Visión global de la violencia de postguerra (1994-2018)

02/04/2019
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Foto: vicariapastoralgdl.org
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Introducción

 

Con el tema de la violencia, frecuentemente se suelen difundir comentarios –cuya plataforma suele ser algunos medios de comunicación de peso— que suenan a tesis contundentes, pero que no resisten un análisis medianamente objetivo. Hace poco, un periódico nacional publicó el siguiente encabezado, para referirse las cifras de homicidios de 2015: “IML: Récord histórico de asesinatos en el país con 16.1 diarios”1. Este titular –aunado al afán por llevar un conteo diario de asesinatos— se convirtió no sólo en un estímulo para el aumento de la alarma en la población en cuanto a su seguridad, sino en una confirmación (presunta, obviamente) de que nunca en la historia del país la situación de violencia había sido tan grave como en 2010. No es la primera vez que eso sucedía en el quehacer mediático. En efecto, en 2010, un periódico digital afirma en un titular: “2009 el año más violento desde 1992”2. No se tiene por qué dudar de la preocupación que se oculta bajo titulares de esa naturaleza, aunque sobran motivos para sospechar de otras intenciones e intereses.

 

Sin embargo, no hay nada cómo el análisis histórico y sociológico para poner las cosas en su lugar, pues sólo de esa manera se puede ponderar con mejores recursos que los periodísticos si 2009 fue el año más violento desde 1992 o si el “record histórico” del que habla el titular, citado antes, es tal o sólo una ligereza amarillista. A ese propósito apunta esta visión global de la violencia social en el país, desde 1994 –cuando, después de un intenso trabajo de investigación, se sistematizaron los datos de violencia entonces existentes— hasta el presente. Hay suficientes datos e investigación sobre la violencia social y criminal que sólo por mala fe se pueden obviar lo que esos datos e investigaciones revelan. Es preocupante cómo –por intereses o ignorancia— se pasa de largo sobre un bagaje de conocimientos que, de ser tomado en cuenta, no sólo obligaría a ser más prudentes en lo que se opina, sino a no sostener afirmaciones sin fundamento.

 

Dicho lo anterior, en este documento se actualizan los datos sobre homicidios ofrecidos en una versión publicada en 2017, en la que se recogían cifras para el periodo 1994-2017. Un cuadro, elaborado con información brindada por la Policía Nacional Civil (PNC), se añade como novedad en esta síntesis 1994-2018.

 

1. Violencia social

 

Después de la firma de los acuerdos de paz (1992) se hizo sensible una dinámica de violencia que no era nueva en la historia de El Salvador, pero a la cual no se había dado la debida importancia ni en los estudios académicos ni en las políticas públicas. La categoría conceptual bajo la que se englobó es la de “violencia social”, distinta de la “violencia política”, tan omnipresente en la historia salvadoreña desde los inicios de república. La postguerra puso al descubierto esa violencia social en momentos en los cuales se transitaba hacia la desarticulación de los mecanismos que habían sostenido la violencia política estatal y paramilitar, en la cual aquélla se había subsumido durante un largo periodo histórico.

 

Los salvadoreños nos la vimos con una violencia que no era nueva, pero que ponía en cuestión los ideales de armonía social que con entusiasmo (y con ingenuidad) fueron abrazados inmediatamente después de 1992. La dura realidad social, sus contradicciones y exclusiones, mostraba su rostro. Un rostro que muchos no querían ver, tal como lo reveló el rechazo gubernamental –hacia 1997-1998— del estudio sobre Magnitud y costos de la violencia3 (realizado en la UCA con el respaldo del BID) que puso en jaque el eslogan de “Cultura de paz” que se abanderaba oficialmente, fuera de todo sentido de realidad. Conviene recordar, a este respecto, un importante editorial de la Revista ECA, de 1996, en el que se anota lo siguiente:

 

“Al concluir la guerra se introdujo la idea de construir una cultura de paz, concebida como un medio para superar la polarización social y política, heredada del conflicto. Supuestamente, la cultura de paz era el camino hacia la reconciliación nacional. Hasta ahora, ni la idea ha encontrado eco en la sociedad ni la polarización ha disminuido sustancialmente, tal como muestran las encuestas de opinión pública, aunque existen ciertos ámbitos donde las posiciones encontradas pueden ser discutidas con bastante libertad. Sin embargo, el incremento desproporcionado de la violencia debiera ser una razón más para decidirse a trabajar por una cultura de paz. Ahora bien, la construcción de esta cultura pasa por el reconocimiento previo de la existencia de una cultura de la violencia y de la muerte. El obstáculo principal que por ahora encuentra una cultura de paz tan necesaria es la resistencia a reconocer esta realidad violenta y mortal que le debiera servir como punto de partida. Una cultura de paz auténtica sólo puede consistir en hacer contra la violencia, sin ello el esfuerzo será vacío e ineficaz”4.

