Posverdad
- Opinión
Esta palabreja sería el último grito de la moda en materia de neologismos y vendría a significar algo así como una no verdad a la que, no obstante, se reputa cierta y se le presta fe, y ello por vía de la emoción más que por el ejercicio de la razón. Por ejemplo, a CFK se la persigue por corrupción (posverdad) pero no porque desarrolló (y puede volver a hacerlo) un proyecto de nación que no es ni el que les conviene a los ricos de este país para seguir siendo ricos, ni el que necesitan los EE.UU. para seguir mandando en el mundo en favor de los ricos del mundo.
Pero, si se miran las cosas con el músculo tenso y la disposición ágil y despierta como para razonar en profundidad sobre el tema, nos daríamos cuenta, enseguida, que eso de la “posverdad” es tanto o más viejo que lo más viejo que haya habido en el siglo XX.
En la base de la palabreja de marras se halla esta afirmación: la imagen de la realidad es más importante y relevante que la realidad misma. Y ésta, la realidad misma, ha quedado sepultada debajo de un montón de escombros icónicos producidos en serie, unos detrás de otros y de manera interminable, por los medios de difusión masificados. Así, Hillary Clinton o John Mc Cain, por caso, dicen por los medios que el Estado Islámico es una organización terrorista y criminal a la que es preciso exterminar. Ellos son como el coro griego, que habla desde el costado del escenario. Luego viene la representación: hombres vestidos de overoles naranja y arrodillados convenientemente son degollados por televisión. El desenlace de la tragedia es previsible: más guerra y más muertes sembradas en poblaciones civiles para “combatir al terrorismo”.
Toneladas de imágenes superpuestas, unas sobre otras, tapan la realidad. Y la realidad, en este caso, es que tanto Clinton como Mc Cain (y su sistema) han sido los creadores del espantajo llamado Estado Islámico (Trump). Ocultando la realidad se ha creado una “posverdad”: que el EI es autónomo y lo crearon los “terroristas musulmanes”. Pionero, en estas elucidaciones ha sido Guy Débord en su “El mundo del espectáculo”, publicado en 1967 y que devendría biblia de la Internacional Situacionista que era, este último, un conjunto de ideas sin sujeto que iban y venían, de aquí para allá, derramando su hálito evanescente, sin estrategia ni militancia, por los conflictos sociales de los ’70.
Por su parte, dice Luhmann que todo lo social se desarrolla en el mundo de la comunicación. Incluso el fenómeno jurídico penal está situado en el campo comunicacional o mediático. A través de las diversas y constantes comunicaciones es posible la existencia de la sociedad. La sociedad es, en realidad, un intercambio permanente de mensajes. Los individuos particulares son sujetos de una comunicación que los trasciende y por ello sus conductas no son el resultado de una voluntad o de una psicología sino, precisamente, de un sentido social que circula en el ámbito mediático como sentido común. Lo real ya no son los individuos; ahora sólo hay símbolos, códigos, gestos, tics; y toda esta dimensión simbólica es conocida por la sociedad a través de la comunicación.
Si esto es así, concluimos en una primera observación: el concepto “posverdad” es inescindible del uso masificado de los medios de difusión. No sería posible fabricar una posverdad sin introducirla a la fuerza en las mentes de espectadores despojados de toda defensa por efecto de la ignorancia y la desinformación.
Otra posverdad es la referencia a los sistemas sociales que existen en el Occidente capitalista llamándolos “democracias” y, más aún, “democracias republicanas”. Y como ratificante preformación de una semiótica pervertida, el organigrama institucional estadounidense nace a la vida pública basado en dos columnas, una “demócrata” y otra “republicana”, sus partidos políticos.
Pero esto es una “no verdad” a la que se hace pasar, desde hace dos siglos, como una verdad creada por el barón de la Brède. En efecto, la “división de poderes” con la que Occidente cree refutar a los “totalitarismos”, es un invento anacrónico y foráneo, que son, precisamente, los dos adjetivos con que las usinas ideológicas occidentales han venido descalificando a otras alternativas de organización de la sociedad. Por caso, Lenin y el partido único serán foráneos, pero eso sí, más modernos que Montesquieu. Lenin escribió el “Qué hacer” en 1903, en el siglo XX. El francés vivió y escribió en el XVII.
No es original, entonces, el concepto de “posverdad” ya que esta forma de la mentira se remonta no ya a Guy Débord sino, más atrás aún, al autor de “El espíritu de las leyes”. Pues se presenta a la mentada división de poderes como un organigrama muy apto para garantizar la libertad (apariencia) cuando en realidad su verdadera función es impedir que las sociedades occidentales se autodoten de otros modelos políticos más funcionales a esa libertad y a una indispensable y humana calidad de vida.
Y Nicolás Bernardo Maquiavelo, en sus siglos XV y XVI, también señaló, de modo muy claro, que no sólo existían “posverdades” sino que éstas, en la medida en que fueran virtudes muy decididamente usadas por el príncipe, devenían herramientas indispensables para gobernar. Así, dice el florentino: “… no es necesario que un príncipe posea de verdad todas esas cualidades, pero sí es necesario que parezca que las posee. Es más, me atrevería incluso a decir que poseerlas y observarlas siempre es perjudicial, mientras que fingir que se poseen es útil…”. Está diciendo que, en el mundo de la política, una cosa es la verdad y otra la apariencia y que, entre una y otra, la que inclina el consenso hacia uno u otro lado es esta última.
