Iguala: el “nuevo” PRI sin máscara

26/10/2014
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Es como otro 2 de octubre (1968). Como otro Jueves de Corpus (1971). Y también como otra Aguas Blancas (1995), otra Acteal (1997), otro San Fernando (2010).
 
Aun leída desde el extranjero, una noticia como la masacre de Ayotzinapa hiere el corazón de mucha gente alrededor del mundo.
 
Una sociedad que permite –o no sabe impedir- la matanza de sus estudiantes, sus hijos consagrados a la búsqueda de un mejor futuro para si mismos y para el país, es una sociedad lacerada y desarticulada.
 
Es una sociedad donde se permite que campeen el abuso de poder, la corrupción, la impunidad, donde el débil se doblega frente al fuerte porque no le queda de otra, donde el fuerte es el que tiene el dinero, las armas, la droga, el poder.
 
Es una sociedad donde la clase política hace de la suya sin tener que rendir cuentas a nadie (sólo a sus patrones), donde policía y ejército pueden extorsionar, torturar, matar y desaparecer a mansalva sin ningún problema, donde los narcos controlan y administran vastas áreas del territorio y de las instituciones imponiendo sus propias leyes.  
 
Hace algunos años un congresista gringo republicano dijo que en México no se sabe donde acaba la clase política y donde empieza la delincuencia organizada.
 
Por su tufo racista la afirmación provocó una marea de protestas en México, sin embargo su contenido parece incontestable hoy en día.
 
De los presidentes municipales ya se sabía hace rato que eran muy fácilmente cooptados (y hasta encumbrados) por los cárteles. De los gobernadores, siempre se había sospechado que para su elección debían contar con la simpatía de los narcos, hasta llegar al caso explícito del gobernador de Quintana Roo Mario Villanueva Madrid.
 
¿Se puede inferir que el personaje telenovelesco que ocupa actualmente Los Pinos tenga algo que ver con los tráficos de los narcos, los asesinatos, las torturas, los secuestros y las desapariciones que asolan el país? Si no por acción, ciertamente por omisión.
 
“México se merece otro destino”, escribe Néstor de Buen, y no la “realidad monstruosa” que percibe Lorenzo Meyer.
 
Es comprensible que Guadalupe Loaeza, siempre tan simpática y bien humorada, se avergüence de ser mexicana. Y que John Ackerman escriba: “La execrable masacre de Iguala ha exhibido la enorme podredumbre de las instituciones políticas en todos los niveles de gobierno.”
 
Atando cabos, Guillermo Almeyra comenta: “Una política criminal” –y aquí recuerda la entrega del petróleo a las multinacionales, la devastación y el saqueo del territorio, los ataques a las condiciones de vida de los trabajadores, la erosión de cultura y educación, la represión como técnica de gobierno- “sólo puede ser impuesta con métodos criminales.”
 
Con los hechos de Ayotzinapa –y los de Tlatlaya- cae la máscara del estilo de gobierno del “nuevo PRI”: como gracias a un repentino cambio de iluminación en el teatro, los discursos triunfales del ejecutivo se vuelven grotescas ficciones, la “modernización energética” un despojo a la nación, el tan cacareado Pacto por México, un vulgar acuerdo mafioso.
 
El hecho que en el genocidio de Ayotzinapa, con sus agregados macabros de extrema crueldad, afloren las siglas del PRD, el partido otrora de izquierda que gobierna Iguala y el estado de Guerrero, es meramente circunstancial, así como circunstancial es la militancia perredista de gente como José Luis Abarca, el alcalde prófugo de Iguala, o Ángel Aguirre, gobernador renunciante de Guerrero.
 
La verdad es que la matanza de Estado ha sido históricamente un arma del arsenal del PRI, que no ha cejado en usarla para “imponer el orden” cuando sentía (o creía) que la situación se le estaba escapando de las manos.  
 
Sin embargo, es incontestable que la responsabilidad primordial del actual estado de cosas recae en la sociedad en su conjunto, por haber permitido que una clase política como la priista –con sus vasallos panistas y perredistas- regrese con bombos y platillos.
 
El mundo entero, hasta ahora presa de otras preocupaciones, se ha volteado a ver el hoyo profundo, la fosa común en que ha caído México. Desde muchos países se levantan voces de condena por la escalofriante masacre de Ayotzinapa, así como de consuelo y solidaridad para los deudos. Washington ordena –como es su costumbre- una investigación más efectiva y trasparente. La ONU le hace eco. La Unión Europea considera suspender el tratado de libre comercio que selló con México en 2000. Las mayores instituciones internacionales se declaran preocupadas por la realidad que priva en el país.
 
¿Sabrán los mexicanos emprender una nueva Revolución, que los libere del dominio criminal al que están sujetos actualmente, de la deshumanidad de los narcos, de la avidez de los políticos, de la saña policiaca y militar, del racismo rampante, de la corrupción e impunidad generalizadas?
 
¿Sabrán escuchar nuevamente a sus estudiantes, culpables sólo de querer un mundo mejor, con el cariño y el respeto de Elenita cuando los entrevistaba en Lecumberri, con la admiración de Violeta  cuando cantaba: “Que vivan los estudiantes/Jardín de nuestra alegría/Son aves que no se asustan/De animal  ni policía”?        
 
 
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