La pirámide partida

13/02/2011
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Los intrincados caminos de la emancipación humana, en el sentido de la conquista de espacios materiales, subjetivos y simbólicos de vida, y su propia naturaleza diversificada, aconsejan prudencia si se pretende extraer conclusiones anticipadas de los procesos insurreccionales. Ya que por las acequias de la historia, cavadas con los más bajos impulsos de dominación y sojuzgamiento, corre también la sangre de la represión a los intentos de resistencia que todo poder necesariamente produce, aunque nuestra ansiedad los considere inclusive tardíos o demorados. De ella, además de los propios soles de la utopía, también se nutren las viñas del porvenir. Homologar proporciones de muerte con cantidades de conquistas sociales o reapropiaciones, excede cualquier contabilidad y hasta resulta repugnante. El balance será siempre pavoroso cualquiera sea el resultado, con sólo pensar que la vida humana pueda constituirse en equivalente general y patrón de medida, o, peor aún, en moneda de cambio. Cuánto se puede avanzar en cada sociedad, pero sobre todo a qué costo vital humano, es algo de muy difícil respuesta y de carácter estructuralmente controversial y hasta desgarrador. Ponerle precio a la vida es una tarea afortunadamente imposible para poder valorarla y defenderla políticamente.
 
Pero el concepto que usamos en singular, bien puede pluralizarse y multiplicarse, en cuyo caso el significante deberá ser “emancipaciones”, que serán de muy diverso carácter o tenor de acuerdo al conjunto de contextos geográficos, históricos, culturales, de relaciones de fuerzas en conflicto, de la naturaleza de las demandas y los métodos de lucha, de los puntos de partida de cada caso. Algo que a la ultraizquierda le cuesta mucho siquiera imaginar o complejizar ya que no encaja en el par maniqueo revolución versus contrarevolución. Parte de estas preocupaciones referidas al Frente Amplio en particular y a la constitución uruguaya en general las intenté reflejar últimamente. El hecho de que hoy me derive hacia Egipto no implica necesariamente una ruptura en la retahíla de preocupaciones por la esfera político-ciudadana, que seguramente retomaré en su especificidad oriental en lo sucesivo.
 
Mucho antes aún que la difundida rebelión esclava de Espartaco en el primer siglo antes de Cristo, conocimos insurrecciones campesinas y esclavas (1750 AC) en India y en el propio Egipto. Pasaron entonces sólo cerca de 38 siglos para reencontrarnos con signos inequívocos de ellas en la tierra de los (¿antiguos?) faraones. Tal vez las causas fueron las pirámides; las arquitectónicas entonces y las sociales hoy. Ambas monumentalmente altas y empinadas, como concentraciones de ostentación enhiesta, de punta aguda y desafiante, entre arenas desérticas y un entorno de desolación.
 
Aquella formación económico-social y política del pueblo egipcio, aquella teocracia, estaba articulada por el sincretismo subjetivo entre la dimensión religiosa y los componentes económicos de las condiciones de subsistencia básicas que por entonces supuso la divinización del Nilo, principal fuente natural de riqueza. Esta estructura ideológico-política le otorgaba la totalidad de las formas del poder a un único sujeto que concentraba la dominación política, judicial y administrativa, así como la autoridad religiosa. El antiguo faraón ocupaba el puesto supremo en el gobierno, en la escala social, en la jerarquía sacerdotal y era, además, venerado como una divinidad. Se trataba de una forma de gobierno cuyo fundamento último era la religión. Exactamente lo que la modernidad vino luego a contraponer en sus aspectos más esenciales: laicidad, separación de poderes, abolición de monarquías y linajes y rotación en el ejercicio del poder.  
 
La estructura política y cultural de Egipto no es tan diferente de la del antiguo imperio faraónico de 4.000 años atrás, aunque la modernización vaya transitando un lento, sinuoso y desigual camino en el mundo, hoy cultural y comunicativamente más amplio que aquél. ¿Cómo no festejar entonces que una rebelión popular termine acorralando a un tirano corrupto y criminal que ejercía la totalidad de los poderes hasta su renuncia final? Pero en ocasiones, con este mismo reconocimiento, se producen dilataciones en los poros de la razón por los que cala el deseo de las izquierdas y la intelectualidad progresista, que potencia alcances y ponderaciones de un fenómeno de masas que, aunque heroico y extensivo, no deja de dar apenas sus primeros pasos en una incierta dirección. El prolífico y creativo filósofo esloveno Slavoj Zizek, por ejemplo, enfatiza la ausencia del fundamentalismo islámico” desmintiendo según su opinión que “las concepciones realmente democráticas únicamente están presentes en las élites más abiertas, mientras que a la gran mayoría de la población solo la puede movilizar el fundamentalismo religioso o el nacionalismo”. No encuentro mayor sustento empírico en esta aseveración al menos en una fase tan incipiente y políticamente desestructurada del proceso histórico. Sí coincido en su especulación teórica respecto a que el “auge del islamismo fue siempre el reverso de la desaparición de la izquierda laica”, pero las razones del debilitamiento del laicismo izquierdista hay que indagarlas y explicarlas y no darlas por resurrectas de modo automático por el sólo hecho de que la crisis y la corrupción desaten tempestades sociales, y menos aún, suponerlas inscriptas en algún código genético que tarde o temprano debería imponerse reapareciendo.
 