 

2. Violencia criminal

 

Qué duda cabe de que la violencia criminal es uno de los graves problemas de El Salvador actual. Hay otros problemas de gran envergadura –como la pobreza, la marginalidad urbana y rural, la vulnerabilidad y el deterioro casi irreversible del medio ambiente—, pero la violencia criminal ocupa en esa lista uno de los primeros lugares. Y ello no sólo por la magnitud de los crímenes derivados de ella –o por los elevados costos económicos que se le asocian o que se mueven en torno distintas prácticas criminales—, sino porque la misma pone en juego, con toda su secuelas de dolor y desamparo para las familias afectadas, la integridad y la vida misma de las víctimas.

 

Con todo, la violencia criminal no es un problema de ahora, es decir, no es un problema que ha aflorado, como de la nada, en el último año o en los últimos siete u ocho meses. Fomentar esta percepción en la sociedad, poner en circulación la tesis de que “nunca antes como ahora la violencia criminal había alcanzado los niveles de gravedad que la caracterizan en estos momentos” supone, además de una gran irresponsabilidad, cerrar los ojos ante una dinámica de violencia criminal que se viene incubando en el país desde décadas atrás y que tiende a convertirse en un fenómeno no sólo estructural, sino –lo que igual o más preocupante— en configurador de las relaciones sociales y de las actitudes y percepciones individuales.

 

Pasar de largo sobre datos que revelan que en los años 1994 y 1995 la tasa de homicidios sobre 100 mil habitantes rondaba casi 140 muertes es obviar lo firmemente arraigada que está la violencia criminal en este país; es obviar que la violencia criminal de ahora viene de lejos, que la violencia de ahora es más de lo mismo, sólo que en otro nivel de complejidad.
Y es que las redes de crimen organizado –narcotráfico, tráfico de armas, contrabando de vehículos, trata de blancas, lavado de dinero, extorsiones— no sólo han afinado sus mecanismos de operación, sino que han expandido sus actividades por todo el territorio nacional y Centroamérica, entrelazándolas entre sí y articulando en torno a ellas a las maras o pandillas.  Esto último tampoco es nuevo; sólo que desde hace unos dos o tres años el nexo crimen organizado-maras ha alcanzado tal grado de firmeza que amenaza con desbordar en términos absolutos la capacidad del Estado para ponerle freno a sus prácticas criminales. 

 

La violencia criminal que azota el país no es, pues, un fenómeno que afloró de la nada. Se fue gestando y complejizando poco a poco, sin que en los momentos oportunos se tomaran desde el Estado las medidas adecuadas y audaces para contenerla y erradicarla. Desde el Estado no se tuvo el tino de distinguir entre sus distintas esferas, centrándose la atención estatal en sus manifestaciones más aparentes e inmediatas. Las pandillas (o maras) recibieron una desproporcionada atención política y mediática, mientras que el crimen organizado siguió ampliando sus redes y expandiendo sus actividades.

 

Lo coercitivo se privilegió de manera exagerada, pero más en el plano del discurso que de la capacidad policial para combatir eficazmente el crimen. Por esas paradojas que sólo se dan en un país como el nuestro, mientras desde distintos sectores oficiales y oficiosos se proclamaban medidas de fuerza de una contundencia inusitada, la capacidad efectiva de la Policía Nacional Civil (PNC) era anulada debido a los escasos recursos y al reducido número efectivos, y la Fiscalía General de la República (FGR) no era capaz de mejorar en su capacidad investigativa y de persecución del delito, amarrada como estaba a compromisos políticos poco coherentes con sus obligaciones constitucionales.

