Cuidar la democracia
- Análisis
Estas líneas no son un llamado para nadie en particular, sino para todas las personas de buena voluntad que quieren vivir en paz, respetando a los demás y siendo respetadas por ellos. Estas personas son bastantes; y están regadas por todo el país; están adscritas a una diversidad de religiones e iglesias; las hay escépticas e increyentes; votan por diferentes partidos o se abstienen de votar, pero están ahí, haciendo el bien con una conciencia firme de que lo más importante es la dignidad humana. Son estas personas las que deben hacerse sentir en momentos en los cuales nuestra frágil democracia corre el riesgo de quedar fuera de balance.
No es que la democracia salvadoreña esté en peligro. Lo que sucede es que es tan frágil que cualquier situación inédita (o relativamente inédita) puede erosionar (o debilitar aún más) conquistas suyas que no son del todo firmes y que, peor aún, estás lastradas por fuertes defectos que son de origen o surgieron en el camino.
Democracia no consolidada está que tenemos, por joven –sólo comienza a tener perfiles claros a partir de 1992—, por los pocos avances que se han tenido en ejes importantes que deben cimentarla –cultura política, participación, institucionalidad e igualdad socioecómica— y por los excesos que han tenido lugar al amparo, por un lado, de reglas mal aplicadas o mal entendidas, y, por otro, de derechos democráticos irrenunciables, como la libertad de expresión, que, mal usados, han enrarecido y empobrecido el debate público.
II
No hay rosas sin espinas: mucho de lo bueno y positivo de la democracia suele estar aderezado con mucho de lo malo y negativo de las tradiciones culturales y políticas heredadas, y por las limitaciones propias de los seres humanos que son por naturaleza falibles, además de otras características defectuosas que salen a relucir, por lo general, cuando se poseen o se disputan cuotas de poder. Por eso Churchill dejó estampada en la historia la frase, ya célebre y citada infinitas veces, según la cual la democracia es el menos malo de todos los regímenes políticos.
Es curioso, pero hay que cuidar la democracia no porque sea la panacea o el camino a la perfección (o porque en sí misma sea perfecta), sino porque es el “menos malo” de todos los regímenes políticos. Y ahí donde es frágil, porque recién se ha instalado o porque aún es inmadura, debe ser más cuidada que en otras partes, ya que situaciones normales –que, de estar asentada, no la conmoverían (como un relevo de gobierno)- pueden someterla a presiones y tensiones críticas.
No tiene por qué no resistir. Incluso puede salir fortalecida. Pero también puede padecer reveces que lleven a estancamientos o incluso a retrocesos que supongan la pérdida cosas que, ahora parece irrelevantes, pero cuya obtención fue sumamente costosa para quienes –aunque sean de generaciones ya idas o de las generaciones viejas aún activas— se jugaron el pellejo para conseguirlas.
En el caso de nuestro país, el relevo de gobierno que se realizará el 1 de junio de 2019 –junto con todos los factores que lo hicieron posible (desde la institucionalidad política hasta la campaña)— será posible gracias a la instauración de un ordenamiento democrático en 19921. Una democracia, como ya se dijo, frágil y plagada de mil y un defectos, pero que ha permitido que los ciudadanos elijan a un nuevo Presidente de la República por sexta vez después del fin de la guerra civil.
III
Quienes rechazan la democracia deberían saber que, si son consecuentes, deberían rechazar este último ejercicio democrático, lo mismo que todos los anteriores hasta 1982. Asimismo, si a alguien se le ocurre que este procedimiento debe ser anulado, debe saber que, si eso sucediera, los relevos de gobierno como el que tendremos el 1 de junio se verían seriamente entorpecidos y, en el límite, serían imposibles.
No es irrazonable afirmar, por tanto, que la institucionalidad electoral es algo que debe ser cuidado y mejorado. Tiene fuertes debilidades, y las mismas deben ser examinadas en detalle para asegurar que no influyan de manera importante en el resultado electoral.
Una meta debería ser exorcizar de una buena vez el fantasma del fraude, que no ha dejado de aparecer desde 1994. Otra, una regulación más firme de las campañas, en tiempos y en contenidos, pues los abusos son y han sido frecuentes. Un asunto que deberá ser abordado tarde o temprano es el de la composición partidaria del Tribunal Supremo Electoral (TSE).
Demonizar esa composición, sólo por estar condicionada por cuotas partidarias, nada más agudiza el rechazo de distintos sectores sociales a la política, lo cual ningún demócrata razonable considera sano. Y la mirada debe ir más allá: hacia la institucionalidad del Estado, en la cual hay áreas en las que las filiaciones partidarias –por ejemplo en la Fiscalía General de la República— se han mostrado contraproducentes.
Por cierto, ningún demócrata debería restar importancia a la apatía electoral de un segmento importante de la sociedad –casi la mitad de la población en edad de votar en el ejercicio electoral de 2019—, lo cual no es nuevo, pero por eso debe preocupar más. Muchas interrogantes surgen ante esta población adulta que no se toma ni siquiera la molestia mínima de ir a las urnas. ¿Cuál es su composición demográfica? ¿Cuál su condición socio-económica? , Y no se trata de lanzar opiniones ligeras, sino de indagar con fineza sobre esas y otras interrogantes.
