Crisis sistémica: Origen y alternativas para un desafío común (I)
- Opinión
La profunda situación de crisis que se vive hoy en el planeta tiene un carácter global. Se trata de una crisis sistémica, sumatoria de varias crisis: financiera, económica, energética, ecológica, alimentaria, social, de cuidados, de valores... Sin embargo, de entre todas estas vertientes, la crisis económica es hacia la que, desde 2008, se dirigen la mayor parte de las miradas y la que ocupa prácticamente todos los espacios de debate y medios de comunicación, probablemente por los efectos y costes sociales que inevitablemente está generando en las economías del centro.
Para poder entender y hacer frente a esta situación, es necesario conocer cómo se ha llegado a ella. ¿Ha sido realmente la mala gestión de determinados agentes económicos la que ha desatado esta espiral virtuosa en la que nos encontramos? ¿O ha sido, en cambio, el devenir de un sistema económico enfermizo, condenado a un imposible crecimiento perpetuo y con tendencia a tener crisis cada vez más recurrentes, que tras haber provocado unas desigualdades mundiales sin precedentes está ahora haciendo saltar por los aires los medios de vida de miles de millones de personas?
El sistema capitalista en su fase actual es resultado de profundas transformaciones en el modelo de organización económico y social desde mediados del siglo pasado. Un sistema que con el tiempo ha acabado adquiriendo como rasgos más característicos la hegemonía del capital financiero y una inestabilidad y fragilidad extremas.
El fin de la expansión económica basada en la reconstrucción de la posguerra y el embate sobre la economía del shock petrolero de los años setenta hicieron tambalear la economía mundial. El capital, que se había visto obligado a realizar bruscos ajustes para adecuarse a las nuevas fuerzas productivas y del mercado, no tardó en culpabilizar al Estado de la situación de estancamiento, la baja productividad y de la crisis en general, precipitando con ello el fin del denominado Estado de Bienestar y el ascenso del neoliberalismo en reacción contra un Estado intervencionista.
Para revertir la situación de estancamiento se llevaron a cabo profundas reformas económicas. Según la ortodoxia neoliberal, el restablecimiento del crecimiento económico pasaba por estimular la producción dejando a la iniciativa privada asignar los recursos donde hubiera mejores perspectivas de beneficio. Se trataba de liberalizar y desregular al máximo la economía, abrirla al exterior y disminuir drásticamente tanto el sector público como la intervención del Estado en la economía en general. Todo debía quedar sometido a las leyes del libre mercado.
Paralelamente, para dar impulso a la economía capitalista se invirtieron grandes sumas de capital en incorporar los avances tecnológicos a la producción. Se sucedieron años de austeridad y de costos sociales asociados a la reconversión industrial: aumentó el desempleo, se congelaron los salarios, se precarizaron las condiciones de trabajo... Con el tiempo, la incorporación de las nuevas tecnologías trajo acompañado un enorme aumento de la productividad que, sin embargo, no revirtió en una política salarial expansiva, ni hizo que retornaran los beneficios sociales sacrificados. Al contrario, los empresarios optaron únicamente por aumentar sus tasas de ganancia. Esto fue posible, en parte, porque en el nuevo sistema mundializado la producción se destina a un mercado mundial de clientes “solventes” y ya no interesa el poder adquisitivo ni la cobertura social de la población donde tiene lugar proceso de producción.
Pero este mercado restringido no tardó en imponer límites a la producción lo que revirtió por un lado, en tasas de crecimiento económico bajas, y por otro, en una importante masa de capitales que, al no poder ser reinvertidos productivamente, fueron desviados hacia el mundo de las finanzas. Surgió así el fenómeno de los capitales ociosos y con ellos la transformación del mundo de las finanzas, que dejó de estar al servicio de la economía, interviniendo en el proceso de producción y consumo, para buscar remuneraciones rápidas a través de prácticas especulativas.
El surgimiento de una economía internacional de la especulación ha llevado a la creación de una superestructura financiera sobre una base económica debilitada, que genera enormes beneficios y ganancias de capital artificiales inflando cada vez más la burbuja y despegándola inevitablemente cada vez más de la economía “real”. Este es el marco en el que se producen las crisis financieras: existe una sensación generalizada de euforia económica como resultado de la enorme expansión del crédito, hasta que la ilusión óptica acaba desvaneciéndose y entonces precipita la crisis.
