¿Quo vadis, Ecuador? (III y final)

22/03/2017
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(Fragmentos del discurso de orden pronunciado en la sesión solemne del Colegio de Economistas de Quito el día 23 de noviembre del 2000. El acto tuvo lugar en el Auditorio “Germánico Salgado Peñaherrera” del CEQ. El texto fue publicado originalmente bajo el título “El doble derrumbe de la Modernidad”)

 

(…)

 

Comenzaré mi exposición aludiendo a un juicio que, al menos para los ecuatorianos, ha devenido  la verdad más contundente, dolorosa e incontrastable, la verdad de que, en este  tornasiglo, vivimos una crisis multifacética –podría decirse sistémica- que amenaza incluso con la disolución político-administrativa de la República.

 

¿Cómo pudimos llegar a este lamentable estado que, desde mi percepción y mutatis mutandi, planea sobre el mundo entero? Para orientar mis reflexiones sobre tan trascendental cuestión he creído del caso guiarme por la siguiente hipótesis: El drama contemporáneo de la humanidad tiene sus raíces en el predominio del orden económico (más precisamente, economicista) sobre el político y el moral.

 

Enfoque ciertamente antiquísimo, conforme se deriva de la siguiente reflexión de Confucio: “Si un príncipe sólo piensa en enriquecer su reino, los ministros también sólo pensarán en acumular bienes para sus familias, los funcionarios y los hombres del pueblo tampoco buscarán otra cosa que su propio enriquecimiento. Entonces, surgirán discordias entre los superiores e inferiores para obtener la máxima cantidad de riquezas, con lo que se tambalearán los cimientos del reino”.

 

Este texto escrito hace más de dos mil años describe -a mi juicio- con impresionante precisión la patología esencial de los Tiempos Modernos.

 

En sustancia, el maestro oriental lo que expresa es que el ansia de dinero constituye la raíz más poderosa de la concupiscencia humana, concupiscencia que fatalmente desemboca en la liquidación de cualquier orden político, moral e institucional.

 

En Occidente, la misma idea aparecerá en la cultura judeo-cristiana representada en la

figura de Leviatán, el monstruo apocalíptico que terminó por hundir a Babilonia.

 

La identificación de las semillas del mal en el culto del dinero es recurrente en las diversas civilizaciones “premodernas”, lo cual permite inferir –repito- que la decadencia de los pueblos puede asociarse al predominio del orden crematístico sobre el político y el moral.

 

¿Cómo ocurre esto en los tiempos que vivimos, los tiempos que surgen del Renacimiento europeo catapultados por el dinero y la ciencia positiva o tecnociencia, los dos ejes de la razón instrumental?

 

La respuesta casi tautológica es que ocurre precisamente por la fuerza de esos instrumentos.

 

A continuación desglosaré los motivos.

 

Roger Garaudy explica que la supremacía del dinero obedece al desarrollo del mercado,

proceso que justamente está en la base del Renacimiento y la Modernidad. Hasta la época

previa –dice- “los fines últimos de la vida se definían (en Occidente) al margen del mercado: venían establecidos por las jerarquías sociales, las morales implícitas o explícitas, las religiones cuyo origen y fundamento es ajeno al mercado. El mercado sólo llega a convertirse en una religión cuando se erige en regulador único de las relaciones sociales, personales o nacionales, fuente única de la jerarquía y el poder”.

 

(…)

 

Por su lado, la ciencia positiva, el otro componente amoral de las sociedades modernas, ha tenido –como sabemos- un ascenso espectacular y deslumbrante. Baste señalar que el siglo XX ha sido testigo de los viajes espaciales y de la comunicación en tiempo real para constatar que la razón tecnológica ha superado la fantasía, aunque también resulta indiscutible que ha dado lugar a otro culto profano del cual virtualmente todos participamos: la tecnolatría.

 

¿A dónde nos han conducido estos cultos modernos del mercado, el dinero y la tecnología?

 

Respuesta: a una crisis civilizatoria, al filo del abismo.

 

Visión de las cosas que, obviamente, ustedes podrían no compartir, pero que, a mi juicio, tiene abrumadores sustentos.

 

¿A qué aludo? A los inquietantes impactos de la hegemonía del dinero y la tecnología en el hombre contemporáneo.