Por ejemplo, lanzar al ruedo la hipótesis de que en la elección de 2019 la población que no votó lo hizo por el descrédito de los partidos, que se han gastado y traicionado las esperanzas ciudadanas, lleva a preguntarse si esa misma hipótesis vale para procesos anteriores en los cuales también un segmento importante de ciudadanos se abstuvo de votar.
O lanzar la hipótesis de que ese abstencionismo expresa el hartazgo de las nuevas generaciones ante la política; y ello porque esa hipótesis es contraria a la evidencia de que sectores juveniles participan (en el pasado reciente y en el presente) en las elecciones, sino también a esas otra hipótesis que afirma que el relevo de gobierno en 2019 ha sido propiciado por la juventud.
Se trate de jóvenes o adultos –o, quizás de lo que es más apegado a la realidad, de una mezcla de ambos—, lo cierto es que si una buena parte de la población en edad de votar no lo hace –y no lo viene haciendo desde 1994 o incluso desde 1989— algo importante y grave está pasando con el sistema político y electoral.
Meterle cabeza a eso es una tarea de primera importancia, y a partir de ahí dar pasos sustantivos hacia las reformas que sean necesarias. Está pendiente una reforma constitucional y también la puesta en marcha de un nuevo acuerdo de nación, que nos permita visualizar el rumbo de El Salvador en, en cuando menos, los siguientes 25 años. Estos retos son de envergadura. Requieren, para llevarse adelante, del cuido de ese otro bien democrático que es el republicanismo, con la separación de poderes que le es consustancial. Y también requieren de una participación crítica y responsable de los actores, organizaciones, gremios, organizaciones e instituciones que expresan la diversidad de la sociedad salvadoreña.
Claro está que velar por la separación de poderes en El Salvador no quiere decir –no debería querer decir— que se esté satisfecho con cómo funciona o está constituido cada Órgano de Estado. Hay mucha tela que cortar al respecto, y los odres viejos no sirven para el vino nuevo.
El ideal republicano descansa en un Poder Ejecutivo, un Poder Legislativo y un poder Judicial fuertes, capaces, con atribuciones bien definidas, que se hagan contrapesos mutuos ante la propensión al abuso, pero en sintonía con la felicidad de la república (Maquiavelo). Las competencias, capacidades y compromiso con el bien común, por parte de quienes ocupan cargos de primer nivel en el Estado, son decisivas para una sana gestión pública.
Lo es también el respeto a las reglas del Estado democrático de derecho (tanto a las constitucionales como al entramado normativo que deriva de las mismas), de modo que estas sirvan no sólo de orientación, sino también de correctivo ante situaciones anómalas y discrecionales.
La experiencia reciente no fue buena para el republicanismo salvadoreño, con una Sala de lo Constitucional que se quiso poner por encima del Estado. Con la legitimidad del nuevo gobierno, se abre la posibilidad de que se genere un nuevo equilibrio, con un Ejecutivo que no se vea constreñido en sus atribuciones (como le sucedió en muchos momentos al gobierno saliente), y que pueda articular sus políticas y sus acciones con las de los otros Órganos del Estado. O sea, al republicanismo no le hace bien ni la supeditación de un Poder (u Órgano) de Estado a otro ni el conflicto entre ellos. Pesos y contrapesos, y respeto a la legalidad, nada más y nada menos.
IV
Algo que ha hecho bien a la democracia salvadoreña ha sido el haber abierto la posibilidad de que en el país impere, con grandes carencias, fallas y abusos, el derecho. Como ya se dijo, no hay rosas sin espinas: la propensión a normarlo todo (y de crear “realidades” a partir de normas) ha dado pie a una superbundancia de leyes, decretos y reglamentos que muchas veces se contradicen entre sí o son inaplicables por no contar con una condición real para ello. Además, al no contar con una cultura cívica bien afianzada, no han faltado quienes se las han arreglado para encontrar huecos por donde evadir sus obligaciones jurídicas de manera absolutamente injustificable.
En los años noventa, en plena “transición” democrática no era inusual escuchar, por doquier, que las “leyes están hechas para ser violadas”. Casi tres décadas después, sigue resonando la misma frase en boca de muchos. ¿Cómo afianzar en la cultura ciudadana la visión opuesta, es decir, que las leyes están hechas para ser cumplidas?
Por supuesto que con una educación crítica, con bases éticas firmes y con un respeto a la razón y a la lógica, pero también con el respeto de las leyes por parte de quienes ocupan los principales cargos en la esfera pública y privada.
Hay un efecto de cascada pernicioso, según el cual los abusos a la legalidad cometidos por los de arriba, en los ámbitos político y empresarial, se irradian como modelo a seguir por los de abajo. Este efecto de cascada negativo debe ser contenido, pues su impacto en la erosión de la cultura democrática genera severos daños no sólo en la convivencia social, sino en el desempeño institucional. Además, hace que las asimetrías en la concentración, distribución y uso de los recursos –asimetrías que son reales y condicionan la vida de las personas sin importar su edad, su relegión, su ideología o su sexo— se impongan con toda su crudeza. Cuando las reglas no se cumplen o es usan arbitrariamente, los que tienen menos recursos (y, por ende, menos poder) son quienes quedan a expensas de quienes tienen más recursos y poder.
