se suman al conflicto. Este movimiento que se ha extendido a gran parte del país, se caracteriza por los castigos extrajudiciales que somete a los sospechosos, no solo de pertenecer a grupos terroristas, sino también a presuntos ladrones y criminales.
Los ataques de las bandas integristas, que se han incrementado desde principio de año, han provocado acciones contra las comunidades fulani, acusadas de haberse unido y dar apoyo a los muyahidines. En Barsalogho, Sanmatenga en la región Centro-Norte del país, fueron asesinados 200 fulani, mientras que muchos ya se han desplazado a otras regiones del país e incluso a Mali. Los fulani no son las únicas comunidades étnicas que sufren constantes ataques tanto por parte de las fuerzas de seguridad como de las bandas terroristas. La mayoría de las muertes recientes son miembros de las etnias Mossi, Bella y Foulse, consideradas simpatizantes del gobierno central (¿Burkina Faso, en la geografía del terror?)
La tierra donde es pecado ser cristiano
En las últimas semanas, quizás tomando de ejemplo los ataques de Pascua en Sri Lanka, (Ver: Sri Lanka: Muerte en Pascuas) los terroristas que operan en Burkina Faso, parecen haber cambiado de objetivos, y, en vez de atacar aldeas y seguir echando leña a los conflictos entre las tribus agricultores y pastores, se están dedicando a instaurar la división similar entre las comunidades musulmanas que representan el 65.5 por ciento y la minoría cristiana que representan cerca del 30 por ciento de los casi 20 millones de habitantes que tiene el país.
La ola de ataques contra objetivos cristianos comenzó el 15 de febrero pasado con el asesinato del salesiano español Antonio César Fernández, cerca de la frontera con Togo, al sur del país.
El 29 de abril, un grupo de hombres armados, asesinó a un pastor protestante y cinco feligreses. El 10 de mayo, habían muertos dos soldados franceses que participaban en una operación que intentaba rescatar a cuatro turistas, secuestrados a fines del mes anterior en Benín y que sus captores intentaban llevarlos a Mali.
El 12 de mayo se produjo, por primera vez en la historia del país, un ataque contra una iglesia católica, cuando unas quince motocicletas con hombres armados llegaron a la aldea de Dablo, durante la misa dominical, en el centro norte del país. Tras abrir fuego, los desconocidos huyeron dejando al cura y cinco de sus feligreses muertos y la iglesia en llamas, junto a una tienda, un restaurant y un camión sanitario, además de saquear un depósito farmacéutico del centro de salud. Al día siguiente, otros cuatro practicantes católicos fueron asesinados durante una procesión que traía de vuelta una talla de la Virgen María desde la aldea de Kayon a la de Singa en la provincia de Bam; en plena mudanza de la Virgen, el grupo atacante, también montado en bicicletas, interceptó la procesión y tras destruir la imagen sagrada, ametralló a los porteadores y se dio a la fuga.
Este último domingo, la parroquia católica de Nos de Toute Joie de Titao, en la aldea de Toulfe, a unos 20 kilómetros de Titao en el norte del país, sufrió un nuevo ataque que dejó al menos cuatro muertos entre los fieles que asistían a la misa. Sin ninguna duda, no serán los últimos muertos en un país donde ser cristiano, parece ser pecado mortal.
-Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC
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