Desquicio energético gastándonos “la luz acumulada de los veranos paleozoicos”
Desarrollo tecnológico: ¿revolución, reacción o resistencia?
28/05/2012
- Opinión
Para abordar, una vez más, la crisis planetaria y el despilfarro en que la humanidad ha sido introducida tengo un tropiezo estrictamente personal.
Preámbulo situacional: Benjamin y nuestra temporalidad
1. Hay como un lugar común que afirma que se es anarco a los 20, socialdemócrata a los 40 y reaccionario de tomo y lomo a los 60…
Siempre he rechazado semejante ciclo; jamás supe cumplirlo, y comparto en cambio, desde lo más íntimo, lo planteado por Saramago en sus 80, de que era más libre que nunca, y por lo tanto con una mirada potencialmente más crítica que nunca.
Y bien. Así me siento, sobrepasado los 60.
Benjamin tiene páginas de sabiduría magistral para entrever el dominio de una técnica cada vez más deshumanizada, para entender la sordidez de un desarrollo tecnocientífico centrado en sí mismo. Tal es, por ejemplo, lo que podemos releer en sus tesis sobre historia.
Empero, como hombre de su tiempo, impregnado, presumo, de la historicidad marxiana, ve lo atroz en el pasado. La figura del ángel de Klee que interpreta como mirando con horror e impotencia el pasado, que Benjamin describe como un tendal de destrozos. Con visión genial, lo denomina “progreso”.
Y aquí, a partir de su tesis 11 sobre historia, tan diversa de la de Marx y por ello tan alejado de su optimismo fáustico, Benjamin nos muestra el triste papel de la socialdemocracia alemana tan confundida y entrelazada con su marxiana visión y confianza en lo futuro.
“Nada ha corrompido tanto a los obreros alemanes como la opinión de que están nadando con la corriente”, puntualiza Benjamin y está hablando de la corriente histórica, de la historia y su decurso “científicamente” entrevisto.
Ante esa actitud de suficiencia intelectual del corpus de fe socialdemócrata, no iba a ser raro que un movimiento plebeyo y populista como el nazismo arrasara y pasara por encima de semejantes intérpretes y analistas y de la realidad misma, ya muy maltratada (Tratado de Versalles). Benjamin nos dice, con enorme arrojo intelectual que la socialdemocracia (alemana) “Ostenta ya los rasgos tecnocráticos que encontraremos más tarde en el fascismo.” Esa ciega −y altanera− confianza que llamamos optimismo tecnocientífico.
Como se ve, Benjamin tiene un conflicto existencial y por lo tanto político con lo futuro. Su pesimismo radical lo expresa. Pero lo que ya eran geniales intuiciones en la primera mitad del siglo XX, cuando todavía el tecnooptimismo tenía buena prensa, cuando la URSS era todavía visualizada como “la opción” histórica inevitable al universo burgués, cuando la ecología como conciencia crítica ante el desastre ambiental estaba en pañales, en nuestro tiempo −primeras décadas del siglo XXI− han pasado a ser pesadísimas realidades que sólo desmienten los más necios entre los privilegiados; los que entienden, como G. W. Bush, que el cambio climático es un cuento, de que la biodiversidad no ha sido alterada por la mano del hombre, que la ingeniería genética desarrollará plantas más resistentes, más saludables, quiméricas, fruto de la ciencia humana que es mucha más sabia que la caprichosa naturaleza, que el cuento del fin del petróleo tiene la finalidad de amargarle la vida cotidiana a la gente o sacarle plata, que los celulares no producen gliomas, que si logramos eliminar a los microbios, vamos a estar mucho menos enfermos o que nada hay más exquisitamente cultural que un programa de Tinelli.
La realidad es más compleja. A la vez que hemos ido desplegando, generación tras generación, como explica Elías Canetti,[1] más y mejores avances en muchísimos aspectos vinculados con el conocimiento y la sabiduría, a la vez hemos ido generando como sociedad, un futuro cada vez más sombrío. Conflictividad dialéctica, en suma: lo futuro nos ilumina y a la vez nos acerca a un precipicio de oscurísimo fondo.
