Una trinchera más, por la ciudad

14/01/2016
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Las luchas y resistencias (por pervivir), desde abajo, son múltiples y variadas: van desde lo local hasta lo global, pasando por lo nacional y regional; reivindican lo mismo derechos a conquistar, que por defender; van pos de autonomías, que contra la autoridad: violencia del y desde el Estado, que opera, muchas veces, como agente de intereses privados. Las causas de organizarse son tantas, como necesidades y reclamos existen: por tierra, por vivienda, por agua, por educación… y un largo etcétera.

 

Así como se descubren tumbas –“no son de nuestros muertos”, pero deben ser de alguien—, de la misma manera se abren distintas trincheras de lucha y resistencia (la más vieja, la de los pueblos originarios), que en un primer momento brillan con intensidad, con luz propia, pero que el tiempo termina por desgastar, diluir y apagar, o que el Estado (sus aparatos ideológicos) terminan por mediatizar. Socialmente, no hay diferencia alguna entre extinción y exterminio. El resultado es que el país se halla plagada de hoyos y barrancos, que nunca se llenan y colman, y que permanecen como heridas abiertas.

 

Y se crean frentes, movimientos, organizaciones y partidos, que se suponen que éstos nos representan frente al Estado, la autoridad, el poder, que es visto como el mal gobierno. Anteriormente –antes del neoliberalismo, como sinónimo del capitalismo salvaje—, se decía: el pueblo, pero para que el concepto sea incluyente (resulta de mal gusto ser pueblo), hoy se hace referencia a la sociedad civil o, mejor dicho, a la ciudadanía, clásico concepto de la Revolución Francesa. Pero, Estados y gobiernos poseen y hacen sus propias organizaciones y partidos, que poseen un carácter tutelar o clientelar, que mediatizan y desactivan el potencial explosivo de demandas y reclamos sociales.

 

Ahora, un nuevo frente de lucha ciudadana se abre en el país o, mejor dicho, en la ciudad de México, que busca su autonomía, como la entidad 32 de la nación. Una larga lucha desde 1824, cuando se establece el sistema federal, y cuyo destino se signó un siglo después, cuando Álvaro Obregón, como candidato (re)electo, aún presidente, desapareció los municipios de la ciudad capital, la subordinó a los poderes federales e hizo de sus habitantes ciudadanos de segunda.

 

La ciudad de México es un ejemplo del centralismo dominante. Después de un largo peregrinaje desde la mítica Aztlán, los mexicas arribaron en 1325. Mediante guerras y alianzas, impusieron su hegemonía a la mayoría de los pueblos circunvecinos, y cuando llegaron los españoles, en 1519, y luego de la conquista, dos años después, el vasto territorio pasó a ser, primero, Nueva España, y luego, México, no obstante que se encontraba habitado por decenas de pueblos no mexicas. El escudo nacional, por ejemplo, únicamente ratifica un centralismo que se ha acabado por imponer, en medio de las tensiones entre centralistas y federalistas, desde hace 190 años.

 

Desde que se hizo del poder en 1988, una de las banderas del Partido de la Revolución Democrática (PRD) es que la ciudad de México, asiento del poder federal –de ahí su denominación de Distrito Federal— se convierta en el estado 32, con plena autonomía. Y hasta ahora, es que parece que se alcanzará ese estatus. Sin embargo, el proceso tiene muchas lagunas (haciendo un símil al espacio original de la ciudad de México).

 

Fue, en principio, la moneda de cambio para que el PRD suscribiera el Pacto por México, que posibilitó la aprobación de la serie de reformas estructurales pendientes (energética y en telecomunicaciones, a la cabeza), con el que pretende mover México, según el eslogan gubernamental. El resultado, después de tres años, es que la economía apenas crece (siguiendo la tendencia de los últimos cinco sexenios neoliberales), y cuya característica es la inseguridad, sea personal, familiar, laboral o social. Un movimiento, dentro de la restauración priista, en reversa.  

 

El pasado fin de semana, convocados por Morena, un grupo de ciudadanos se reunieron para iniciar “la defensa legal y política de la ciudad de México”, de cara a la reforma constitucional para el Distrito Federal y, para el efecto, de la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México. La discusión se centra en la composición de esa asamblea y del proyecto de Constitución (que debe ser aprobada a más tardar el 31de enero de 2017) que proviene éste del GDF, sin la ciudadanía.

 

De cien diputados constituyentes, 60 se elegirán e listas de los partidos políticos registrados, y en caso de ser independientes y/o ciudadanos, éstos para ser registrados deberán “contar cuando menos con la firma de una cantidad de ciudadanos equivalente al uno por ciento de la lista nominal de electores del Distrito Federal”, esto es, alrededor de 67 mil 500. Una cantidad difícil de alcanzar, con el tiempo encima, pues la fecha límite para ser elegidos es el 15 de febrero.

 

Además, habrá 14 diputados, designados por la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados, “seis designados por el Presidente de la República” y otros “seis designados por el Jefe de Gobierno del Distrito Federal”. En total, 26 más, con que se asegura la autoridad (federal y local, lo mismo) tener las dos terceras partes de la votación que se requiere para ser aprobada la Constitución, donde los alcaldes no tendrán facultades ejecutivas. O sea que, mesmamente, todo siga igual.

 

Al no tomar en cuenta la voz de la ciudadanía, dicha iniciativa está cucha, pues ya conocemos de qué pie cojea el GDF. Por ello, diferentes organizaciones convocan, para el 4 y 5 de febrero, a la instalación de un Congreso Popular Constituyente. Otra trinchera, otra lucha desde abajo.

https://www.alainet.org/es/articulo/174737?language=es

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