La necropolítica está en el centro de las políticas migratorias

23/02/2018
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Sin duda alguna, los ricos han declarado la guerra a los pobres, una guerra social que no persigue una victoria absoluta, ya que se vincula con una nueva fase de larga duración dentro del propio sistema de dominación

 

A las personas refugiadas y migrantes se les está dejando morir en el Mediterráneo y abandonando en el desierto del Sahara. Y eso se llama necropolítica, dejar morir por falta de atención a quienes tienen hambre, o por falta de socorro a quienes se ahogan en el mar.

 

Javier de Lucas considera que es una «concepción de la política en la que la vida de los otros es objeto de cálculo y por tanto carece de valor intrínseco en la medida en que no resultan rentables o dejan de serlo». En la misma dirección, Achille Mbembe entiende que «los dirigentes de facto ejercen su autoridad mediante el uso de la violencia y se arrogan el derecho decidir sobre la vida de los gobernados». Es evidente que la violencia se revela como un fin en sí misma y se utiliza para discernir quién tiene importancia y quién no, quién es fácilmente sustituible y quién no.

 

Por ejemplo, la supuesta descoordinación entre la guardia costera italiana y la de Malta costó la vida de 268 personas –incluidos 60 niños y niñas–. O el bloqueo de inmigrantes en alta mar por parte de la Guardia Civil española y su posterior devolución a Marruecos, que provocó 388 muertos y desaparecidos (122 menores entre septiembre de 2015 y diciembre de 2016). O el destrozo por parte de los agentes de la Patrulla Fronteriza de EEUU de las garrafas de agua que la gente solidaria deja en el desierto de Arizona, son solo tres de las múltiples prácticas de necropolítica que hoy en día abundan.

 

Pero también lo son que un total de 44 migrantes murieran de sed en medio del desierto del Sahara cuando eran transportados de Níger a Libia; que 10.000 niños y niñas hayan desparecido al cruzar las fronteras europeas según Europol; que miles de niñas nigerianas sean vendidas año tras año como esclavas sexuales; que siete mujeres se ahogaran en la frontera sur, el 31 de agosto de 2017, en una devolución en caliente; que 15 personas refugiadas sirias murieran de frío cuando intentaban entrar en el Líbano a finales de enero de 2018, y que en esta misma fecha, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) confirme la muerte de migrantes en Europa muriendo de frío.

 

Aún hay más, la necropolítica continúa. 90 personas murieron el 2 de enero de 2018 frente a las costas de Libia tras volcar el barco en el que navegaban; 2 días después se produjo la mayor tragedia migratoria en la frontera sur, con la desaparición de 47 personas frente a las costas de Ceuta; mientras, el pasado 4 de noviembre de 2017 se localizó una patera con 319 migrantes eritreos. En la bodega inferior del barco viajaban 69 mujeres. Casi todas estaban enfermas y casi todas habían sido violadas.

 

Pero estos datos, calientes, pueden ser analizados fríamente, pero no pueden hacernos olvidar el dolor emocional y la destrucción en vida de millones de personas cuyo único delito es intentar sobrevivir. ¿Cómo se puede evaluar tanto dolor? Cuando perdemos a un ser querido, a uno solo, sentimos que el tiempo y el espacio toman otra dimensión, por eso no queremos que los datos y los análisis empañen –en ningún caso– la verdadera dimensión de esta tragedia.