 

El gobierno de Mauricio Funes (2009-2014) heredó, además de unas instituciones débiles, una concepción distorsionada de la violencia criminal no sólo a nivel de diagnóstico, sino también de estrategia para su combate y erradicación. Ese fue su punto de partida obligado para enfrentar una violencia criminal siempre en alza. Qué duda cabe que se trata de un punto de partida equivocado. Pero, de momento, no hay otro que lo reemplace.

 

Y precisamente de lo que se trata es de crear una plataforma de combate al crimen de distinto carácter –y opuesta—a la que se fraguó en los últimos veinte años y que es la que nos tiene al borde del colapso como proyecto de convivencia social. Aquí el gobierno de Mauricio Funes ya ha comenzado a dar pasos importantes, que anuncian novedades respecto de lo que se hizo en administraciones anteriores. Una gran novedad es el proceso de consulta que el gobierno está realizando con distintos sectores de la vida nacional que están llamados a jugar un papel clave en el abordaje y solución del problema de la violencia en sus diferentes manifestaciones.
 

 

Entre tanto, la violencia criminal continúa siendo una fuente cotidiana de inseguridad y terror. Enfrentar sus expresiones más sangrientas y perversas es urgente, es decir, es algo que no puede esperar. Las autoridades deben utilizar toda su capacidad coercitiva para poner límites estrictos a las actividades criminales que tienen en jaque a la sociedad. Pero el combate del crimen no se agota en el uso de la fuerza. Sin una estrategia de prevención del delito y sin un nuevo modelo de relaciones sociales, culturales y económicas --incluyente, solidario y justo— de poco servirán, en el mediano y largo plazo, los despliegues de fuerza.  

 

3. Las cifras de homicidios (1994-2018)

 

Hacia 1994 y 1995, esa realidad –en sus dimensiones más hirientes de violencia homicida— nos mostraba una crisis social en gestación lenta, pero irremediable si no era abordada con determinación y visión de futuro. Los registros de homicidios de esos años reflejan la gravedad de la situación. Para quienes no lo sepan o no lo recuerden, en 1994 se tuvieron, del total de homicidios, 7, 673 que fueron intencionales; mientras que en 1995, hubo 7,877 homicidios intencionales (el total de homicidios para ambos años fue, respectivamente de 9,135 y 8,485). Los años posteriores, en esa década, tuvieron importantes reducciones, pero eso no es para alegrarse pues las cifras siempre fueron espeluznantes.

 

Y en la siguiente tampoco hay motivos de alegría. Estos son los datos: 1999, 2,270 personas asesinadas; 2000, 2,3415; 2001, 2,374; en 2002, 2,346; 2003, 2,388; en 2004, 2,933. En la segunda mitad de la primera década del 2000, la situación es mucho más preocupante, tal como lo revelan los registros del Instituto de Medicina Legal: para 2005, se tuvieron 3,812 homicidios (con una tasa de 55.5 homicidios por cada 100 mil habitantes); 2006, 3,928 (55.2 por cada 100 mil habitantes); en 2007, 3,497 (60.9 por cada 100 mil habitantes): en 2008, 3,179 (55.3 por cada 100 mil habitantes)6; y, finalmente, en 2009, 4, 382 (71.9 por cada 100 mil habitantes7. Una revisión somera –y poco crítica— de distintas fuentes (que se pueden cotejar en Internet) dan estos datos de homicidios para la presente década: 2010, 4,005; 2011, 4,354; 2012, 2,551; 2013, 1,295; y 2014, 3,912. Datos complementarios, para tener el marco completo son estos: 2015, cerró con 5,614 homicidios; 2016 con 5,278 homicidios; 2017 con 3.947 homicidios8 y 2018 con 2,7359.

 

Una fuente distinta es la Policía Nacional Civil, cuyos datos son, por lo general, distintos (en menor o mayor proporción) a los que circulan en Internet. Se presenta a continuación un cuadro que recoge las cifras de homicidios registradas por la PNC entre 2009 y 2018. Los datos de otras fuentes, reseñados en el párrafo anterior, permiten compararlos con los oficiales, para caer en la cuenta de las discrepancias que, en algunos casos, pueden ser significativas, como por ejemplo 2015: la cifra de la policía es de 6,656 homicidios, en tanto que la cifra mediática es de 5,614.