El proceso de creciente dictadura tecnocientífica no sólo no se ha detenido sino que se ha intensificado como nunca antes. Lo que Benjamin “veía” hace poco más de medio siglo es ahora un temporal que está anegando tierras bajas, arruinando tierras tórridas, suelos, biodiversidad, eliminando especies a un ritmo de empobrecimiento biótico que la humanidad jamás registró antes, y sumergiéndonos en un mar de enfermedades nuevas a las que ni siquiera los reales y efectivos avances médicos en etiología y cirugía compensan.
Ahora, en nuestro tiempo Antoni Aguiló ha hecho una relectura más de Benjamin.[2]
En primer lugar, trae a luz la clásica y conocida idea de la locomotora de la historia; atroz enredo, si se me permite, gnoseológico, cronológico, axiológico. Nos recuerda que Benjamin a su vez nos recuerda que “Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia.” Que Benjamin ciertamente objeta.
Somos conscientes de que tal imagen está asentada en el imaginario de casi toda la izquierda (o el progresismo), gozando de un marcado poder evocativo.
Pero para Benjamin, precisa Aguiló, la revolución sería más bien “la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, acciona el freno de emergencia” (ibíd.).
Observe el paciente lector el cambio radical del enfoque. Hasta ahora, a caballo tal vez de un historicismo simplificado, maniqueo, el proletariado, los militantes, los socialistas, el partido de vanguardia (táchese lo que no o elíjase lo que “corresponde”) cabalgaban la historia que nos llevaba a lo futuro −que ciertamente calificaban de “el futuro”−, y aunque había voces de alarma que advertían que la velocidad no hacía sino acrecentarse y que el destino no hacía sino esfumarse, aun así, aun en esas condiciones que habría que definir como problemáticas y hasta de derrota, el militante, el persistente probo y fiel, va a seguir proclamando la virtud de estar a bordo del tren de la historia, avanzando a como sea.
Pero Benjamin proclama como lo revolucionario, aprender a parar ese tren, a frenar esa velocidad, y no por las buenas; a usar “el freno de emergencia”, con los trastornos consiguientes.
Para Benjamin ser revolucionario ya no es adueñarse del “tren de la historia”, ni es función de la vanguardia (leninista), la de asumir su control. Observemos que es, como nos lo recuerda Aguiló, el tren de la modernización, el del desarrollo económico, el del futuro mejor (o al menos de su promesa), el de todos los avances, el de “la ciencia” en suma.
Resume Aguiló las palabras de Benjamin: la revolución es “el freno de emergencia que los pasajeros deben pisar cuanto antes para hacerse con el control del tren y evitar caer en el abismo del ‘progreso’.”
Observe el paciente lector que Aguiló explicita como papel revolucionario el freno al devenir histórico: la revolución como el impedir hacer lo que la máquina de negocios y muerte planetaria hace y ejecuta, cada vez más y más mortíferamente.
2. Comparto “la inversión” de Benjamin, expuesta por Aguiló
Pero la fórmula política, social, ecológica que reivindico es lo que en politología llamaríamos una postura reaccionaria.
Postular lo que lingüística, idiomáticamente, se califica de reaccionario. Quien reacciona ante el estado de cosas dominante. Y ese significado es completo, puesto que las primeras calificaciones de “reaccionario” se endilgaban a los que rechazaban el progreso, la misma idea de tal. O sea que hasta etimológicamente es correcta.
Aunque los reaccionarios de entonces, siglo XVIII, eran privilegiados que querían seguir gozando de sus privilegios, necesariamente injustos. Y nuestra desesperación ante lo futuro transita por muy diversos cauces, opuestos.