Entonces, si Maquiavelo, Montesquieu y Guy Débord, en ese orden, ya venían aludiendo a lo que ahora se ha dado en denominar “posverdad”, los que postulan la novedad de este concepto constituyen una mezcla abigarrada de gentes desinformadas.
Rubén Amón, en nota para El País internacional del 17/11/2016, está irremediablemente incurso en la bobería antedicha, es decir, considerar a la posverdad como a un neologismo sin antecedentes conceptuales. No hay razón sino emoción en la posverdad -nos dice Amón-. Y cree que la prueba de ello es el Brexit y el voto a Trump. Según él, los que repudiaron esa criatura fracasada llamada Unión Europea y los que en EE.UU. quieren empleo y ver más claro el futuro han descendido en la escala zoológica, se hallan huérfanos de razón, se guían, como los perros o los caballos, por su instinto y, en el mejor de los casos, por lo que les dicta el corazón y no la cabeza, ya que esta última la tienen llena de humo o no la tienen.
El caso es que Trump es más una refutación que una confirmación del concepto de “posverdad”. El que puso el voto ahí razonó, y razonó bien. Lo hizo en estos términos: con Hillary y los yupis de Wall Street tomando champán en el balcón y riéndose de los indignados me voy al hoyo. Pruebo con éste y tal vez me vaya al hoyo igual, pero por lo menos nadie me podrá decir que no probé.
Y la medianía española ha cruzado el Atlántico, el majestuoso Atlántico, para venir a recalar en estas playas del sur del mundo, en Buenos Aires concretamente. La turpitud (esto es un casticismo por torpeza) ha ingresado en otro casillero de los varios compartimientos estancos que componen la cabeza de Alejandro Rozitchner, el tarotista top del presidente Macri, cuyo libro de cabecera es “Cómo ganar amigos”, de Dale Carnegie, quien es a la autoayuda lo que Vance Packard era al pensamiento antisistema yanqui en los años 60. Si al lector le quedan dudas acerca de si Carnegie es autor preferido de Macri o Rozitchner, no problem. La fórmula es intercambiable.
Dice “Ale” (que siempre desaconseja a los demás lo que a él le resulta inaccesible) que no hay que tener pensamiento crítico porque el pensamiento crítico es como las buenas mozas, se echa a perder. Y echa a perder al que intenta ejercitarlo. Hay que crear -agrega- ciudadanos felices, útiles y productivos (sic). Ese es el punto. Y lo peor de todo es que cobra del Estado.
Pero este muchacho está tratando de matar a su padre desde hace décadas, y no lo logra. Su déficit madurativo le mezcla razón y emoción; se halla, según mentas no muy dignas de crédito, en estado de levitación constante y en trance ectoplasmático ocasional, amalgama ideal para asesorar a este Presidente.
Si se ponen de moda conceptos viejos como ese de la “posverdad” y cobran fama la astrología y la magia como herramientas de la política nacional, lo que también observamos es que nunca se pone de moda la inescindible unidad de moral y política. Moral, para la mayor parte de los políticos, es sólo un árbol que da moras.
Se prescinde de la moral para todo, incluso (o principalmente) para la economía. Peter S. Goodman, del NYTimes (La Nación, 24/12/2016, p. 8), dice que el beneficio dinerario que Finlandia paga a sus desocupados para que no sufran hambre los desalienta para buscar trabajo. Implícitamente, Goodman está diciendo: para que trabajen hay que amenazarlos con el hambre y con la muerte. Pero -decimos nosotros- eso es enfocar el problema en su faz económica y divorciado de la ética individual y de la moral social.
Ya sobre el final de su nota, Goodman se pregunta: “¿liberados de la angustia de terminar durmiendo en la calle, las personas se convertirán en parásitos sociales?”.
La opción es clara: pleno empleo o desempleo. Si este último, también hay dos caminos: con subsidios para evitar el hambre y posibilitar la escuela, o sin red, de modo tal que el miedo al hambre o a la muerte, propia o de un hijo, los haga trabajar.
Esto pasa en Finlandia. Acá, en Buenos Aires, Garavano, el ministro de Justicia de Macri, propone meter preso a un niño de 14 años sólo porque presume que, de ese modo, ganará las elecciones de octubre de 2017.
¿Aquella moral y esta moral? No. Moral hay una sola, aquí. Es la moral social como clima espiritual en el que vive y repta el capitalismo, tanto acá como acullá.
Estaré más seguro con la baja de la imputabilidad penal a 14 años, piensa el vecino. No importa que no sea cierto ni moral. Es otra posverdad, esto es, una mentira hecha verdad por la difusión masiva de la televisión en manos de los monopolios que se han quedado ¡nada menos! que con Papel Prensa; y la división de poderes de Montesquieu les garantizará la impunidad, por cierto, pero no será impunidad, sino justicia, es decir, será otra posverdad.
5/1/2017
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