 

Cuadro 1

 

Homicidios 2009-2018*

2009

4,382

2010

3,987

2011

4,371

2012

2,594

2013

2,513

2014

3,921

2015

6,656

2916

5,280

2017

3,962

2018

2,735**

Total

40,401

*Elaboración propia a partir de datos de la PNC

 

**Al 1 de noviembre de 2018

 

Llaman la atención varias cosas. La primera, que en las dos décadas posteriores a 1994 y 1995 no se han alcanzado cifras semejantes de homicidios como las de esos dos años, aunque 2015 y 2016 estuvieron cerca. Aun así, en 1994 y 1995 se alcanzaron, por decirlo de alguna manera, las cifras históricas de homicidios en la postguerra.

 

En segundo lugar, que en las siguientes dos décadas las cifras más altas corresponden, como ya se dijo, a 2015 y 2016, estando precedidos por 2009 (4,382) y 2011 (4,354). En tercer lugar, hay una relativa estabilidad en los homicidios entre 1999 y 2004, que se ve alterada a partir de 2005 (con un repunte en 2004) y que culmina en 2009, con la cifra más alta de homicidios en ese periodo. En cuarto lugar, 2010 y 2011 prolongan el periodo anterior, mientras que a partir de 2012 se entra en una etapa de reducción (teniendo como referencia 2009) que para 2013 es la más baja desde 1994.

 

En 2014 inicia un repunte que se agudiza en 2015 y 2016, se estabiliza en 2017 (con una cifra de homicidios semejante a la de 2014), y en 2018 se tiene una reducción significativa en la línea de 2012 y 2013, y de 1999 hasta 2004. Finalmente, mientras que las cifras han tenido este comportamiento aparentemente azaroso, a nivel social, las pandillas complejizaron su accionar, lo mismo que el crimen organizado que terminó articulando a las pandillas a sus actividades criminales.

 

En los años noventa, el accionar de las pandillas (maras) no es más significativo que el accionar de la delincuencia común y del crimen organizado. Sin embargo, un buen análisis y una buena perspectiva sociológica permitían, en aquellos años, vislumbrar dos peligrosas posibilidades: una, el aumento numérico de las pandillas, si las condiciones que lo favorecían (exclusiones socio-económicas y culturales, criminalización de sus prácticas gregarias y culturales) se mantenían; y la otra, su articulación con el crimen organizado, como parte integral de las redes de tráfico de armas y drogas, y extorsiones. Tal cual, esto fue lo que sucedió en la década siguiente. Del 2000 al 2009 las pandillas hicieron realidad lo que en principio fue una estrategia de los gobiernos de entonces: su criminalización jurídica e ideológica se tornó en un fenómeno real, cuando --además de crecer en número—las pandillas se convirtieron en grupos abiertamente delictivos, articuladas a las redes del crimen organizado.

 

Este es el enorme problema que la sociedad y el Estado tienen ante sí en la actualidad. No es un problema menor, sin duda alguna. No es el mismo problema de violencia social de los años noventa e incluso de los primeros años del 2000. Ahí tiene su gestación, pero es ahora mucho más complejo y de mayor incidencia en la convivencia social. Lo que se hizo (o dejo de hacer) en aquellos años no es una buena referencia para el presente, que exige tratar el tema como lo que es ahora: un fenómeno criminal de envergadura que obliga al Estado salvadoreño a hacer uso de sus mejores recursos para asegurar que, en el país, se resguarde la vida y propiedades de los ciudadanos y ciudadanos ante quienes, efectivamente y sin reparos, son una amenaza para las personas.

 

4. Conclusiones

 

3.1. No se puede, si no, concluir que El Salvador está ante un complejo problema social, que no surgió en 2009, evidentemente, pero que en 2009 era más complejo que en 1992… y que ahora es más complejo que en 2009. Es la tendencia propia de los fenómenos sociales hacia su complejización creciente, especialmente si se los deja a su inercia o se los ataca equivocadamente. El problema de la violencia social y criminal es preocupante no sólo por las dos décadas de persistencia que tiene, sino también porque su incidencia en la realidad nacional ha sido cada vez más fuerte, y lo será más en el futuro si no se lo enfrenta con determinación y de manera integral. No se trata sólo de homicidios, algo hiriente y trágico al límite, sino de otras variadas formas de violencia (amenazas, lesiones, robos, secuestros, extorsiones, chantajes, violaciones, acoso, violencia intrafamiliar, etc.) que no hay que desestimar y cuyas dinámicas propias y contextos (con sus respectivos datos) deben ser examinadas con atención en los últimos 20 años, para entender la realidad social de El Salvador.

