Divide et impera
- Opinión
Un desamparado se salvó
Por causa de una buena acción
Y hoy nadie lo repudia, aleluya
Y un hambriento hoy tiene de comer
Y hoy donaron a una iglesia una fortuna
Aleluya…
(Versión castellana de “Hallelujah”)
La globalización explotó. Como en un Big Bang, su realidad todavía existe, pero ha generado una estela de micro fragmentos que se van alejando unos de otros, creando mundos, sistemas solares que se ven, pero se desconocen entre sí. Como el Big Bang, esta hiper fragmentación es reversible, sólo que el mundo humano suele desafiar las leyes de la física y esperamos que la reversión no sea un Big Crunch, una gran implosión.
Para aquellos que estamos a favor de la revolución humanista iniciada en el siglo XV (no confundir humanismo con ateísmo), con sus ideas herejes de libertad individual, de progreso de la historia a través de la educación (proceso que se aceleró con la revolución científica del siglo XVII y el Iluminismo en el silo XVIII) lo que estamos presenciando hoy es un regreso a la Edad Media, a un Neomedievalismo superpuesto a un progreso tecnológico que no se detiene y que pareciera seguir sus propias leyes, independiente de las leyes sociales.
Como en la Edad Media, la verdad y la justicia ya no depende de la razón y la investigación de los hechos (quizás el único aporte positivo de la inquisición), sino de la fuerza del brazo del vencedor, como en el torneo medieval. Como en la justa medieval, quien tiene los medios, la lanza y el caballo, son los caballeros, no los plebeyos de a pie, razón por la cual el ganador, es decir el dueño de la razón y la verdad, es siempre el noble, el aristócrata. El vasallo, el buen vasallo, se doblega ante la verdad dominante—cuando no la defiende a muerte.
El espíritu de partido no es diferente al espíritu del fútbol moderno y de cualquier otro torneo antiguo. Como en la guerra, el soldado no se detiene, ni puede detenerse a pensar si está del lado de los justos o del otro lado. Su objetivo es vencer y sobrevivir. Lo mismo con la política tradicional, con las luchas de fanáticos deportivos o religiosos. Los hechos no importan en ningún caso. ¿Cuándo alguien cambió de religión o de equipo de fútbol en base a un hecho, por dramático que fuese? En política partidaria suele ocurrir lo mismo. Los únicos hechos que pueden conmover a un votante del partido X, del candidato Y, son los económicos. Especialmente cuando la economía golpea de forma dramática su propio bolsillo, que es el órgano más sensible de un votante. Pero esto ocurre cuando los golpes son violentos, como en una recesión. Si su bolsillo está herido y desangra lentamente, año tras año, las narrativas de consuelo suelen anestesiar el dolor y el fiel votante se aferra a la bandera como un hincha de fútbol, como un creyente fanático. Esa es la función de la gran narrativa del poder: encubrir, consolar: ir a la guerra con fervor; atacar al peligroso pobre, a la temida chusma, mientras se defiende la estabilidad de la sociedad a través de la seguridad y protección del uno por ciento que posee la mayor parte de los beneficios de un país, de una sociedad, del progreso de la historia, como si ellos fuesen los responsables del bienestar del resto de la población.
Por la dinámica de esta fidelidad del consumidor, es que se explica cómo, por ejemplo, en Estados Unidos aquellos que defienden la vida oponiéndose al aborto sin restricciones son amantes de las armas. Aquellos que se dicen “cristianos compasivos” son los primeros en apoyar las guerras económicas y militares contra otros países, con ese espíritu de cruzada, propio de muchas otras sectas. Son enemigos de los impuestos, partidarios acérrimos del beneficio de una elite privada sobre una minúscula redistribución de la riqueza de una sociedad entre sus miembros menos favorecidos. Son religiosos defensores de las leyes de Darwin al tiempo que demonizan a Darwin. Y así un largo etcétera.
La razón radica en que un partido (una “fracción”), en el fondo es una trampa para las causas. Los partidos crean divisiones dualísticas, paquetes ideológicos, como en los torneos medievales, y todo lo que caiga de este lado debe ser definido, y atacado todo lo que caiga del otro. Así, si estoy contra el aborto y a favor de la redistribución de la riqueza, tarde o temprano voy a terminar, dependiendo del partido, estando a favor o en contra del aborto, cuando el mismo concepto es una trampa: nadie, con excepciones, está a favor del aborto per se; nadie es “anti vida”. Todos somos “pro vida”. El problema es que concebimos diferentes soluciones. Lo que para unos es el mal menor, para los otros (los “pro vida”) es el mal, a secas.
Y así seguimos atrapados. Porque no sólo los partidos políticos son trampas. Las mismas palabras (como ideoléxicos) lo son. Todos somos liberales y conservadores al mismo tiempo, en diversos grados y en diversos temas, pero las definiciones nos meten en uno de los dos paquetes y nosotros mismos terminamos, por ese espíritu de partido, defendiendo el paquete completo sin cuestionamientos, temiendo “traicionar la causa”.
La fragmentación y la compartimentación del pueblo siempre fue una técnica del poder. No voy a volver sobre Trump, pero consideremos la promoción por escrito, menos hipócrita, del racismo del gobernador de Carolina del Sur, James Glen, en el siglo XVIII, para mantener a diferentes grupos raciales odiándose unos a otros con el solo objetivo de asegurar la paz y la estabilidad—de aquellos en el poder de turno. O las prácticas administrativas de los sistemas fascistas y del sistema soviético. O la retórica del presidente venezolano Nicolás Maduro. O las viejas prácticas de las más importantes multinacionales de los países “democráticos”, gobernadas por un CEO (un “gerente ejecutivo”) quien es, por definición, un dictador—puede ser una persona buena o mala, pero es siempre un dictador que, cuando se convierte en presidente de un país no deja de serlo, aunque limitado por algunas instituciones.
Actualmente, la hiper fragmentación, apoyada por las tecnologías, se está dando en las sociedades y en el individuo mismo. Es más: el individuo ya no posee una identidad sino muchas y contradictorias. Ante la percepción de la hiper fragmentación, el individuo se impone una unión a la fuerza, a través de la eliminación de la diversidad, del odio al otro. Es un síntoma esquizofrénico, tal vez neurótico, de nuestra realidad intercultural. De esto ya nos ocupamos hace más de diez años.
Paradójicamente, la aceptación de la diversidad implica una unión mayor, mientras las uniones corporativas, nacionalistas, implican una división. Por lo pronto, y aunque pueda parecer una idea algo utópica, una de las soluciones es la eliminación gradual de los partidos políticos (o de su predominancia), la sustitución de esas instituciones rígidas y maniqueístas por “Las causas”, lo cual no implica la eliminación de los conflictos, pero sí de la aniquilación.
Más o menos, estas eran nuestras ideas en los años 90. El presente se ha movido en dirección contraria. No obstante, podemos creer que tanto el bien como la posibilidad están del otro lado: en democracias más directas, liberadas de patriotismos anacrónicos y criminales, en beneficio de una conciencia y un interés más global y no sólo para los ricos.
Mayo 2018
- Jorge Majfud es escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras novelas.
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