Venezuela, el pretexto democrático, la libertad made in USA y la unidad latinoamericana
- Análisis
Con una frase lacónica, Simón Bolívar definía cuál era su visión sobre el papel que los Estados Unidos jugarían en el posterior desarrollo de las relaciones interregionales: “(…) parecen destinados por la providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad”.
Un pretexto es un argumento o una razón que se esgrime para justificar una acción o para explicar por qué no se ha realizado algo. En ocasiones, el pretexto es aquello que se anuncia como motivo pero que, en realidad, oculta otra motivación que no se difunde. Muchas veces hemos sido testigos de que con el pretexto de defender la democracia se han cometido crímenes terribles. Llamativamente el uso más habitual del concepto asocia al pretexto generalmente con la excusa.
Estamos muy acostumbrados –tal vez demasiado– a situaciones en la cual las autoridades un país pueden espiar las comunicaciones de sus ciudadanos afirmando que dichas acciones se llevan a cabo para mejorar la seguridad nacional y para evitar posibles atentados terroristas. Sin embargo, también se ha demostrado que dicho argumento muchas veces no ha sido más es un pretexto para controlar a la gente y perseguir a quienes no están de acuerdo con el gobierno.
El sistema de contradicciones que hoy convulsiona a la región vuelve a girar sobre los ejes de la misma dialéctica histórica, es decir la contradicción principal entre los pueblos y el imperialismo estadounidense, la contradicción entre dependencia o independencia. Aunque hoy muchos protagonistas sufren de una patología de moda: la amnesia.
Pero la solución a la difícil situación que padecen nuestros pueblos sigue siendo determinada por el chantaje ejercido por el núcleo central del capitalismo mundial, en la solución de la contradicción a través del modo de producción capitalista. Es necesaria la derrota del neoliberalismo, que es además, sinónimo de lucha por la independencia , la soberanía y la autodeterminación de los pueblos, del rescate de las economías y recursos naturales , del desarrollo y la integración internacional, de la democracia y la justicia social, porque si no derrotamos el neoliberalismo, desaparecemos.
La historia no enseña que es en esta dimensión que se desarrollan las relaciones de los nuevos Estados con las potencias coloniales existentes en el siglo XIX, lo que, por otra parte, determina la decisión de luchar contra cualquier tipo de injerencia extranjera que traiga consigo una limitación de soberanía.
Es en este enfrentamiento con las apetencias neocolonialistas de donde nace la conciencia de un nacionalismo antiimperialista. Son las primeras manifestaciones de ideales de integración geopolítica que se reflejan en los apelativos de “Patria Grande», «Nuestra América”, “Estados Unidos de la América del Sur” “Nación Latinoamericana”.
Todos son apelativos que dan idea de un proyecto que buscaba definir una identidad común sobre la legítima defensa territorial y política, frente a los deseos de anexión de Francia, Estados Unidos, España, Gran Bretaña, Holanda, etcétera. Deseos que llegaron a plasmarse tempranamente en doctrinas oficiales como la Doctrina Monroe o la Enmienda Platt que, en su interpretación actual, expresa el “derecho a la intervención” de EEUU contra el principio de las nacionalidades latinoamericanas. Los hechos lo prueban.
¿No impusieron acaso los estadounidenses la doctrina Monroe, en 1833, cuando Inglaterra ocupó las Islas Malvinas? ¿No la impusieron en 1838, cuando la escuadra francesa bombardeó el castillo de San Juan de Ulúa? ¿No la impusieron en los años siguientes, cuando el almirante Leblanca bloqueó los puertos del Río de la Plata?
¿Y en 1864, cuando Napoleón III fundó en México el Imperio de Maximiliano de Austria? ¿Y en 1866 cuando España bloqueó los puertos del Pacífico? Y cien veces más, con el pretexto de cobrar deudas o proteger súbditos. Esos son los deseos imperialistas: esquilmar las riquezas naturales en su voraz apetito de transformarse en grandes terratenientes, propietarios de fincas y minas; y sus ansias de control el comercio de importación y exportación, lo que delata sus intenciones.
Frente a esta realidad que hace su aparición en nuestro continente, nace la idea de una nación latinoamericana contrapuesta a los intereses imperialistas y las clases dominantes cipayos.
Un primer momento en la articulación de esta propuesta de unidad antiimperialista lo constituye el proyecto impulsado por Simón Bolívar, convocando a una celebración continental en Panamá: era el Congreso Anfictiónico de 1826, destinado en gran medida a buscar acuerdos que impidiesen una dispersión del continente en pequeños Estados.
Un factor que, no cabe duda, alentaba todo tipo de intentos de reconquista del territorio por parte del imperialismo, sobre todo de España. Con este congreso se inauguró efectivamente la vocación antiimperialista que se reconoce con la formulación del proyecto latinoamericano.