No han faltado quienes caractericen como revolución a este costoso (en vidas humanas y sufrimientos) proceso sociológico-político de ruptura y rebelión, que tiene por un lado a la incertidumbre y por otro a la “hermandad musulmana” como probable desembocadura y capitalizador político (a quién, por otra parte, Israel teme por su carácter antisionista). Es curioso que así lo hayan considerado algunos escritores progresistas, inclusive cuando ni siquiera había renunciado Mubarak. La inmensa complejidad del mundo árabe se resiste tanto a conclusiones taxativas como a triunfalismos. El mayo francés no revolucionó las relaciones de producción en Francia sino buena parte de los dogmas y certezas de las izquierdas, ampliando el abanico de sus preocupaciones y temáticas. Tampoco el diciembre argentino logró “que se vayan todos” sino, en todo caso, que varios de los antiguos rechazados rectificaran parcialmente sus antiguas políticas con el fin de perpetuarse. No es poco. Pero las insurrecciones no son revoluciones hasta que no transforman raigalmente las estructuras económicas, políticas y sociales. Hasta ahora sólo se ha logrado en Egipto el indispensable paso de derrocar a un criminal autócrata. No estamos ante una revolución, ni francesa y ni siquiera afrancesada, sino más bien ante intentos de auxilios continuistas de los demócratas del garrote y el fraude como la cancillería norteamericana, enfrentados a una sociedad civil que intenta expresarse. Ello no le quita mérito ni heroísmo al más de millón de manifestantes en todo Egipto y en la Plaza Tahrir (de la Liberación), en el centro de El Cairo.
 
Justamente, lo que no puede ponerse en duda es que la significación de las revueltas (que comenzaron en Túnez hace algo más de un mes con final exitoso en el acotado propósito de deponer al dictador) excede los límites nacionales e impregna al conjunto de la región compuesto por 22 países que conforman la liga árabe. Aunque en el medio está Palestina, que no es un país estrictamente. E Israel, que siéndolo, no es árabe.
 
Aún desconociendo los posibles resultados cualitativos señalados e inclusive mirándolos con excepticismo, el proceso egipcio sin embargo, tendrá un enorme impacto en toda la región aunque sólo sea por razones cuantitativas: su población constituye más de la cuarta parte del total de la población árabe, estimada en más de 300 millones. Pero también por el rol de soporte de los acuerdos de Camp David que necesariamente serán puestos en duda en lo sucesivo y de la estrategia de devastación de Palestina por parte de Israel. Pero el contexto de partida es el de una región sumamente debilitada económica, política y culturalmente. Por un lado, hay repúblicas muy poco republicanas y monarquías constitucionales prácticamente sin constituciones (o con ridículas cartas magnas) y hasta crímenes palaciegos. Pero fundamentalmente, está instalado un personalismo continuista y caudillesco, que hace de la rotación una excepción o una variante conspirativa, cosa que mayormente no cambia en cualquiera de los dos formatos políticos. En el mundo árabe, donde hay monarquía no hay constituciones que pongan en juego principios republicanos, y donde hay repúblicas, los líderes se atornillan y perpetúan como si fueran monarcas (lo mismo da si se allí se autotitulan jeques, emires, shas o como les guste a los reyezuelos). La monarquía marroquí lleva 54 años en el poder y la jordana 65. Las cifras no disminuyen en las repúblicas ya que, por ejemplo, en Egipto su “presidente” llevaba 30 años (con 25 años en estado de excepción), en Yemen 33, en Siria 40 y en Libia 43. Es hasta difícil diferenciar por las prácticas esas dos formas de estructuración política. Piénsese que el cargo de vicepresidente fue creado ah-hoc por el propio Mubarak durante la crisis nombrando a dedo al jefe de los servicios secretos, responsable de las torturas y encarcelamientos ilegales de decenas de miles de opositores.
 
Como con nuestros terroristas de estado en los ´70 y ´80, el imperialismo europeo y norteamericano con su satélite de Israel, no tuvo reparo en sostener esta estructura mafiosa como régimen político olvidándose de su discurso “democratizador”. Es que justamente los atemoriza una posible democracia real (y no meramente formal como en sus países).
 
Recién comienza el saludable despertar ciudadano en el mundo árabe, que además de demandas cualitativas deberá crecer cuantitativamente, por ejemplo incorporando a las mujeres, prácticamente sin derechos cívicos y sin clítoris ni deseo para sus esposos, que no son precisamente sus amantes sino los amos de sus vidas, al mejor estilo de pequeños Mubaraks.
 
- Emilio Cafassi es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. 
https://www.alainet.org/es/articulo/147574
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