Cuando el castigo precede a la condena
- Opinión
Si todos los presos del mundo ocuparan una isla desierta, podrían formar un país con una población equivalente a la de Haití, la de República Dominicana, la de Hungría, la de Suecia o la de Bielorrusia. Un alto porcentaje de los casi 10 millones de presos en el mundo aún esperan una sentencia por parte de un juez. Se trata de los presos preventivos que, en países como Panamá, República Dominicana, Uruguay, Venezuela, Paraguay y Bolivia, constituyen más del 60% del total de la población carcelaria, según el International Centre for Prison Studies. En países como Egipto, Reino Unido, Rusia, Alemania, Portugal y España, no llegan al 20%.
En República Dominicana, el porcentaje de preventivos alcanza el 64%, de los cuales casi un tercio han sido acusados por delitos relacionados con las drogas. De ellos, el 85% tiene menos de 40 años de edad; más del 25% tiene entre 18 y 24 años. La sobrepoblación de las cárceles en el país caribeño, con una ocupación de casi el doble de su capacidad, supone un factor de deterioro en la vida de los jóvenes encarcelados y trunca su posible reinserción. No tener la reeducación como objetivo de las políticas penitenciarias entraña el riesgo de perder a miles de jóvenes recuperables que cometieron delitos que no ponen en peligro ninguna vida ni obligan a nadie a consumir drogas.
El hacinamiento en las cárceles empeora las condiciones de vida, impide la convivencia, favorece los abusos y fomenta una violencia que deja marcas en la personalidad de estos jóvenes. La falta de estudios, de oportunidades de trabajo, junto con carencias formativas, afectivas y familiares pueden combinarse para producir altos índices de reincidencia. Cada vez cuesta más adaptarse a la vida en sociedad y a no sucumbir ante el auto-sabotaje, propio de personas que se acostumbran a perder.
Este deterioro social puede influir en el incremento de la delincuencia organizada. En México, gran parte del tráfico de la droga y del crimen organizado se controla desde las cárceles por medio de teléfonos celulares. Crece la población carcelaria, que demanda cada vez más recursos: fiscales, abogados, jueces, funcionarios de prisiones, instalaciones penitenciarias y material, entre otros.
Pero el desbordamiento de las cárceles se produce también en países “desarrollados”.
En Estados Unidos, la ocupación carcelaria es del 110%, lo que ha llevado al Estado a construir nuevas prisiones e incluso a privatizar su gestión. Empresas privadas se presentan a concurso “público y abierto” para gestionar las cárceles con dinero estatal. Este proceso privatizador de una función pública genera dependencia en las empresas privadas, que se benefician del incremento de la población penitenciaria.
Estados Unidos tiene la población carcelaria más grande del mundo (casi 2,3 millones de presos) y está a la cabeza en la proporción de encarcelamientos (773 por cada 100,000 habitantes). Su sistema político, como el de muchas “democracias modernas” se ha vuelto cada vez más “sensible” a intereses particulares, que por medio de grupos de presión promueven legislación favorable. En el caso de las cárceles, se corre el riesgo de endurecer el código penal por delitos menores.
Aunque España tiene uno de los índices más bajos de presos preventivos (un total de más de 13.500 presos), el 35% de toda su población penitenciaria tiene nacionalidad extranjera y el 70% cumple condenas por delitos relacionados con las drogas. Después de cumplir meses de prisión preventiva, uno de cada cinco obtiene una sentencia favorable del juez.
La población carcelaria en España ha vivido tal crecimiento, que la ocupación supera el 138%. Estas cifras, la deshumanización y la falta de proporcionalidad de las condenas por delitos menores de drogas, en comparación con otros más graves, han impulsado una reforma en el código penal. Condenas que antes alcanzaban los nueve años por tráfico con drogas “fuertes” se han quedado en condenas de entre 3 y seis años. También las condenas por venta de drogas “blandas” se han suavizado.
Este cambio respondía a la necesidad social de recuperar a personas, en general jóvenes, que venden productos que nadie está obligado a consumir. Parte de los impuestos del Estado dedicada a perseguir esos delitos podrían destinarse a programas educativos y culturales para forjar sociedades más equilibradas y, por tanto, menos proclives a conductas tóxicas.
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