 

Me explico con las palabras de Ernesto Sábato, quien en su libro Hombres y engranajes (1951) elaboró la siguiente síntesis de la Modernidad:

 

“Contrariamente a la creencia comunista -escribió el autor de El Túnel- la crisis contemporánea no es sólo la crisis del sistema capitalista: es el fin de toda esa concepción de la vida y del hombre que surgió en Occidente con el Renacimiento.

 

De tal modo que es imposible entender este derrumbe si no se examina la esencia de esa civilización renacentista.

 

El Renacimiento se produjo mediante tres paradojas:

 

1ª. Fue un movimiento individualista que terminó en la masificación.

2ª. Fue un movimiento naturalista que terminó en la máquina.

3ª. Fue un movimiento humanista que terminó en la deshumanización.

 

Que no son sino aspectos de una sola y gigantesca paradoja: la deshumanización de la  Humanidad”.

.

¿Cómo entender en los días que corren la patética paradoja sabatiana de la  deshumanización del hombre, del vanidoso hombre engendrado por la Modernidad

y cuya debacle fuera vislumbrada desde el siglo XIX por genios atormentados como Dostoyevski y Nietzsche?

 

Una exploración de las amorales relaciones entre los hombres y de las de éstos con la naturaleza fraguadas por la Modernidad nos alumbra en ese propósito.

 

Comencemos por analizar las relaciones hombre-naturaleza.

 

A lo largo de miles de años –señalan los estudiosos- la humanidad logró mantener un vínculo de equilibrio con la naturaleza que posibilitó un avance demográfico cuantitativo y cualitativo. Esa relación de equilibrio se rompe con la hegemonía de la ciencia positiva y la consolidación de la sociedad industrial. La ruptura ha sido tan violenta que únicamente en los últimos 25 años –un instante en tiempo cósmico- la humanidad ha agotado la cuarta parte de los recursos físicos del planeta. La ruptura de la unidad dialéctica entre el hombre y la naturaleza provocada por el reinado del dinero y la tecnología está, sin duda, en la raíz del cataclismo ecológico.

 

La raíz del desastre ecológico obedecería a que el homo economicus y el homo consumens, esas aberrantes categorías de la ciencia económica convencional  hicieron que los individuos –la nominación aparece precisa- dejarán de considerarse parte de la naturaleza, y en lugar de apoyarla, con la tecnología en ristre terminaran por declararle la guerra. Una guerra en la cual están resultando victoriosos. Así de absurda es la cuestión.

 

Iván Ilich ha descrito la tragedia de modo alucinante y triste. Oigámosle: “Desde el sufrimiento de los pacientes con cáncer y la ignorancia de los pobres- dice Illich- hasta el hacinamiento urbano, la escasez de vivienda y la contaminación del aire son productos de las instituciones de la sociedad industrial diseñadas originalmente para proteger al hombre de la calle del medio ambiente, mejorar sus circunstancias materiales y reforzar su libertad. Al violar los límites establecidos para el hombre por la naturaleza y la historia, la sociedad industrial  engendró incapacidad y sufrimiento en aras de eliminar la incapacidad y el sufrimiento. Esta violación de los límites de la relación hombre-naturaleza supone una transgresión de la ética global y cosmológica, transgresión por la cual el colectivo de la humanidad contemporánea ha comenzado a pagar un altísimo precio”.

 

¿Cuáles las causas íntimas?

 

“Común a todas la éticas preindustriales –nos explica el propio Illich- era la idea de que los límites de la acción humana estaban estrechamente circunscritos. La tecnología constituía un tributo medido a la necesidad, y no el implemento para facilitar la acción elegida por la humanidad. En épocas más recientes, a través de nuestro desmedido intento por transformar la condición humana con la industrialización, nuestra cultura íntegra ha caído presa de la envidia de los dioses. Somos rehenes de un estilo de vida que nos predestina a la destrucción”.

 

 El racionalista y mitológico Ícaro habría vuelto a fracasar en su desaforado sueño de conquistar el Sol y al comenzar este nuevo siglo, con sus alas recalentadas, se precipita nuevamente sobre las peñas del mar.

 

La “avaricia radical” (pleonaxia) y la “insolencia sin medida” (hubris) han venido pautando este proceso que se está llevando a la naturaleza y, de la mano, al hombre.