 

3.2. En las casi dos décadas y media de creciente violencia criminal (1994-2018) los medios de comunicación han recreado la violencia a su manera; han construido su propia visión de la violencia que, las más de las veces, han distorsionado no tanto las cifras (que más bien manipulan y sacan de contexto), sinos las dinámicas causales de la violencia, la identidad de sus agentes, de las víctimas y del papel de las autoridades. El cultivo del miedo y la paranoia colectivos ha sido el trabajo mediático por excelencia, desde los años noventa hasta el momento actual: “la generalización de la violencia –se dijo en 1996 en el editorial de la Revista ECA, citado antes— exagerada y distorsionada por los grandes medios de comunicación, interesados en cultivar el morbo de la opinión pública y en vender amarillismo, alimenta el miedo en la población”. La crítica a los medios y su manejo de la violencia –su afán por distorsionar la realidad por intereses aviesos— no es nueva. La “construcción simbólica” que hacen de la violencia –y que venden a la población— suele ser contraria a la violencia real y sus dinámicas particulares10.

 

3.3. Los datos sobre la violencia son importantes, y en El Salvador ha costado asegurar su fiabilidad y rigor. Sin duda alguna, hay que contar con buenos datos sobre la violencia y hay que sacarles el mayor provecho, promediándolos, proyectándolos, graficándolos, etc. Pero también hay que ser conscientes de los peligros que entraña manejar datos sobre violencia (o sobre cualquier fenómeno social) sin ninguna precaución crítica. La igualdad (o diferencias) meramente numéricas pueden llevarnos a olvidar la diversidad socio-económica, cultural y demográfica de las personas que, como víctimas y victimarios, han vivido y padecido la violencia social en la postguerra. Equivocadamente, se puede llegar a pensar que, por ejemplo, la única diferencia entre los 7, 673 homicidios intencionales de 1994 y los 3,921 de 2014 es sólo de número, y que las características demográficas, sociales, económicas y culturales de víctimas y victimarios es similar en un periodo histórico y otro.

 

En los últimos 20 años El Salvador ha cambiado extraordinariamente, sin que ello signifique que viejas tensiones estructurales no sigan presente. No reflexionar y analizar la realidad social, cultural y demográfica oculta bajo las cifras –que son, en este caso, lo más superficial-- es perder la oportunidad de comprender y explicar la naturaleza de la violencia que corroe a la sociedad salvadoreña. Los números son una constatación; no una explicación.

 

Para explicar hay que ir más allá de ellos, superando la tentación de autocomplacerse con su obtención y manejo, por muy sofisticadas que sean ambas cosas. Sólo para ejemplificar lo delicado que es un manejo poco crítico de los números, veamos lo siguiente: numéricamente, una persona asesinada en 1994 cuenta lo mismo que una asesinada en 2014. Ese mismo significado numérico puede ampliarse a otras datos equivalentes, si –valga la suposición—ambas fueron asesinadas con un arma de fuego, de un disparo, realizado además por una persona. Dos víctimas, dos victimarios (o victimarias), dos armas de fuego y dos balas disparadas.

 

Números firmes para dos años distintos. ¿Es suficiente? Obviamente que no. Quedan pendientes de explicación, entre varios asuntos, los contextos de esas muertes, su anclaje territorial, la condición socio-económica de víctimas y victimarios, su edad, sexo, vínculos sociales (legales e ilegales)… En fin, hay que cuidarse –en el estudio cuantitativo de los fenómenos sociales— de que la reducción numérica no ahogue la diversidad y complejidad de las dinámicas individuales y colectivas, lo mismo que sus contextos específicos.

 

3.4. Asimismo, se impone la necesidad de encarar con realismo el problema de la violencia criminal. Por distintas razones, algunas loables y otras no tanto, en los juicios acerca de la violencia criminal se fueron estableciendo criterios de carácter ético (fuertemente anclados en los valores y exigencias de los derechos humanos) que lenta, pero casi inexorablemente condujeron a dejar de lado la realidad dura e hiriente de la violencia criminal, que a su vez fue justificada apelando a las condiciones de exclusión y pobreza de sus agentes, o a su ingenuidad e inocencia dada su minoría de edad. Mientras esto sucedía en las discusiones y cátedras académicas (cuyos análisis y conclusiones irradiaban hacia las esferas públicas y privadas) los criminales reales (no los que reciben en los libros denominaciones más suaves como “personas en conflicto con la ley”) no dejaban –y aún no dejan— de causar dolor en la sociedad, siendo lo más doloroso de sus acciones los asesinatos de personas inocentes a lo largo y ancho del país.