Sin embargo, todos los intentos de consolidar este proyecto de unidad geopolítica de orden continental se han visto obstaculizados por la alta capacidad del imperialismo mostrada a la hora de impedir su desarrollo. El control que ejerce sobre una gran parte de las clases dominantes, sin aspiraciones nacionales, es el punto sobre el cual se enquista el colonialismo cultural y político.
No hay duda de que América Latina entró en la última década del siglo XX dividida y débil, con un uso limitado de soberanía y pérdida profunda de identidad, originada por la fuerte ola de posmodernidad. Sin embargo, en la primera década del siglo XXI, América Latina a instancias en gran parte al fervor combativo de Hugo Chávez mantuvo viva la posibilidad de construir un proyecto social y político de identidad propia.
Proyecto de los pueblos que nadan a contracorriente pero que concentran todo el acervo de la creación del pensamiento crítico latinoamericano. Pensamiento que es la savia de la cual se ha nutrido el antiimperialismo militante y de donde han nacido las verdaderas luchas por la democracia y el desarrollo; fuerza renovada que, a pesar de los tiempos adversos, forma parte del futuro viable de “Nuestra América”.
La diversidad de opciones políticas revolucionarias, el surgimiento de guerrillas e insurrecciones forman parte constituyente de estos dos siglos de vida independiente. Asimismo, las intervenciones militares extranjeras, los golpes de Estado, los asesinatos políticos y la represión social ejercida por los ejércitos nacionales constituyen su contraparte.
En este sentido las burguesías han sido y son un obstáculo en la formación de la conciencia latinoamericana ya que han prestado un especial interés a la modernización de sus fuerzas armadas y éstas han respondido generosamente desplegando los sentimientos “patrios” cada vez que se les ha demandado su intervención para proteger fronteras, aumentar los territorios o frenar avances sociales considerados asuntos de guerra interna. Sus ejecutores son las burguesías locales y transnacionalizadas que no ven la hora de pasar a formar parte del imperio como socios menores del poder conquistador.
América Latina no forma parte de los países aliados, responde más a la categoría de países subordinados sin voz autónoma y libre. Hoy nos enfrentamos a formas renovadas de control geopolítico desarrolladas por el colonialismo globalizado. La deuda externa termina por diluir la poca capacidad de enfrentamiento que podían poseer las burguesías gerenciales, hipotecando el futuro de América Latina a las políticas impulsadas por los centros económicos y financieros del poder transnacional.
Hipoteca que se hace extensiva al control de las fuerzas armadas con el pretexto de luchar contra el narcotráfico y garantizar la gobernabilidad y la paz regional. Por primera vez en su historia la presencia del ejército estadounidense se ha hecho generalizada, es permanente e interviene en el proceso de toma de decisiones de los ejércitos nacionales ya intervenidos, como en México, Perú, Colombia.
La idea de una identidad cultural descansa en la capacidad que puedan mostrar los pueblos latinoamericanos para enfrentar el ataque de las burguesías gerenciales y los políticos transnacionalizador posmodernos. Esta es hoy la contradicción a la que se enfrenta el pensamiento crítico latinoamericano, y de su capacidad de respuesta depende el futuro.
El problema de la integración de nuestro continente, que ha traído y llevado a nuestra tecnocracia continental -tan propicia a los desbordes retóricos y a los informes soporífero, otra forma de retórica – es claro, un problema económico; pero es, en primer término, un problema político.
América Latina no podrá escapar del vasallaje, no podrá ser lo que debe ser si no se rompe la balcanización en la cual se debate, y seguirá siendo un resultado de la organización, primero colonial, luego industrial, mercantil y ahora globalizada.
Ese debe ser el objetivo estratégico. Los medios para lograrlo pueden variar de acuerdo con el espacio y el tiempo. Conscientes de esta realidad, cada país tiene ya, por obra de la geografía, de la historia, de las estructuras económicas, características diferenciales.
El tiempo está maduro para que la lucha de los contrastes no eclipse, la defensa de la autonomía y la necesidad de la integración deben dar origen a una síntesis. La negación dialéctica no es una ruptura de la evolución: expresa al contrario una continuidad.
La patria grande se hará con las patrias chicas, pero se hará en el crisol revolucionario y no dentro de los marcos trazados por el enemigo, conscientes que, entre el movimiento y el acto, se nos viene la noche. Hoy Venezuela, mañana ¿quién?... la enajenación del coloso del norte se hace cada vez más mentirosa, alarmante y peligrosa.
Eduardo Camin
Periodista uruguayo, corresponsal de prensa en la ONU en Ginebra. Asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la )
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