 

Veamos ahora, aunque sea lacónicamente, el derrumbe de las relaciones entre los hombres derivado asimismo de la victoria renacentista de la razón instrumental sobre las concepciones previas de la Política y la Economía mediante la mutilación de su sustrato ético primigenio.

 

¿A qué me refiero?

 

Si nos enmarcamos en Occidente, y más allá de las exacciones de la nobleza y el clero

feudales, no se puede menos que reconocer que el cristianismo sostuvo discursivamente y en la prueba de la práctica en muchos casos (Bartolomé de las Casas, por ejemplo) la unidad de la Ética con la Política, lo cual significaba que la actividad política –siempre según el cristianismo- tenía que legitimarse por su condición de servicio moral a los hombres y a los pueblos.

 

Esta fusión entre Ética y Política comenzará a diluirse por el creciente predominio de la razón individualista de la burguesía y los aportes de ideólogos del empirismo como Locke y  Hume, que encontraron inadmisible la aplicación de nociones morales en los asuntos del Estado,  reenfoque de la política que creó la premisa para una lógica del poder por el poder, vale decir, para la concupiscencia del poder, fundada en el economicismo, en la materialidad del poder. Si sabremos los ecuatorianos que acabamos de asistir a la disputa del poder entre dos mafias financieras.

 

La ruptura entre la Etica y la Economía, comprendida la Economía como el saber holístico y moral de la tradición grecolatina, constituye, asimismo, un terrible e inequívoco trofeo de la Modernidad.

 

Escuchémosle a este respecto a Aleksander Solzhenitsin, el famoso disidente de la ex Unión Soviética (donde también, con rituales distintos, se rindió culto a los mismos dioses de la Modernidad). “El siglo XVIII -dice Solzhenitsin- nos dejó el precepto de Jeremy Bentham: moralidad es aquello que brinda placer al mayor número de personas; el hombre jamás podrá desear otra cosa que no sea aquello que favorece la conservación de su propia existencia”.

 

Este postulado sobre la unidimensionalidad humana de Bentham –como sabemos- se convertirá en la piedra miliar de la teoría económica de la Modernidad, particularmente de la construcción neoclásica, aunque también del socialismo marxista bajo la dogmática estaliniana, que han terminado por edificar un fundamentalismo con una sola ley: la Ley del Mercado.

 

Valga la siguiente acotación al margen. Visionariamente, Bolívar, el padre de nuestras patrias, habría previsto el peligro que implicaba para Hispanoamérica el enfoque amoral de las cuestiones económicas, al punto que como nos recuerda José Consuegra en su libro Las ideas económicas de Simón Bolívar, llegó a proscribir por decreto los textos de Bentham de las universidades de la Gran Colombia. Igual prohibición a la que dispusiera la Iglesia Católica. Medidas sin duda radicales, aunque idénticas a la de signo contrario que impusiera el presidente Santander, por la cual establecía como obras únicas para el estudio del derecho civil y penal a las del citado filósofo utilitarista.

 

(…)

 

¿A dónde nos ha conducido la victoria orgiástica del amoral discurso económico moderno?

 

Me pregunto y pregunto a ustedes, ¿no es una moral darwiniana o, para ser más  preciso, una antimoral la que viene imponiendo la financiarizada globalización corporativa?

 

Dejemos que respondan los hechos globales.

 

La economía mundial contemporánea está controlada en un 25 por ciento por unas 200 empresas transnacionales que emplean el 0.75 por ciento de la fuerza laboral, desproporción que se ampliaría con la robotización en curso. Esta concentración de la propiedad determina una desigualitaria distribución de los ingresos. Conforme a estadísticas de las Naciones Unidas, unas 358 personas naturales –repito 358-plácidamente instaladas en el “planeta financiero”, detentan ingresos equivalentes a los de los 2.600 millones de habitantes menos favorecidos, es decir, el 40 por ciento de la población mundial.

 

Estas son las consecuencias de la “economía-casino” que ha terminado por galvanizar sobre nuestras cabezas la ciencia positiva, la economía positiva, el liberalismo económico, la implacable lógica del mercado capitalista ahora mundializado. ¿Qué podremos decir los ecuatorianos que en virtud de esa lógica perdimos la soberanía monetaria y hemos “exportado” cientos de miles de nuestros compatriotas para equilibrar el intercambio?