Por eso mencioné en el mismo comienzo “un tropiezo”. No menor, por cierto. ¿Dónde nos queda la revolución? Si nos queda, y qué nos queda. ¿Puede haber una reacción revolucionaria?
I. La crisis de los flujos energéticos
Nos referimos al desarrollo tal-cual-es del capitalismo desatado, de los despliegues tecnocientíficos, y fundamentalmente todo el despliegue Biotech y el descalabro energético en que nos hemos ido enterrando. E intoxicando
.
Algunos analistas como Julio Boltvinik[3] han glosado los planteos de Fred Magdoff y John Bellamy Foster entre otros, que han sacado a luz las estimaciones que ya en tiempos de Karl Marx se hicieran respecto del gran quiebre de circulación energética planetaria cuando la urbanización y el capitalismo rompen el reciclaje de nutrientes con el que la humanidad estableció una agricultura milenaria cuyos nutrientes fue la naturaleza y el estiércol de los animales y también el humano.
Estos autores citan a un agrónomo y economista escocés, James Anderson, quien ad-virtió, a mediados del s. XIX, que, urbanización mediante, Londres estaba “produciendo” un derroche insensato de nutrientes al dejar escurrir hacia el Támesis las aguas cloacales que antes constituían lodos fecales que reponían permanentemente la calidad nutricia de los campos.
Esta primerísima ruptura de los ciclos de reposición energética en la modernidad ha sido centuplicada con el paso de apenas estos dos últimos siglos al punto que hoy sólo los empecinados agricultores orgánicos trabajan compostando materia orgánica (aunque difícilmente lodos cloacales, entre otros motivos porque por la contaminación generalizada a que estamos sometidos los seres vivos actuales en general y nosotros los humanos en particular, el valor nutricio de nuestros excrementos está lamentablemente atravesado por la cantidad de metales tóxicos y aleaciones lesivas para la biodiversidad que ahora pasan por nuestros cuerpos. En rigor hay discusión sobre ese uso: en EE.UU. en general se la acepta, pero en Canadá y en la inmensa mayoría de los países europeos, no.[4]
La ruptura de los ciclos de reposición energética, ha sido múltiple y está llevando la locomotora de la historia a un despeñadero.
Desde hace menos de dos siglos hemos roto el circuito energético que había nutrido a la humanidad por milenios o millones de años: el que existiera durante todo ese tiempo basado en la luz solar, y la clorofila vegetal.
Como explica magistralmente Frederick Soddy (premio Nobel de Química de principios de la década del ’20) en un libro de economía del año 1926[5] –que mereció la repulsa del celoso gremio de economistas que resistieron salir de la ignorancia en que peroraban– la sociedad (es decir, en ese momento, los países más tecnificados; lo que con el tiempo sería la OCDE) había empezado a vivir a crédito. Danilo Antón y Carlos Díaz Delgado, exégetas de Soddy,[6] señalan que: “los humanos aumentan su ingreso consumiendo el capital energético almacenado en las rocas, al decir de Soddy: ‘la luz acumulada de los veranos paleozoicos’.”
Prosiguen: “La vida depende del flujo continuo de energía que es renovado diariamente. Sin embargo, hay límites para su almacenamiento y se ‘estropea’ si se le acumula en exceso [respecto] de las necesidades actuales. Sostenía Soddy que se podía mejorar la capacidad de extraer el ingreso de energía, pero la energía misma no podía ser aumentada significativamente, ni almacenada más allá de un cierto grado. Incluso el mero mantenimiento del capital físico contra la fuerza destructiva de la entropía, también requiere energía.” La situación es tal que: “el uso de la energía fósil es inevitablemente una fase pasajera.” Frase que pronunciada hace casi un siglo tiene hoy una acuciante, feroz actualidad. Ahora sí sabemos, cada vez más “todo el mundo”, que el petróleo se acaba.