¿Cómo poner freno a esas amenazas? Cuidando de las normas vigentes y su aplicación irrestricta en todas las esferas de la vida privada y pública. Son un bien para la sociedad, pues reducen la incertidumbre ciudadana (el gran mal de las sociedades modernas) y marcan las pautas de los procesos institucionales y los criterios para determinar derechos y deberes.
Cuidar de las normas vigentes es respetarlas y hacerlas cumplir, no anularlas y pasar por encima de ellas. Esta es una obligación compartida, y no vale decir que porque alguien en particular abusó de la legalidad vigente el abuso debe estar permitido, porque las normas no sirven de nada. Sirven de mucho: para comenzar, para discriminar entre quienes tratan de respetarlas y entre quienes las irrespetan flagrantemente.
V
Por último, otro de los bienes democráticos imprescindibles –y que todo demócrata sincero debe cuidar— es la libertad de expresión. Desde hace bastante, esa libertad viene dando lugar tendencias que no dejan de provocar resquemor, por su poca o nula calidad argumentativa o por decantarse hacia las falacias, los absurdos, la demagogia y la denigración pública de personas con las que se tienen diferencias ideológicas o de intereses. Estas tendencias coexisten planteamientos que han sido elaborados siguiendo –o intentando seguir— las reglas de la razón, la lógica y la honestidad (lo cual no quiere decir que sean verdaderas, lo cual es otro asunto). En esta mezcla es sumamente dificil separar la paja del trigo, y sólo la capacidad crítica de los individuos puede ayudar al disernimiento.
Pero tal parece que una tendencia está llamada a coexistir con la otra, y que erradicar la primera por la fuerza puede terminar también con la segunda. Ahora bien, a la democracia le hace bien el debate de ideas, razonado, prudente, lógico y honesto. Y le hace mucho mal la diatriba, la denigración y los planteamientos falaces. O la “explicación” de fenómenos complejos por “expertos” que en realidad lo que hacen es validar y repertir los prejuicios prevalecientes. O las “verdades absolutas” que defienden quienes –por su formación científica—deberían saber que lo que se afirma sobre la realidad, desde la ciencia, son verdades aproximadas; que en la actividad científica no sólo cuentan los aciertos, sino también las equivocaciones; y que si bien los aciertos son importantes es igualmente importante el procedimiento a partir del cual los mismos han sido obtenidos.
Hay que preocuparse por la instalación de estas prácticas en el debate público. Hay que preocuparse por la cultura del “francotirador”, es decir, la cultura que admite que haya quienes disparan sus dardos (críticos, denigratorios, etc.) sobre otros, estando ellos a salvo del escrutinio público. El anonimato de las redes favorece esta cultura, y en ella quienes nunca estarán a salvo ---no importa cuál sea su partido o su ideología— son lo que no tienen posibilidad de (o no quieren) ocultarse en el anonimato.
Toda persona pública está expuesta a la denigración por parte de francotiradores, que no deben ser confundidos con quienes hacen sus planteamientos críticos sabiéndose también sujetos al escrutinio de los demás. Y, ante los francotiradores, se es más vulnerable cuanto más éstos se oculten en el anomimato. Esto no es sano. Mientras no se entienda que nadie está a salvo de ser denigrado y vilipendiado, aparte de los francotiradores anónimos, no se dará la debida atención al problema, pues con esas prácticas se contamina la posibilidad de un debate de ideas limpio y honesto. El remedio no es su persecusión ni la clausura del debate de ideas, sino la no celebración de sus embestidas y el fomento de un uso crítico de los contenidos que circulan en las redes y en las publicaciones digitales en Internet.
El cultivo de un conocimiento racional, lógico y que no se despegue de la realidad es un buen aliciente para un debate de ideas rico y vital. Sólo así las personas pueden tener una buena herramienta para separar la paja del trigo en el mar de ideas prevalecientes, y también centrar la atención no la persona que opina o propone tal o cual idea –en su trayectoria moral, sus defectos o sus virtudes—sino en los contenidos de lo que propone. Asimismo, una culura racional, crítica y científica es el mejor contrapeso al dogmatismo, el fanatismo, las fantasías febriles y las ansias de hacerse con la Verdad de una vez por todas a las que es tan propenso el homo sapiens, o sea nosotros: nuevas y viejas generaciones. Generaciones vivas y generaciones que, siguiendo el curso de las leyes biológicas (físicas y químicas) –que imponen, desde que hay vida en la tierra, los ritmos inevitables de los relevos generacionales—, ya no están con nosotros.
San Salvador, 15 de febrero de 2019
- Luis Armando González, Escuela de Ciencias Sociales-Universidad de El Salvador
1 Hay quienes remontan los orígenes del proceso hasta 1982, con la elección de Asamblea Constituyente de ese año.
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