 

Desde los años noventa, la violencia criminal ha causado una verdadera sangría en El Salvador. Ahí están los datos para quien quiera verlos. Pero detrás de los datos, hay personas concretas –con familia, amigos, arraigos comunitarios— cuyas vidas llegaron a su fin violentamente por obra de criminales sin escrúpulos. Eso ya no puede ni debe seguirse tolerando. El Estado salvadoreño tiene la obligación legal y moral de impedir que el crimen siga siendo una amenaza para la sociedad. Tiene la obligación legal y moral de utilizar con eficacia y determinación todos los recursos a su disposición para contener y someter al imperio de la ley –haciendo uso de la fuerza necesaria y suficiente— a quienes son una amenaza para la vida y los bienes de cualquier ciudadano.

 

3.5. Por último, ligado con lo anterior, está el asunto de cómo se relacionan, en el combate de la violencia criminal, el uso de la fuerza coercitiva del Estado y la prevención. Aquí se tiene que decir que ante quienes delinquen efectivamente, el Estado tiene que hacer uso de sus capacidades coercitivas, según la naturaleza (la amenaza real) del acto criminal a contener. A mayor amenaza de los criminales, mayor uso de la fuerza del Estado, pues este último debe mostrar a quienes delinquen que el crimen no paga.

 

Es equivocado creer que la prevención debe estar orientada a quienes se dedican a delinquir. Es equivocado y peligroso para la sociedad que el Estado se doblegue ante el crimen, o también que se exija al Estado ceder en su determinación de combatir a grupos criminales, apelando a lo mal que se sienten quienes actúan fuera de la ley.

 

La prevención –como solución a largo plazo para el problema de la violencia— está orientada a quienes no delinquen efectivamente, pero que, dadas sus condiciones de vida, pueden correr el riesgo de terminar integrados en grupos criminales o, en cualquier caso, pueden estar en riesgo de ser víctimas de la violencia criminal. Es falto de realismo (de prudencia y de ética) abanderar programas de prevención para criminales en activo que lo que hacen es usar esos bien intencionados programas para ocultarse de sus fechorías o para impedir que el Estado les dé su castigo merecido. Eso es lo que los criminales hacen ahora con la bandera de los derechos humanos, lamentablemente.

 

Asimismo, las actividades criminales, especialmente cuando se territorializan, desafían la capacidad de gobernabilidad de los Estados. ¿En qué medida la violencia criminal ha socavado la gobernabilidad en El Salvador? Esta es una pregunta que invita a no sólo a una profunda reflexión, sino a una investigación a fondo del desafío lanzado por el crimen al Estado en materia de gobernabilidad.

 

San Salvador, 27 de abril de 2019

 

- Luis Armando González es investigador del Centro Nacional de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades (CENICSH).

 

1La Prensa Gráfica, 8 de abril de 2015.

2 El Faro, 3 de enero de 2010.

3 IUDOP, La violencia en El Salvador en los años noventa. Magnitud, costos y factores posibilitadores. Washington, BID, 1998.

 

4 “Obstáculos para el bien común (Editorial)”. Revista Estudios Centroamericanos (ECA), No. 571-572, mayo-junio de 1996.

 

5 Cfr., PNUD, Armas de fuego y violencia. San Salvador, 2003, p. 173.

6 F. M. Vaquerano, Epidemiología de los homicidios en El Salvador periodo 2001-2008. San Salvador, Instituto de Medicina Legal “Dr. Alberto Masferrer”. Unidad de Estadísticas Forenses, 2009, p.14

7 Datos del Instituto de Medicina Legal.

9 Dato al 1 de noviembre de 2018.

10 L. A. González “Medios de comunicación y construcción social de la violencia”. Estudios Centroamericanos (ECA), No. 667, mayo de 2004.

https://www.alainet.org/es/articulo/199078
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