El economista con formación de químico nos brindaba un materialismo veraz y contundente: “¿De que vive el hombre? Y se respondía: de la luz del sol. Para vivir de ella, sostenía, los seres humanos deben obedecer a las leyes de la termodinámica.” (ibíd.)
Algo tan elemental parece hoy olvidado en nuestra civilización altamente material y materialista, despojada de toda mística naturalista, pero a la vez dúplice, culturalmente falsa. Porque vivimos cada vez más en hábitats urbanos donde la góndola es nuestra “ubre” pero a la vez, las cadenas de proveedores alimentarios, de altísima tecnificación nos “brindan” envases con cada vez más tonada ecológica o bucólica, nos presentan el reino de la naturaleza en las etiquetas (si es posible plastificadas, para hacer mayor el escarnio).
Pero además, mediante sucesivos pasos de abstracción y prestidigitación ideológica hemos ido obviando nuestra materialidad y la materialidad de nuestras nutrientes (y de la del todo el planeta, fauna y flora incluida) y hemos ido cortando, como bien explica Boltvinik, los circuitos nutrientes entre seres humanos, animales y plantas.
Ya no es sólo el Támesis que desperdicia los lodos cloacales londinenses.
Cada establecimiento ganadero fabril, con uno, dos o tres millones de pollos o con miles de cabezas de ganado bovino o porcino, genera a diario una masa fecal que ya no se usa en la reposición de nutrientes (por el estallido de las escalas). Era usable en determinadas proporciones; la bosta a razón de una hectárea por vaca, por ejemplo, pero no un lago de mierda de una hectárea de superficie que encierra a mil vacas enfermas o fácilmente enfermables por chapotear las 24 horas en orines, por estar en situación sanitariamente promiscua y porque carecen del movimiento “natural” de rumiantes que ya no pastorean en esos campos de neoconcentración, alimentados, mejor dicho engordados, a soja y pichicateados con toda la medicación imaginable para que sobrevivan al menos hasta la cada vez más prematura matanza.
Todo el proceso celosamente cuidado por los laboratorios, los grandes usufructuarios de la modernización, cada vez más configuradores de ese universo pesadillesco.
Hemos perdido casi por completo el estiércol. Que ahora sólo se huele porque apestan los campos, como se han quejado reiteradamente quienes tienen la mala suerte de que se les haya establecido cerca una fábrica de pollos o de vacas.[7]
¿Pero cómo y de qué viven siete mil millones de seres humanos y al menos las especies domésticas que las sociedades humanas usan y consumen diariamente?
Siguiendo la observación de Soddy, de vivir a crédito con el petróleo que crea un consumo muchísimo mayor que el propio de una economía solar, el hombre mediante lo que Boltvinik califica como “la modernización de la agricultura” se ha despreocupado de los ciclos energéticos introduciendo fertilizantes sintéticos directamente en los circuitos bióticos. Como los fertilizantes son azúcares, muy pronto tenemos una serie de especies animales atraídas. Con lo cual, el ciclo abierto con fertilizantes químicos hay que “cerrarlo” con plaguicidas contra “la competencia”. Pero con ello se va deteriorando toda la biota. Porque los venenos no matan con nombre propio, tan selectivamente. Matan vida, como lo dice la palabra: bio-cidas. Matan lo que los agrónomos del sistema califican insectos no blanco. Lo que los estrategos de la guerra universal califican de daños colaterales.
