Cuentos del Arañero
23/09/2012
- Opinión
Prologo
“Permítanme siempre estas confidencias muy del alma, porque yo hablo con el pueblo, aunque no lo estoy viendo; yo sé que ustedes están ahí, sentados por allí, por allá, oyendo a Hugo, a Hugo el amigo. No al Presidente, al amigo, al soldado”.
Así comienza “Cuentos del Arañero”, cual anticipo de este libro que muestra a Chávez contado por sí mismo. Más de 300 ediciones del programa Aló Presidente alimentaron la presente compilación; páginas con visos autobiográficos y la impronta de quien ha marcado la historia reciente de Venezuela.
Son muchas las pasiones que se desbordan en el discurso del líder bolivariano: la familia, el béisbol, las Fuerzas Armadas, el culto a los próceres, a los héroes, el amor infinito a Venezuela y, sobre todo, a las amplias masas excluidas.
Es un viaje que inicia en sus raíces en Sabaneta de Barinas, en aquella casita de palma y piso de tierra, con el topochal a mano. “Pobre, pero feliz”. Y la abuela Rosa Inés, la “mamavieja”, la familia, los amigos de la niñez; la vívida estampa de cientos de miles de hogares humildes de los pueblitos del llano.
De entonces el Chávez sensible, observador, que absorbe cual esponja, se nutre de sus orígenes y carga con ellos a través de los años, las vicisitudes y etapas de una vida de batalla.
Por aquellos días se fue forjando el apasionamiento por la historia, que enrumba desde las leyendas familiares, Maisanta, “el último hombre a caballo” y su escapulario más que centenario.
“Por aquí pasó Zamora”, decía la abuela, y la imaginación encandilaba a aquel muchacho que se subía al palo más alto del patio, oteando un horizonte en el que luego redescubrió a Bolívar por los caminos de la Patria.
Porque Hugo Chávez Frías trajo de regreso a Bolívar, lo despojó de la coraza pétrea de las esculturas, lo bajó de los pedestales inmóviles de las plazas, se sumergió junto a él y lo hizo sustancia en el torrente de la gente, que se apropió del nombre, el pensamiento y la obra del Libertador.
El Presidente de Venezuela cuenta como nadie la historia nacional; la interpreta, la explica, hurga en sus protagonistas, batallas, contradicciones, con una visión de interconexión entre el pasado, el presente y el porvenir, con una perspectiva transformadora.
Chávez es un investigador e historiador que trasciende los moldes de la academia. Y ello no hubiera sido posible sin su paso por el cuartel, cual soldado de las “tropas del Ejército Libertador de Venezuela”, como alguna vez le espetó, exigiendo respeto, a un gobernador adeco, corrupto.
Aquel “Bachaco” o “Tribilín” llegó a la Academia Militar, en Caracas, con la ilusión de ser pelotero de Grandes Ligas. Pero, junto al uniforme, los sueños se ensancharon catando de las tradiciones, de la disciplina, de la camaradería y, más que todo, de las injusticias vividas y confrontadas en el cumplimiento del servicio.
Así lo encontramos de subteniente en 1975, en La Marqueseña, Barinas, en las “antiguas tierras del Marqués de Boconó”. Tierras mágicas signadas por senderos de leyendas, combates, sangre derramada y también por lo real maravilloso: “Aquí descubrí un carro un día entre el monte, un Mercedes Benz negro. Lo limpiamos, abrimos el maletero con un destornillador y conseguí un poco de libros de Marx, de Lenin; conseguí este libro por allá, lo leí aquí: ‘Tiempo de Ezequiel Zamora’, de ese gran revolucionario Federico Brito Figueroa. Aquel subteniente Chávez comenzó a leer aquí, comenzó a hablar con los soldados allá”.
Hablar quiere decir forjar conciencias, aunar voluntades, sembrar la semilla del Movimiento Bolivariano que tuvo su juramento en el Samán de Güere y el bautismo de fuego el 4 de febrero de 1992, cuando el “Por ahora” dio la pauta al devenir.
