Hablar claro y sin complejos
- Opinión
Velasquismo y frustración en el siglo XX
La política ecuatoriana durante el siglo XX estuvo dominada por el discurso ilustrado de José María Velasco Ibarra. Desde 1930 captó el apoyo de los sectores populares por cinco ocasiones, habiendo hecho, cada vez que presentaba su candidatura, el papel de neutralizador de la insurgencia popular. Nunca la izquierda oficial supo enfrentar con éxito al velasquismo, habiendo manejado siempre la errónea tesis de aliarse con él y apoyarlo. El discurso anti oligárquico de Velasco fue en esencia conservador con incrustaciones liberales de acuerdo a las necesidades del momento electoral, lo que nos hace ver que durante el siglo XX también dominó el conservadurismo, pese a que la revolución alfarista había dejado atrás la negra noche colonial. Políticos como Camilo Ponce Enríquez y Galo Plaza Lasso sólo tienen sentido en el marco del dominio absoluto de las élites liberal-conservadoras.
En la década de los años setenta llega a su fin el velasquismo. Los gobiernos militares de la época, pese a las veleidades nacionalistas, al final terminan perfeccionando el mecanismo de dependencia económica con el esquema comercial superior de los Estados Unidos. Por obra y gracia de las élites eternas en el Ecuador el petróleo, en lugar de ser una bendición, se convirtió en una maldición. Ninguna explicación es válida que no sea la del entreguismo vendepatria y la corrupción de las élites. Sin compasión, los intereses foráneos aliados con los nacionales, nos han chupado la sangre.
El reinicio de la democracia en la década de los ochenta nada cambió. La esperanza se estrelló en un cerro de la provincia de Loja y, a partir de ahí, el dominio de la partidocracia fue absoluto, incluida la seudo Izquierda Democrática de Rodrigo Borja que, teniendo el poder para hacer todo, no hizo nada. El neoliberalismo estuvo representado en el rostro feroz de León Febres Cordero y en la figura bonachona de un viejo cómplice de la corrupción. Del pueblo, como siempre, sólo se acordaban las élites cada cuatro años, cuando la “democracia representativa” necesitaba refrendar el dominio de las élites. Cansado de esta farsa el pueblo engañado se vio obligado a confiar en el populismo. Patanes como Bucaram y aventureros como Gutiérrez fueron elegidos presidentes de la república y, así mismo, sacados a patadas cuando el pueblo se dio cuenta cuan farsantes eran. A finales del siglo XX el Ecuador marchaba sin rumbo, con la autoestima nacional por debajo de los tobillos y olfateando el aire a ver si llegaba alguna noticia de esperanza
El golpe brutal del feriado bancario en 1999 culminaba una larga cadena de latrocinios perpetrados por la oligarquía nacional. El atraco a los dineros de los sectores medios y populares escupió a la emigración a más de tres millones de ecuatorianos. El país se convulsionó. La oligarquía tenía la sartén por el mango. Sin cambiar un ápice en su conducta descargaba la crisis, por ella misma provocada, en las espaldas del pueblo. El Ecuador seguía siendo visto como la hacienda de los viejos terratenientes o como la empresa de los nuevos empresarios. La izquierda histórica ajustaba sus aperos para competir con los partidos de la oligarquía sirviendo como contrapeso legal al sucio juego electoral. Todo este caos bajo el eficiente control de la partidocracia.
Cuando irrumpe el movimiento indígena en la década de los noventa la nación comprende que ha estado construyendo un país a espaldas de una parte fundamental de él. El racismo, la discriminación y la ignorancia convertían a los aborígenes de las cuatro latitudes del Ecuador en actores sociales invisibles. Organizados en la CONAIE se hacen visibles y, por su propia cuenta, sin esperar invitación de nadie, se sientan en la mesa de la democracia oligárquica, con el derecho que les daba haber puesto el lomo para empujar el carro de la nación desde sus mismos orígenes. Con los trabajadores asalariados formaron una alianza que prometía la formación de un frente de clase independiente que estaría en condiciones de oponerse a la partidocracia. Los falsos dirigentes de la izquierda formal, socialistas, comunistas y toda la izquierda atomizada, desviaron las perspectivas del movimiento indígena-popular. Hegemonizados por el centro reformista hicieron abortar una opción de organización partidaria en aras de un electoralismo inmediatista, que jamás supo ni pudo sembrar para cosechar en el futuro.
La irrupción de la esperanza
A comienzos del siglo XXI el Ecuador no veía la luz al final del túnel. Había pobreza y desesperanza. Los organismos multilaterales de crédito nos ajustaban cada vez más el cinturón y la corrupción política se había empozado en todos los poderes del Estado. En una década se sucedieron siete presidentes y cada vez la crisis económica aplastaba más a los sectores populares. El nombre de un joven político se comienza a escuchar: Rafael Correa Delgado.