II. Sucinto repaso histórico
Boltvinik nos presenta un esquema que aclara hizo basándose en los citados Magdoff y Bellamy Foster y que nos revela el significado grave del deterioro de los circuitos energéticos:
1) la agricultura hasta c:a 1850 presentaba dos circuitos nutricios permanentes e interactuantes: humanidad y animales nutrían al suelo con sus deyecciones. Esos circuitos revelaron su sustentabilidad puesto que fue “lo normal” durante los milenios de sedentarización y cría de animales domésticos;
2) desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, el hombre, urbanizado, se separa de los circuitos energéticos; empieza el “desperdicio” tipo Támesis, pero todavía los animales constituían la fuente nutricia principal de la agricultura, aunque también es el tiempo en que se introducen los fertilizantes primero naturales (la era del guano), luego los sintéticos (el volcado de minerales como nitrógeno, fósforo, calcio, potasio a los campos);
3) desde mediados del s. XX, se va cortando todo circuito energético basado en el estiércol animal. Lo que había sido una buena práctica milenaria, enriquecer un campo cultivado poniéndolo en barbecho para que fuera transitado y pastoreado por animales, que le “devolvían” así las nutrientes que se habían llevado con la cosecha, desaparece: avanza el monocultivo industrial bassado en plantas idénticas, todas nutridas por medios químicos.
Con este abandono y desprecio de los ciclos naturales avanza el mundo de las contaminaciones. El de las medicaciones. El de la vulnerabilidad. Tradicionalmente un agricultor, por ejemplo de la India, “aceptaba” de buen grado que otros “bichitos de dios” como insectos y gusanillos se apropiaran de un 10% de su cosecha. Se daba por satisfecho con esa asociación y no combatía a las “sabandijas” sino que las dejaba vivir. Sabia medida. Porque muchos de esos animalillos facilitaban la misma actividad vital de las plantas, ya sea polinizándolas, o de algún otro modo que mi ignorancia no me permite enumerar.[8]
Hoy en día, se estima que los plantíos celosamente cubiertos de todo tipo de plaguicidas y biocidas, custodiados “militarmente” por los laboratorios, tienen una merma entre un 20% y un 30% porque se apestan tan fácilmente. Porque los monocultivos son increíblemente frágiles con una vitalidad uniforme que no soporta variaciones.
III. El paradigma nuestro de cada día
Lo que vemos cada vez más claramente es que la tan mediáticamente bendecida revolución agroindustrial ha trastornado todos los ciclos bióticos en su afán de mercantilización universal.
A partir de una altanera ignorancia o ceguera ante los ciclos bióticos, convirtiendo todo lo natural en “un atraso”, un escarnio, algo inservible, y junto con ello toda su estructura de conocimiento que registra y atiende, precisamente, esos ciclos naturales. En su lugar, una estructura, una configuración fabril, de depósito y desaparición (de los inevitables desechos que semejante concepción, muerta, no viva, engendra). Depositando la fe en la fabricación de “todo” mediante elementos inocuos o tóxicos pero efectivos, sanos o patógenos pero cómodos, siempre altamente gratificantes, está revelando su miopía. [9] Porque nos ha ido introduciendo en un mundo cada vez más inseguro, más insensato.
Donde vemos cada vez más gente enloquecida (clínicamente enloquecida, no sólo “estresada”), más suicidios, más peripecias de gente sin poder, más heteronomía en suma.
Aquí también la tijera dialéctica: porque cuando mejor estamos, capacitados, conscientes, informados, para ser más autónomos −pensemos en los límites brutales con que contaban nuestros antecesores− lo que vemos crecer es la heteronomía, cada vez más incontrastable.
Y la sensación, cada vez más omnipresente, de la insustentabilidad de lo engendrado con el capitalismo; el reino de la mercancía, el unicato del lucro… el desarrollo de la modernidad.
Y la conciencia, cada vez más acrecentada, de que la contaminación ambiental nos presenta límites, cada vez más infranqueables.
Que esta forma de vivir, con megalópolis extendiéndose por todo el planeta, con los basureros del Tercer Mundo y un sector creciente de humanidad caído en la abyección que “el sistema” les asigna, es insustentable. Que, entonces, habrá que parar la locomotora. Frenarla.
Y que tendremos que ser muchos. Porque los pasajeros normales siguen confiando en que llegarán a alguna hermosísima estación. No saben cuándo. Ni cómo. Ni siquiera por qué.
Eso es fe (o ni siquiera se lo plantean; la conciencia de sí flaquea).