Chávez dialoga, tutea, narra al detalle, se adelanta a veces, va atrás, superpone historias; rompe la lógica gramatical sujeto-verbo-predicado. Es parte de su estilo, su técnica narrativa, con la cual mantiene en vilo, enseña, polemiza, pone a pensar y convence. Se trata, sin lugar a dudas, de un fenómeno de la comunicación directa, cercana, permanente con su pueblo.
Llanero de pura cepa, y orgulloso de serlo, Chávez es también un fabulador. Él asegura que no exagera, pero Fidel Castro, quien lo conoce bien, acuña que su amigo venezolano “rellena”, al menos sobre las historias que involucran a ambos.
Los “rellenos” ocurren, sobre todo, cuando la narración le concierne personalmente. Como la serpiente que, según sus propias palabras, estuvo a punto de devorarlo en su cuna, allá en la casa de piso de tierra de Sabaneta. “A la tragavenado la colgaron del techo y la cola pegaba en el suelo. El grueso era como el de un caucho de carro”, rememora para asegurar: “estoy vivo de broma”.
O aquel caimán del Arauca, que fue creciendo de cuento en cuento, en medio de la credulidad-incredulidad del auditorio. “Cuarenta y cinco metros de largo conté yo a pepa de ojo”.
Entonces la narración gana en intensidad porque el que la cuenta lo hace como si la estuviera viviendo en tiempo real. Así llegan los sonidos: “Pac”, suena cuando su padre bocha la bola criolla; “Ass”, el silbido de la tragavenado; “Uuuh”, los fantasmas de Sabaneta; “Pum”, vuela lejos la chapita; “Ta, ta, ta”, Evo habla que habla; “Ra, ra, ra”, meterle a los gringos cuatro batallones por el flanco; “Uju”, sorpresa.
De la mano del sonido están también los corridos, las coplas, las canciones. “Yo canto muy mal”, confesó públicamente, pero a continuación acotó: “como dijo el llanero aquel, ‘Chávez canta mal, pero canta bonito’”.
Lo cierto es que resulta difícil encontrar a otro jefe de Estado que entone más en público, desde el himno nacional, hasta rancheras, baladas de moda y, sobre todo, las estrofas del cantar folclórico venezolano, del que ha sido campeón promotor. Cantor de pueblo, pues.
Y, ¡claro!, el lenguaje. El del presidente, del líder político, forjador de conciencias, educador, del declamador, del poeta. Pero también el del ciudadano de a pie y más, del veguero de campo adentro. De ahí el uso diáfano de vocablos que forman parte del habla popular, aunque algún diccionario no los reconozca: “jamaqueo”, “choreto”, “jalamecate”, “firifirito”, “espatilla'o”, “esperola'o”, “kilúo”, “arrejuntar”, entre muchos otros.
¿Es cómico?, preguntaba un amigo al conocer de la idea del libro. Chávez es dicharachero, se ríe de sí mismo, celebra el chiste sobre su persona, pero también arranca carcajadas del auditorio cuando pone al adversario en el centro de su colimador. Ya lo dijo en alguno de sus alocuciones: “Revolución es amor y humor”. Pero “Cuentos del Arañero” es también algo muy serio. Chávez sufre en sus páginas, le duele el dolor del pueblo, del niño que agoniza sin atención médica, que muere porque el capitalismo y los gobernantes a su servicio se la negaron. “¡Es el infierno aquí!”, se lamenta el Presidente, que en los primeros años de su gobierno se consigue la tragedia por doquier, la nefasta herencia de la IV República.
“Como siempre, está la masa del pueblo y yo me echo encima de la masa, me abrazo con ella, sudo con ella, lloro con ella y me consigo. Porque allí está el drama, allí está el dolor, y yo quiero sentir ese dolor, porque solo ese dolor, unido con el amor que uno siente, nos dará fuerzas para luchar mil años si hubiera que luchar”, exclama por aquellos días.
Desde esos tiempos la amistad con Fidel, relación entrañable de una sensibilidad superior. Sobre ello, y más, habría mucho que decir. Pero mejor que lo cuente Chávez, el arañero de Sabaneta.
Orlando Oramas León, Jorge Legañoa Alonso
Junio de 2012
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