 

¿Cómo se pudo llegar a estos extremos de injusticia y de moral darwiniana?

 

Respuesta: la humanidad perdió su brújula moral.

 

La Modernidad, el Progreso, el Crecimiento y el Desarrollo –no olvidemos las mayúsculas- han avanzado ciertamente en los últimos tres siglos. Mas, sin duda, han sido avances con más náufragos que sobrevivientes, con el agravante de que en ese viaje se ha venido desdibujando el alma humana.

 

El hombre de la Modernidad vive un cataclismo interno, una guerra civil interna ha dicho el dirigente zapatista Marcos.

 

¿Cómo pudimos llegar a semejante encrucijada?

 

En concomitancia a lo que he sustentado en esta missma noche, tengo que decir con amargura que gran parte de la responsabilidad recae sobre las desviaciones de la Economía moderna que predomina tanto en las metrópolis como en la periferia.

 

Una visión extraña para entender problemas extraños y defender intereses extraños o individualistas y fraccionalistas internos se ha erigido en América Latina y el Ecuador en la Ciencia Económica.

 

De este modo, hemos ignorado de  partida que la verdadera Economía tiene que ser una disciplina totalizante y ética, como la entendió la sabiduría griega antes de Cristo y  como la siguen entendiendo nuestras comunidades indígenas peyorativamente identificadas como “primitivas”.

 

La mutilación del carácter holístico y ético de la Economía, además del histórico, está en la raíz de las múltiples servidumbres que se han acumulado para nuestros países –la astronómica e impagable deuda externa es una de ellas-, derivando en lo que el célebre economista brasileño Celso Furtado ha denominado certeramente como el “ilusionismo de la Economía”, en referencia a nuestra vocación por problemas secundarios cuando no falsos.

 

Tiempos ciertamente difíciles particularmente para sociedades como la ecuatoriana que inicia el nuevo siglo y milenio, no con los fulgores con que la propia Modernidad aún exultante inaugurara el siglo XX, sino soportando en carne viva los rigores de un pasado colonial y un presente neocolonial. Y para colmo, involucrándose en una guerra sin salida como la que agobia a la hermana Colombia.

 

¿Qué hacer? ¿Puede haber lugar al optimismo desde estas realidades tan desoladoras?

La respuesta tiene que ser afirmativa, a menos que aceptemos que la especie humana está predestinada a continuar en este curso de evolución regresiva y letal, o que nuestro pueblo ha naufragado definitivamente en las aguas de las modernas servidumbres externas y domésticas.

 

En Diálogos Imaginarios, un pequeño libro de mi autoría que lo editó en 1994 el CEQ, aparecen dos pasajes que me parece oportuno repetirlos como cierre a esta extendida intervención.

 

El primero alude a una reflexión económica del antropólogo hindú Ashis Nandy quien explica: “A diferencia de la miseria, la frugalidad es perfectamente tolerable... La swadeshi (de Gandhi) no es un sistema como el capitalismo; es un estado mental, una fuerza interior. Nos induce a controlar nuestros deseos y a restringirlos a aquello que es accesible a nuestro entorno inmediato. Los hombres han vivido así durante miles de años sin ser necesariamente más desgraciados de lo que son hoy. El adepto de la swadeshi se dirige prioritariamente al que vive en su propia comunidad, y no a un productor lejano, aunque el producto local sea de menor calidad, o más caro”.

 

El segundo pasaje corresponde a un legado de León Tolstoi, el novelista de la guerra y la paz, quien dejó escrito: “El problema económico y social que aparece insoluble es como en la fábula de la caja de Krylov. El cofre se abre fácilmente. No se abrirá hasta que se haga lo más sencillo: abrirlo”.

 

Los pensamientos de Nandy, Gandhi y Tolstoi me parecen poderosísimas armas para la resistencia a una modernización mal concebida y peor instrumentada. Y específicamente para nosotros, cultores de la ciencia lúgubre en un país en gravísimo trance de desintegración en nombre de sus señuelos, en un candente desafío para reinsertar la ética a nuestro discurso teórico, profesional y humano.

 

 Mar.22/2017

 

René Báez

Ex decano de la Facultad de Economía de la PUCE, candidato al Premio Nobel de Literatura 2016 por la IWA.

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/184297
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