IV. Fe y comodidad o política y esfuerzo
En lugar de fe en el progreso, lo que necesitamos es lucidez ante el dominio corporativo de los titulares del petróleo, de la medicación, de las armas. Que son los mismos. Una lucidez, una determinación, que no nos lleve a la desesperación sino a la resistencia Y esto, urgente. Ni el planeta ni nuestros nietos, ni siquiera nuestros hijos, pueden esperar.
El monocultivo de los campos es la fábrica de desiertos del porvenir; pero no serán “desiertos vivientes” sino, al contrario, sin vida.
V. Entendemos que para lidiar con nuestra problemática actual, ambiental, planetaria, hay que atender a la vez algunos rasgos que caracterizan el mundo que vivimos.
V. I - El imaginario social del tiempo presente: La fuerza de lo simultáneo
Todo plan de resistencia (al progresismo) con una estrategia de acción deberá contar que al día de hoy, por los desarrollos tecnocientíficos, precisamente, estamos en el reino de la sincronía: la importancia del espacio ha languidecido, las películas que nos separan espacialmente son cada vez más tenues, estamos ingresando en una presentización, una simultaneidad del mundo cada vez mayor.
Ciertamente, quedan diferencias culturales, psicológicas, temperamentales, materiales, religiosas entre sociedades y entre humanos… del universo rural al urbano, de ciudades pequeñas hasta con cien mil o doscientos mil habitantes a habitantes megalopolitanos, entre sociedades más y menos occidentalizadas, entre sociedades islámicas con deberes éticos precisos y sociedades de origen católico, desvaídas en sus convicciones éticas (en todo caso predicadas, difícilmente practicadas).
Aun concediendo lo anterior, el parecido entre las capas medias urbanas y tercerizadas del mundo entero es cada vez mayor, son cada vez más intercambiables. De modo tal que, salvando las barreras idiomáticas (que las mismas capas medias urbanas modernas procuran eliminar mediante la anglificación cultural), las capas acomodadas de Roma se parecen cada vez más a las de Buenos Aires, San Francisco, Tel Aviv, Shangai, Estocolmo, Porto Alegre o el Distrito Federal mexicano (dicho esto sin haber estado ni remotamente en todos esos sitios, pero amparándome en el conocimiento no físico que los accesos comunicacionales actuales de todos modos nos permiten… y hasta promueven).
V. II - La expansión de la militarización
Habiendo logrado establecer un dominio por encanto o seducción, es decir habiéndose valido de los arrolladores avances tecnológicos, del cine, de las rubias, de los autos, de los gadgets, para la hegemonía cultural, que le ha rendido enormes beneficios, uno estaría tentado a creer que la dimensión militar ha sido secundaria. Pero el american way of life es un régimen de dominación y destrozo planetario tan complejo que se ha valido de muchísimos vectores más o menos imaginarios, más o menos materiales, como por ejemplo la comunicación y el dominio mediático mediante un proceso de despolitización tan bien examinado y denunciado por N. Chomsky, encarnado en figuras de odiosa contextura manipuladora, como E. Bernays o W. Lippmann.
Aun con todos esos otros atributos, mediados por un estilo de vida de altísima irradiación, el factor militar ha sido siempre primordial. Históricamente, porque la expansión y el asentamiento de EE.UU. es el de un imperio en forja casi permanente, factor militar incluido. Y contemporáneamente, porque el dominio de EE.UU. se basa hoy en un despliegue militar sin parangón.