El acierto de este nuevo líder estuvo, desde el principio, en comprender que el momento era más político que económico. Fustigó a sus adversarios rescatando el discurso radical de la izquierda revolucionaria que había permanecido oculto y minimizado por la izquierda histórica. Nuevos aires comenzaron a soplar en el Ecuador. Captó el apoyo de todos los sectores políticos y sociales que iban del centro hacia la izquierda a lo cual sumó el respaldo de una clase media que venía desmoronándose. La estrategia política de Alianza País fue impecable hasta la Asamblea Constituyente de 2008. Paso a paso Correa fue desmontando la red de corrupción institucionalizada que la oligarquía había tejido desde el asesinato de Alfaro y mucho antes. Su propuesta de enterrar el viejo país y construir uno nuevo fue entendida y apoyada por el pueblo ecuatoriano.
Conceptualmente Correa planteó dar término a la trunca revolución alfarista lo que equivalía a modernizar el capitalismo ecuatoriano. Hasta cuando el precio del petróleo cayó bruscamente Correa cumplió al pie de la letra su programa de modernización del capitalismo. En ese esquema se explica la construcción de la red vial, los multipropósitos de la costa, las hidroeléctricas de todo el país, las escuelas del milenio, la reforma del estado, la modernización de los servicios públicos, la reforma educativa, la creación de nuevas universidades y proyectos monumentales como la Refinería del Pacífico y Yachay. El protagonismo del sector público le daba proyección de futuro a su obra, haciendo suponer que las bases estructurales sentadas durante su gobierno podían hacer evolucionar el proceso hacia horizontes de mayor radicalidad política y económica. Esa obra realizada, sin precedentes en la historia del país, convierte a Rafael Correa en el más eficiente líder que la derecha ecuatoriana ha tenido en toda su Historia, muy por arriba de Velasco Ibarra, Camilo Ponce Enríquez o Galo Plaza Lasso. Su obra tiene el incalculable valor de ser el pago de la deuda social que la oligarquía tenía con el Ecuador desde la fundación de la república y convierte a Rafael Correa en su más esclarecido adalid.
La obra de Rafael Correa lejos estuvo de ser lo que el pueblo ecuatoriano aspiraba, razón por la cual, poco a poco, su gobierno fue perdiendo su apoyo. El pueblo de la costa, por ejemplo, sentía que los multipropósitos eran necesarios, pero más sentía la necesidad de una profunda y radical reforma agraria, cosa que Rafael Correa nunca se atrevió a afrontar; el cambio de la matriz productiva era un clamor nacional, pero nunca fue más allá de la modernización del sector industrial que no era otra cosa que llover sobre lo mojado; la reforma de la educación, llamada a sentar las bases de un cambio verdadero, no escarbó sino la superficie del problema y así en todos los niveles. Pese a la construcción de una impresionante red vial, hoy por hoy, todavía los más alejados caseríos y anejos del Ecuador ven podrirse sus productos por falta de caminos vecinales, Correa ni siquiera consideró la necesidad de una reforma urbana que racionalice el problema de la vivienda y lejos estuvo de plantear como un problema negativo la monopolización de la economía. La llamada ley antimonopolios fue ignorada por el propio Estado y los grandes capitalistas del Ecuador se la pasaron por bendita sea la parte. El problema crucial de la concentración económica ni siquiera tendió a descender, sino que, por el contrario, se incrementó. Proyectos necesarios como la ley de Plusvalía no fueron tratados con la eficiencia que requerían para asestar un verdadero golpe a los especuladores de la derecha. Más fueron las buenas intenciones que las realizaciones objetivas. El grave error de no haber construido un partido orgánico e ideológico comenzó a pasar factura desde que el pueblo le quitó su apoyo. Comenzaba a percibir el olor de la corrupción enquistada en ese nuevo Estado, quizás a espaldas de su líder, pero innegablemente presente, ya que Correa nunca fue capaz de tomar distancia radical de aquellos cuadros que, desde épocas anteriores, lucraban de la riqueza del Estado. Una falla, en este caso, de claro carácter ideológico-político. En ninguna parte del planeta la Historia nos enseña que se puede hacer cambios radicales con los mismos cuadros que sostuvieron el “viejo país”. El pueblo se distanció del gobierno de Correa y este, por su propia naturaleza, se vio obligado a criminalizar la protesta social, convirtiéndose, casi al final de su período, en un gobierno antipopular y represivo.