 

Tragedia que viene acompañada de múltiples responsabilidades políticas. ¿Cómo evaluar las declaraciones del jefe de la agencia europea de fronteras Frontex, Fabricce Legerri, que en febrero de 2017 declaró que los rescates de las ONG envalentonan a los traficantes? ¿Y el informe de Frontex publicado a finales de 2016, que acusó de trabajo conjunto con las redes de tráfico de personas a las organizaciones solidarias con personas refugiadas? ¿Y las declaraciones del líder del grupo parlamentario del Partido Popular Europeo, Manfred Webwer, a favor de una «solución final para la cuestión de los refugiados», expresión con reminiscencias nazis? ¿Y las palabras del actual ministro del Interior de España, Juan Zoido, que afirmó que no es nuestra responsabilidad que decidan huir de sus países, y que las ONG colaboran con redes de tráfico ilegal de personas? ¿Y cómo valorar que la Fiscalía italiana de Catania haga lo mismo con las organizaciones que rescatan personas en el Mediterráneo? ¿Y los ataques de los guardacostas libios entrenados por la UE a las naves solidarias en el Mediterráneo? ¿Y los asesinatos en la playa de Tarajal en la Frontera Sur, donde catorce personas fallecieron, el 6 de febrero de 2014, en aguas fronterizas entre pelotas de goma y botes de humo de la Guardia Civil española?

 

Las muertes y desapariciones de personas refugiadas y migrantes en la frontera entre EEUU y México, en los países europeos, en el Mediterráneo y en el desierto del Sahara elevan a miles y miles de cuerpos migrantes rotos por la necropolítica. Además, a los supervivientes de los naufragios se les aplican protocolos de seguridad, no de víctimas. Y todo ello no son hechos aislados, son políticas sistemáticas llevas a cabo en el corazón de Europa. Como afirma Arturo Borra, «lejos de constituir una fatalidad trágica, el naufragio repetido de miles de personas en el Mediterráneo es un hecho tan dramático como previsible y evitable». Los sucesivos naufragios son el resultado de políticas que priorizan el control migratorio a la protección de los derechos humanos. Estamos hablando de verdaderas políticas asesinas.

 

Pensamos que en el Mediterráneo se están acuñando verdaderos crímenes contra la humanidad. Se abandona a quienes huyen de la guerra, o de la miseria, o de la violencia machista, en territorios supuestamente de paz como es el Mediterráneo, y eso se acerca mucho a una nueva tipificación de lo que podríamos denominar «crímenes de paz».

 

Por otra parte, se están produciendo verdaderos crímenes internacionales en una alianza perversa entre la economía criminal y la economía legal, entre la economía mafiosa que lava su dinero en la economía legal. Y se asesina a líderes y lideresas de los movimientos ecologistas, feministas, LGTB, campesinos e indígenas, por liderar respuestas en defensa de su tierra, en contra de los grandes proyectos hidroeléctricos –300 activistas asesinadas en 2017–, pero también se elimina a gente, simplemente porque son personas que al sistema económico le sobran. Las personas que no puedan consumir o producir le estorban al sistema capitalista y se convierten en desechos humanos, tal y como afirma Bauman.

 

Sin duda alguna, los ricos han declarado la guerra a los pobres, una guerra social que no persigue una victoria absoluta, ya que se vincula con una nueva fase de larga duración dentro del propio sistema de dominación. La violencia contra los pobres no es una amenaza, es un hecho que forma parte del núcleo esencial del modelo capitalista y patriarcal.

 

Nos encontramos ante una situación de emergencia social y consideramos que prestar ayuda a quien la necesita, más allá de su situación administrativa, es acorde a la filosofía del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Compartir luchas con las personas refugiadas y migrantes es –en la actual situación de reiterado incumplimiento institucional y ausencia de políticas a favor de los derechos humanos– perfectamente legítimo. No nos queda más remedio que desobedecer las normas injustas para defender la dignidad humana, y como dijo Emmeline Pankhurst en 1908 al jurado que la estaba juzgando «estamos aquí no por quebrantar las leyes, sino por nuestros esfuerzos por crear nuevas leyes».

 

Juan Hernández Zubizarreta

Observatorio de Multinacionales en América Latina (Paz con Dignidad-OMAL)

 

https://www.naiz.eus/eu/hemeroteca/gara/editions/2018-02-23/hemeroteca_articles/la-necropolitica-esta-en-el-centro-de-las-politicas-migratorias

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/191229
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