Pero no solo por eso. El irrespeto a la naturaleza ha llevado también a acentuar otro rasgo militar. Que podría haber estado anunciado en la forma en que, para desesperación de Osage, Omaha, Crow, Sioux, Cheyennes, Comanches, y tantas otras naciones oriundas norteamericanas, los recién llegados, validos de los “palos con trueno”, arrasaron en pleno s. XIX, con las manadas de búfalos hasta hacerlas prácticamente desaparecer. Jugando nomás, a hacer puntería, mientras que los nativoamericanos mataban únicamente un ejemplar cuando necesitaban su carne o su cuero y lo hacían con enorme recogimiento. Sabían lo que era vivir, morir, necesitar algo, la escasez…
La agroindustria ahora encarna una nueva militarización. La “agricultura” ahora usa ar-mas que se van disparando contra “objetos no blanco” como resultado del uso “lógico” de armamentos. “Objetos no blanco”, “daños colaterales”, en cualquiera de las dos denominaciones queda clara la falta de protagonismo que les atribuyen a las víctimas.
A tal punto se trata de una guerra que el territorio que transita la agricultura actual ya no es territorio vivible, ya no alberga moradores, como siempre antes, apenas cuenta con operarios en tránsito (operadores de maquinaria de siembra, conductores de mosquitos, de cosechadoras y similares).
La fumigación aérea es un recurso de vaciamiento territorial. Los ejemplos de expulsión masiva de población rural en Vietnam en los ’70 y en Colombia desde hace ya décadas, son testimonios de esos destrozos de sociedades mediante fumigación que los titulares del poder mundial emprenden por razones que no son las de “los pobres”, claro.
Justamente por el carácter militar, mortal, de la actividad la tierra, rociada con venenos es cosechada y abandonada. Lo que se cosecha está necesariamente envenenado, por más “días de carencia” que se tomen. Menos que no habitada, es cada vez más inhabitable: aquellos campesinos pobres, minifundistas, sin tierra, banquineros, que no tienen cómo alejarse de los venenos rurales, tienen que soportar la contaminación cada vez más permanente, la que les enferma los perros, las gallinas y los hijos, la que le intoxica peces que ya son pescados con venenos que poco a poco irán minando también sus propios cuerpos…[10]
V. III-La excepción y la ley
Este proceso de invasión y vaciamiento del espacio rural es una faceta, como la vida o la sobrevida en los andurriales megalopolitanos es otra, características de nuestro tiempo. Por eso muchos entendemos el proceso de contrarreforma agraria y de agroindustrialización y dominio progresivo de las corporaciones de agroquímica e ingeniería genética sobre “el campo” como un campesinicidio.
Estas formas de vida o mejor dicho de sobrevivencia marginada, apenas reseñadas, podrían ser visualizados como formas de “vida en estado de excepción”, de acuerdo con los análisis de Giorgio Agamben, por ejemplo. Son cada vez más las sociedades donde se vive a merced de este tipo de dominio que nos recuerda cada día que no hay dos realidades aunque lo parezca; una segura y democrática, la de casi todo el mundo, y otra azarosa y discrecional de los pocos marginados. Y que por eso lo seguro es permanecer en “la primera”. Agamben insiste en que es la última, precisamente −el estado de excepción−, lo que rige (o que, en todo caso, la excepción que creemos la inversión de lo normal, es lo normal).
Pensemos en las dictaduras del cono sur americano, en las de todo el Tercer Mundo, en el universo soviético, pero también en Echelon, en la red de cárceles clandestinas para detención, interrogatorio, tortura y asesinato de gente bajo sospecha, en la Patriot Act de EE.UU y en todas “las repetidoras” que los diversos miembros de la ONU proyectan o cumplen con más o menos prontitud. Pensemos en el trato que los estados jueces y gendarmes, invasores; EE.UU., Israel, Reino Unido, Francia y pocos más, dispensan a sociedades que han decidido aprovechar o quebrar (o ambas cosas a la vez), particularmente árabes y musulmanas; Afganistán, Irak, Pakistán, Palestina, Libia, Egipto, Somalía, Siria, Sudán…
VI – Lo principal
Aun con toda la gravedad que implica el empobrecimiento de nuestra temporalidad, empujados a un presente perpetuo (como animales) y lo que significa la militarización progresiva y creciente de nuestras vidas cotidianas, cada vez más al borde de regímenes de excepción, o si se quiere, cada vez más cerca del ominoso ingreso a la heteronomía generalizada, considero estos rasgos secundarios respecto del eje para nosotros clave de la situación planetaria actual: encauzar la crisis de las fuentes de energía, para lo cual necesitamos recuperar una sociedad con menos despliegue energético, más equilibrada, sin el abuso desquiciante de los combustibles fósiles, sin la contaminación adueñándose de nuestras vidas
Esto es, aprender nuevos comportamientos: enfrentar el mundo empresario de los grandes consorcios transnacionales cada vez más alejados de nosotros, los humanos de a pie, que poblamos el planeta y que queremos seguir viviendo. Reducir el consumo, pero sobre todo, reducir la producción del consumo. Porque reducir el consumo, trajinada consigna, recae sobre el consumidor, culpabiliza comportamientos individuales. Reducir la producción de consumo significa enfrentar la política del capital, que es la de la obsolescencia programada, el despilfarro y el consumismo.