La decadencia de la esperanza
Después del derrumbe del precio del petróleo la fuerza inicial del proceso correista comenzó a decaer. El proceso comenzó a saltar hacia atrás. Los límites del “proyecto histórico” de Alianza País comenzaron a aparecer. La falta de recursos fiscales comenzó a obligar a Correa a recortar el gasto fiscal y a iniciar un acelerado proceso de endeudamiento externo y reajustes internos que afectaron a los sectores mayoritarios. Se apoyó en los créditos chinos y volvió a coquetear con los organismos internacionales de crédito como el FMI o el Banco Mundial. Dejó preparado el terreno para que su sucesor retomara, no ya los ideales iniciales de la Revolución Ciudadana, sino los mecanismos eternos de la dependencia y sujeción a la voluntad del capitalismo corporativo mundial, ahora muy interesado y atento a los recursos naturales de nuestro pequeño país.
Su sucesor comenzó llamando “pendejada” a la Revolución Ciudadana y desde su posesión ha cumplido aplicadamente el programa de recuperación neoliberal que, al mismo Guillermo Lasso, de haber ganado, le hubiera costado trabajo aplicarlo. Lenin Moreno, asesorado por las más eficientes mentes de la derecha política del Ecuador, ha diseñado un plan de denuncias de la corrupción correista que mete sus narices hasta en los inodoros usados por el gobierno de Correa. Después de dos años de feroz pesquisa son pocas las evidencias condenatorias pero, en cambio, han posesionado la idea de que el gobierno de Correa ha sido el más corrupto de la Historia. El correismo duro llama traidor a Lenin Moreno, acusación que tiene razón de ser sólo si se refiere a la etapa inicial del proceso, pero que no la tiene si se refiere al correismo postrero, al de finales de la década de su hegemonía.
Correa llegó al final de su período con un evidente desgaste, no sólo político, sino también económico y social. El endeudamiento externo adquirido en los últimos momentos reflejaba, como una gota de agua refleja su entorno, la proyección catastrófica de la crisis que se avecinaba. Por muy imaginativa que hubiera podido ser su heterodoxia política y económica iba por el inevitable camino que le proponían las élites criollas y los dueños del poder mundial. Esa tarea se la dejó a su sucesor. Sabía, a ciencia cierta, que Lenin Moreno no estaba en capacidad siquiera de paliar la crisis, sabía que tenía que entregarse a la derecha. Ningún otro camino era posible, salvo el revolucionario. Volver a los orígenes de la Revolución Ciudadana, ni pensarlo. Correa se vio obligado a ver, desde la playa, como la barca de su Revolución Ciudadana naufragaba en el absorbente mar del neoliberalismo. Pero este hecho tenía una enorme ventaja para él y sus pretensiones políticas: lo dejaba limpio, como una víctima de la felonía de su sucesor.
El más grande reformista de la derecha progresista en el Ecuador se había parado justo en el borde del abismo. Un paso más y caía al vacío. El servilismo incondicional de Lenin Moreno a las élites criollas, salva al líder progresista, conservando de él la imagen mítica del reformador revolucionario. Pero ya no es lo mismo. La propia gestión del correismo ha desarrollado, en sentido revolucionario, la conciencia de la militancia de base del correismo. En diez años han aprendido que la sociedad está polarizada y que se tiene que pertenecer a uno u otro bando, han aprendido que todo gira alrededor del poder político. El correismo rasga el velo de la espantosa ignorancia política en las que las élites han mantenido a las masas, no estoy hablando sólo de sus cuadros dirigentes, sino de su militancia de base.
La disyuntiva revolucionaria
El gobierno de Lenin Moreno aparece como el opositor natural del correismo sólo porque la oligarquía ecuatoriana así se ha empeñado en hacerlo aparecer. Son las élites las que han construido la imagen de un Correa socialista y pro comunista, partidario de procesos como el cubano y el venezolano. No hay tal cosa. Como hemos dicho, Rafael Correa es el más eficiente reformista que la derecha ha tenido en toda su historia, pero no llega a ser un verdadero líder revolucionario. Otra cosa es que su aventura política le haya puesto frente a esa disyuntiva. Veamos por qué.
La izquierda en el Ecuador fue desnudada hasta los huesos por Rafael Correa. La izquierda histórica, socialista y comunista, se vio obligada a abandonar su pretendido discurso de izquierda porque el accionar del reformismo correista le dejó sin piso. Sin contenidos substancialmente teóricos e ideológicos, esa izquierda se desmadejó como un muñeco de trapo. Hoy es sólo un membrete sobre el cual bailan algunos dirigentes “históricos” para satisfacer su ego y nada más. El reformismo de Correa anuló el reformismo de la izquierda histórica. Los grupos radicales, como el MIR o el AVC, cayeron en la trampa de entrar al recinto correista con la tesis falsa de que podrían manejarlo desde adentro. Fueron anulados. Y pare de contar. Por absorción o por anulación directa el correismo pasó a ser la izquierda ecuatoriana, sólo que dirigida por un caudillo, sin estructura orgánica ni ideología definida y, lo que es peor, sin metas históricas revolucionarias.
