Remembranza: La boina
- Opinión
Desde 1959 hasta nuestros días, no ha existido gobernante que desate más adhesiones y distanciamientos –sin matices– que el líder de la cincuentenaria Revolución cubana.
Para los primeros es simplemente Fidel. Para los segundos, Castro.
–El nuestro es Fidel. El otro es Fidel Velázquez, nuestro enemigo de clase, explicaba en los años 70 sin mediar tonalidades Gerardo Peláez, el historiador del movimiento obrero y del comunismo mexicano.
La primera ocasión (de 15) que el tamaulipeco estuvo cerca, es un decir, del cubano de origen gallego, fue durante el trayecto al X Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, la segunda semana de julio de 1973.
Varias decenas de jóvenes mexicanos viajaron a La Habana para tomar el Báltika –un viejo barco soviético que fue hospital durante la Segunda Guerra Mundial– y trasladarse a Rostock; de allí continuarían en camión al Berlín divido por el muro que hoy palidece frente a los existentes en nuestra frontera norte, la más transitada de la aldea, sin desdoro de los que aún construye la xenofobia estadunidense.
Recuerda Joel Ortega Juárez, uno de los participantes del Báltika, en Milenio Diario (3-V-04):
“Al segundo o tercer día de nuestra estancia, en tránsito, fuimos despertados muy temprano. Nos dijeron que íbamos a una Secundaria Técnica en el campo. Camino hacia allá nos detuvimos a desayunar cerca de Bahía de Cochinos donde amenizó un grupo en el que tocaba un muchacho que decía ser pariente de Ultiminio Ramos, ídolo del boxeo cubano y mexicano. Llegamos a la Secundaria a las 10 de la mañana. A nuestro arribo observé las antiaéreas, supuse que era probable la presencia de Fidel. Luego de una larga espera, de casi cuatro horas, nos advirtieron que el comandante estaría con nosotros. Debíamos permanecer en nuestros sitios y no intentar acercarnos a él. Fidel se instaló en el templete junto a Ángela Davis, con la cual departía y coqueteaba. De pronto tomó la palabra, vio su reloj, preguntó a qué hora empezaba el juego de pelota en La Habana, calculó el tiempo y prometió: hablaré 45 minutos. Con toda precisión terminó su discurso, e inmediatamente, cual muchacho travieso, saltó hacia delante y se mezcló con los muchachos, a pesar del nerviosismo de su guardia. Fue la señal para romper las vallas. De pronto, sin darme cuenta, estaba a un metro de Fidel. No sabía qué decirle, qué hacer. Comandante, soy mexicano. ¡Ah, sí! ¿Todavía siguen los tacos de San Cosme? Sí, le contesté. Eso fue todo. Mi encuentro con Fidel ha sido el que más me ha conmovido”.
La posible presencia del líder cubano fue anunciada por Humbertico al coordinador del grupo de mexicanos, con la condición de guardar el máximo de discreción. Pero el emplazamiento de cañones antiaéreos era suficiente evidencia.
Seguramente esa larga espera con un sol y calor veraniegos característicos del Golfo de México, una pipa cargada de agua de naranja y una enorme boca como llave para servirla –propiciando así un absurdo desperdicio del líquido en un país donde los nativos no la tienen a la mano–, indispuso al coordinador mexicano a atender la perentoria invitación de un joven cubano cuando arribó, en helicóptero, Fidel al sitio para inaugurar la Escuela X Festival.
–¡Oye, chico! ¿No vas a saludar a Fidel? –inquirió sorprendido el mulato ante la indiferencia y malestar del delegado nativo de Matamoros, Tamaulipas, pero ya radicado en el DF.
–¡Chico! ¿Vas a perder la oportunidad histórica de tu vida de saludar al comandante en jefe? –Insistió el cuadro (así les llamaban y con alguna frecuencia, el nombre correspondía a la rigidez) de la Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba.
Un monosílabo y una mueca de enfado, muy propia de la progenitora de sus días, doña Graciela, fue la respuesta del muchacho que apenas cuatro meses antes se acababa de casar y que, más por disciplina, se dispuso a cumplir la tarea de literalmente embarcarse en un viaje de cinco semanas por el Atlántico, para soportar a jóvenes quejosos de que se mareaban en alta mar y que no podían hacer el amor con sus novias en vías de casamiento. Los soviéticos, dueños del barco, o los cocineros cubanos por indicaciones de los dirigentes de la UJC colocaban en los alimentos sustancias para inhibir el deseo sexual.
Su recuerdo es otro, distinto al de Joel. Carga con él décadas después, como si el suceso hubiera sido ayer:
Terminó el mitin. Fidel lanzó al aire la boina que portaba. Y como si fuera la de Jesucristo reencarnado –bien sabemos que él no usaba–, la aguerrida muchachada se lanzó al suelo a rescatarla, atropellándose y sin reparar en golpes y daños físicos. Y entre ellos estaban el autor del testimonio periodístico y varios de los más tenaces críticos, ahora sesentones.
Desde entonces aprendió que a los hombres del poder, del signo ideológico y trayectoria política que fueren, nunca debía acercárseles ni para saludarlos siquiera, salvo que ellos tomaran la iniciativa.
Así lo hizo con Leonid Brézhnev y Enrico Berlinguer, con Nicolai Padgorni y Georgue Marchais, con Andrei Gromiko y János Kadar, con Fidel Castro y Santiago Carrillo, con Luis Echeverría y Luis Corvalán, con José López Portillo y Yumzhaguiin Tsedenbal, con Miguel de la Madrid y Raúl Castro, con Carlos Salinas y Mijail Suslov, con Ernesto Zedillo y Vo Nguyen Giap, con Luis Donaldo Colosio y Vicente Fox. Con todos.
La excepción, siempre hay una, fue Adolfo López Mateos, cuando inauguró las oficinas postales de Matamoros en 1960. Entonces tenía 10 años de edad, vivía a tres cuadras y por curiosidad acudió al acto.
Como uno más de los cientos de asistentes se colocó a un costado por donde caminó el posterior chacal de Rubén Jaramillo, su esposa embarazada e hijos.
López Mateos vio al niño y detuvo la marcha y con él todo su séquito. Frotó su mano en la rubia cabellera del menor:
–¡Hijo! ¿Cómo estás?
–Bien señor.
–¡Cuídate!
–El presidente me saludó –dijo el niño apenas entró a la casa de Francisco y María de Jesús, ante la mirada entre sorprendida e incrédula de los tíos.
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