Lo que viene después es bien sabido por todos. En 2007 el castillo de naipes empieza a desmoronarse. El colapso de la burbuja inmobiliaria estadounidense desató la crisis de las hipotecas subprime, que rápidamente contagió al sistema financiero de este país y se extendió como una epidemia hacia los de las principales economías desarrolladas, causando en última instancia una crisis de liquidez que terminaría asfixiando la economía real. Los gobiernos acuden a reflotar un sector financiero prácticamente en bancarrota, sin reformarlo ni regularlo, y se endeudan para salvar a los bancos y reactivar la economía. Como consecuencia, la crisis financiera pasa a convertirse en un inflamiento de la deuda pública y en una crisis social. Las entidades financieras, aliviadas tras la afluencia del dinero público, retoman sus actividades habituales, pasando a especular ahora también en el mercado de las deudas soberanas.
Así, se puede afirmar que la profunda crisis económica en la que nos encontramos es consecuencia del desarrollo del propio sistema capitalista y, por tanto, de su configuración en la etapa actual. Las economías capitalistas avanzadas, que llevan años atrapadas en un estancamiento económico causado por una sobreproducción crónica y una acumulación de tipo monopolista, han recurrido repetidamente a la financiarización de la economía (consistente en desplazar el centro de gravedad de la economía capitalista desde la producción hacia las finanzas) para mantener el sistema económico, y a las burbujas financieras para crear un clima artificial de prosperidad entre la población y un determinado nivel de crecimiento, todo ello a expensas de una mayor inestabilidad financiera y de un aumento continuado de la fragilidad del propio sistema.
Por ello, quienes pretenden salir de esta crisis sin tener en consideración que se trata de una crisis inherente al propio sistema capitalista, intentando reconducir el sistema, malgastarán inútilmente sus esfuerzos y recursos. Considerar que las crisis financieras son producto de conductas irresponsables de los gestores de las finanzas, es tomar el síntoma por la enfermedad. La crisis actual, pese a tener su origen en las finanzas, es una crisis del propio sistema. No servirá con regular el mercado financiero, ni siquiera con “moralizar el capitalismo”, como apuntaban desde el centro del huracán algunos dirigentes. La única solución posible pasa por superar el sistema capitalista y evolucionar hacia una nueva forma de organización alternativa que sea social, económica y ecológicamente sostenible.
Y es que, el conjunto de crisis a las que nos enfrentamos tiene su origen en la propia inercia que mueve la sociedad capitalista. El capitalismo es un sistema cuya lógica de expansión y acumulación ha sido únicamente posible gracias a la implantación a nivel mundial de unas estructuras que posibilitan el dominio del Norte sobre el Sur, aseguran la subordinación de las mujeres a los hombres y permiten un incesante saqueo de recursos naturales.
Es precisamente desde aquí, desde el conocimiento profundo de las estructuras y los engranajes del sistema capitalista, desde donde tradicionalmente han surgido los pensamientos críticos y también las principales alternativas. La crisis económica no ha hecho sino hacer más visibles las contradicciones internas del sistema y ha subrayado la urgencia de iniciar una transformación profunda en nuestra sociedad que consiga romper con la lógica y las estructuras preestablecidas. Por eso, hoy más que nunca adquieren especial relevancia las distintas alternativas que han venido proponiéndose desde movimientos como el ecologismo, el feminismo y el decrecimiento, entre otros.
Así, por ejemplo, desde el ecofeminismo se busca poner fin tanto a la explotación y degradación de la naturaleza, como a la subordinación y opresión de las mujeres. Para ello, sus esfuerzos se centran en la búsqueda de un sistema que deje de ignorar por un lado, los costes biofísicos que la actividad económica genera y, por otro, los trabajos reproductivos que, aún quedando al margen de la actividad económica, son los que sostienen la vida humana.
Por su parte, el decrecimiento rescata la idea de los límites. Partiendo de la constatación de que habitamos en un planeta finito con recursos también finitos, rompe con el mito del crecimiento ilimitado del capitalismo. Con su lema “consumir menos para vivir mejor” pretenden llamar la atención sobre la necesidad de replantearse las conductas actuales en prácticamente todas las facetas de la actividad humana: alimentación; movilidad; valores, relaciones interpersonales y estilo de vida; métodos de producción, distribución y consumo...
Estas propuestas y alternativas, al igual que las planteadas desde otras corrientes, no son excluyentes entre sí, sino que se complementan. Por ello, identificar el origen común de las crisis actuales es un paso clave a la hora de entender, tanto la importancia de superar el propio capitalismo, como la necesidad de crear sinergias que permitan liderar conjuntamente la transición hacia un modelo de organización social y económico alternativo. Un modelo basado en la justicia económica, social y de género, la solidaridad entre pueblos y el respeto a la naturaleza. Cuanto antes se empiece a dar pasos en esta dirección, mejor y más seguro será el destino de
- Natalia Escolar es Colaboradora del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL).
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