Hoy por hoy el morenismo obliga a Rafael Correa a tomar posición. Durante diez años agitó las banderas del progresismo, sin poder superar sus límites. La heterodoxia económica aplicada, incluida su generosa imaginación para inventar fórmulas nuevas, no pudo romper la trampa del desarrollismo capitalista. Su límite extremo fue la modernización del sistema, lo cual logró con sobra de méritos. El regreso del neoliberalismo no puede ser neutralizado con las mismas fórmulas del reformismo progresista aplicadas durante diez años, hoy hay que darle otra vuelta a la tuerca del progresismo, vuelta que nos pondrá más cerca de una verdadera revolución.
No es posible un neocorreismo como el Pablo Dávalos parece sostener. Medidas económicas heterodoxas ya fueron aplicadas hasta la saciedad por el correismo y ya no son suficientes. Sirvieron sólo para modernizar el capitalismo y su reiteración serviría para fortalecer más a los grupos económicos dominantes. Un neocorreismo sería otro engaño al pueblo ecuatoriano y serían fatales sus consecuencias. Lo que el momento histórico nos exige es un correismo sin Correa, no sólo porque la derecha anuló electoralmente al líder, sino porque la historia así lo exige.
Dos factores coadyuvan a este propósito. El referente vivo del líder fundador de la Revolución Ciudadana. Correa es una bandera, un portaestandarte, un símbolo de la lucha progresista en el Ecuador. Esta condición debe ser aprovechada por el movimiento dejando a un lado el complejo de que sólo Correa puede dirigir el proceso. El mismo proceso hará surgir los líderes necesarios, porque no son las personalidades las que hacen la historia, sino los pueblos. Y dos, el nivel de conciencia alcanzado por la militancia correista en estos diez años de lucha. Este capital político es inapreciable y sería erróneo no saber aprovecharlo.
El correismo, de aquí en adelante, tiene que ser, sobre todo, un movimiento político-ideológico con una sólida estructura partidaria, capaz de dar dirección revolucionaria al movimiento. Sin esos elementos no se podría avanzar. Las elecciones seccionales de marzo deben servir como un ensayo general antes de las elecciones presidenciales de 2021.
La clave de la lucha política está en profundizar todas las iniciativas político-económicas implementadas por el correismo en la primera etapa. Profundizarlas significa radicalizarlas, pero, por otro lado, se necesita avanzar, ir más allá en la lucha contra la oligarquía y el sistema capitalista. Para hacerlo se tiene que tener concepciones político-ideológicas sobre estos tres temas fundamentales:
El poder
La matriz productiva y
La educación
Sobre el primer punto. La militancia debe tener claro que toda lucha política gira en torno del poder del Estado que va, desde una Junta Parroquial hasta la Presidencia de la República. El poder no es poder si no tiene el respaldo del pueblo, entendido como la suma de todos los sectores populares, de los sectores medios pauperizados, minorías inconformes, profesionales progresistas, feministas, jóvenes, jubilados, ecologistas etc., etc., etc. Tampoco es poder efectivo si los sectores sociales no están en capacidad de movilizarse constantemente por sus aspiraciones. Es el partido el que se encarga de movilizar a su militancia y sus aliados. En el ámbito del poder hay que definir una política de alianzas bajo el principio de ir de la izquierda (el partido) hacia el centro, nunca al revés y siempre bajo un acuerdo programático.
Sobre la matriz productiva. Dar prioridad a la producción agrícola para desplazar paulatinamente al sector industrial a un segundo plano. El fin es producir más valores de uso, lo que tendería a una transformación profunda a mediano y largo plazo de nuestra forma de vida. La base de este proceso es la implementación de una Reforma Agraria que elimine, de forma definitiva, la gran propiedad terrateniente y el latifundio, acercándonos al ideal de un Sumak Kawsay actualizado que armonice la vida del ser humano con la naturaleza y mantenga el equilibrio dinámico de la economía.
Y tres, la educación. Es en este sector donde comienza una verdadera revolución. Se debe implementar una educación nacional, igual para todos, sustentada en el principio básico del servicio y no del lucro, profundamente humana y solidaria.
Pequeño epílogo necesario
En fin, hablar claro y sin complejos significa aprender a mirarnos a los ojos, dialogar entre afines para limar las diferencias no fundamentales, reconocer los valores del pasado inmediato y justipreciarlos en su dimensión real y estar atentos a los nuevos líderes que sobre la marcha seguirán surgiendo para superar el caudillismo y los errores cometidos, para construir el partido de la revolución y blindarlo contra el oportunismo y la corrupción.
Si no podemos darle otra vuelta de tuerca al progresismo latinoamericano, veremos morir la esperanza.
11-01-2019
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