Es una lucha de vida o muerte. Aunque nos edulcoren cada trago cotidiano.
- Luis E. Sabini Fernández es integrante del equipo docente de la Cátedra Libre de Derechos Humanos, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Periodista, editor de www.revistafuturos.com.ar
[1] Véase Masa y poder, Alianza, Madrid, 1983.
[2] Publicado en www.rebelion.org, 19/3/2012, “Walter Benjamin: ¿abismo o revolución?”
[3] Economista mexicano autor de la serie de notas titulada “Agronegocios y biotecnología amenazan naturaleza y campesinado” (I a IV), 2012.
[4] Se los quiso usar, inicialmente, pero hubo que descartarlos por esas presencias indeseadas, de modo tal que por ejemplo en Suecia los lodos cloacales provenientes de toda la red de depuradoras son depositados en símiles a los diques de cola que usa la minería quimiquizada.
[5] Wealth, Virtual Wealth and Debt, reeditado en 1961 por Omni Publications, Hawthorne, California, EE.UU.
[6] Sequía en un mundo de agua, cap. 17, La economía ecológica: el enfoque antrópico, CIRA, Montevideo, Uruguay, 2000 y Toluca, México, 2000.
[7] Hay una documental alemana muy elocuente: Y siempre apestan los campos, dirigida por Nina Kleinschmidt y Wolf-Michael Eimler, Cosa Nostra, 1984.
[8] Frances Moore Lappé en L’industrie de la faim, Éditions l’Etincelle, Quebec, 1978, cita Pesticides, publicación de la industria india de agrotóxicos, que expresa “preocupación” ante la resistencia de los campesinos a matar insectos y pájaros (cap. 9) y encara formas para “vencer” esa resistencia.
[9] En algunas sociedades se ha ido gestando un movimiento de repulsa al “generacionismo”. Se denomina así a la gente que procura gratificación para el presente, para su generación, con total desprecio hacia generaciones futuras, las de hijos, nietos… El generacionismo es una triste, atroz expresión del ombliguismo, del narcisismo que ha generado la sociedad que vivimos.
[10] Ejemplo reciente y cargado de significaciones: en Río Negro, Uruguay, Silvia Nobelasco, una maestra directora de escuela rural, advertida de que con un mosquito están fumigando demasiado cerca de la escuela, es decir sometiendo a los niños a una contaminación inaceptable, sale al patio a reclamarle al operario del mosquito. No sabemos si mediaron palabras bruscas o apenas una exhortación medida, pero sí sabemos que la docente fue rociada con los biocidas y que tuvo que ser internada con un cuadro de intoxicación (COMCOSUR, 10/5/2012). Tenemos también la carta abierta de la ingeniera María J. Ces, San Pedro, provincia de Buenos Aires, 12/8/2010, quien debió evacuar su propio predio, en Lobería, victimada por aire intoxicado, también con mosquitos.
https://www.alainet.org/es/articulo/158273
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