El derecho a decidir aquello que comemos
20/09/2010
- Opinión
A menudo cuando se habla del impacto de la crisis alimentaria y de la dificultad para acceder a una alimentación sana y saludable miramos hacia los países el Sur. En la actualidad, 925 millones de personas en el mundo pasan hambre y éstas se encuentran, mayoritariamente, en países empobrecidos.
Esta circunstancia se da en un periodo histórico donde se producen más alimentos que nunca en la historia, con un aumento de la producción de un 2% en los últimos veinte años mientras que la población crece a un ritmo del 1,14%. Por lo tanto de comida hay, pero la creciente mercantilización de los alimentos ha hecho que el acceso a los mismos se convierta en prácticamente imposible para amplias capas de la población.
Pero más allá del impacto dramático de estas políticas agrícolas y alimentarias en la generación de hambre en el mundo, hay que señalar, también, sus consecuencias en el aumento del cambio climático, la deslocalización alimentaria, la creciente descampesinización del mundo rural, la pérdida de agrodiversidad, etc., especialmente en los países del Sur global, pero también aquí.
En Cataluña, por ejemplo, tan solo el 2,46% de la población activa se dedica a la agricultura y este porcentaje se reduce año tras año, a la vez que se constata un envejecimiento progresivo del sector, ya que el relevo generacional es muy escaso. Se calcula que la incorporación de jóvenes al campo es diez veces inferior al de hace siete años. Si en el 2001, 478 jóvenes se sumaron a la actividad campesina catalana; en el 2008, tan sólo lo hicieron 49, según datos del sindicato Unió de Pagesos.
Esta circunstancia se da en un periodo histórico donde se producen más alimentos que nunca en la historia, con un aumento de la producción de un 2% en los últimos veinte años mientras que la población crece a un ritmo del 1,14%. Por lo tanto de comida hay, pero la creciente mercantilización de los alimentos ha hecho que el acceso a los mismos se convierta en prácticamente imposible para amplias capas de la población.
Pero más allá del impacto dramático de estas políticas agrícolas y alimentarias en la generación de hambre en el mundo, hay que señalar, también, sus consecuencias en el aumento del cambio climático, la deslocalización alimentaria, la creciente descampesinización del mundo rural, la pérdida de agrodiversidad, etc., especialmente en los países del Sur global, pero también aquí.
En Cataluña, por ejemplo, tan solo el 2,46% de la población activa se dedica a la agricultura y este porcentaje se reduce año tras año, a la vez que se constata un envejecimiento progresivo del sector, ya que el relevo generacional es muy escaso. Se calcula que la incorporación de jóvenes al campo es diez veces inferior al de hace siete años. Si en el 2001, 478 jóvenes se sumaron a la actividad campesina catalana; en el 2008, tan sólo lo hicieron 49, según datos del sindicato Unió de Pagesos.
El empobrecimiento del campesinado es una realidad innegable. La renta agraria en Cataluña ha caído desde el 2001 en un 43,7%, situándose muy por debajo de la renta general. El encarecimiento de los costes de producción y la baja remuneración que los campesinos reciben por sus cultivos serían algunas de las causas principales que explicarían esta tendencia.
El sistema agroindustrial ha generado una progresiva desvinculación entre producción de alimentos y consumo, favoreciendo la apropiación por parte de un puñado de empresas, que controlan cada uno de los tramos de la cadena agroalimentaria (semillas, fertilizantes, transformación, distribución), con la consiguiente pérdida de autonomía del campesinado.
Para describir la estructura del actual modelo de distribución de alimentos se acostumbra a utilizar la metáfora del 'reloj de arena', donde unas pocas empresas monopolizan el sector generando un cuello de botella que determina la relación entre productores y consumidores. En la actualidad, el diferencial entre el precio pagado en origen, al campesino, y lo que pagamos en el supermercado se sitúa en torno a un 500% de media, siendo la gran distribución quien se lleva el beneficio. Por este motivo, los diferentes sindicatos campesinos reclaman una Ley de márgenes comerciales y que se les pague un precio digno por sus productos.
Frente a este modelo agrícola, desde mitades de los años 90, diferentes movimientos sociales vienen reivindicando el derecho de los pueblos a la soberanía alimentaria. Una demanda que implica recuperar el control de las políticas agrícolas y alimentarias, el derecho a decidir sobre aquello que comemos, que los bienes naturales (agua, tierra, semillas...) estén en manos del campesinado. Una propuesta que se basa en la solidaridad internacional y que no tiene que confundirse con los discursos chovinistas partidarios de "primero lo nuestro".
En Cataluña, esta soberanía alimentaria implica el acceso a la tierra de quienes quieren incorporarse a la actividad agrícola, apostar por un banco de tierras, y denunciar la creciente especulación con el territorio. Es urgente, como reivindica la plataforma catalana Somos lo que sembramos, una moratoria en el cultivo de transgénicos y dejar bien claro que la coexistencia es imposible. Cataluña y Aragón son las principales zonas de la Unión Europea donde se cultivan transgénicos, incluso variedades prohibidas en otros países. Hace falta una nueva Política Agraria Común (PAC), en clave de soberanía alimentaria, priorizando una producción, una distribución y un consumo de proximidad, un modelo agrícola vinculado a la agroecología, inversiones en servicios públicos y de calidad en el mundo rural y una legislación sanitaria adecuada para la transformación artesana y la comercialización local.
Sin un entorno rural y un campesinado vivo, otro mundo y otro consumo no serán posibles. Como dice La Vía Campesina, hoy "comer se ha convertido en un acto político".
-Esther Vivas es autora de ‘Del campo al plato’ (Icaria ed. 2009). Artículo publicado en Público (edición de Catalunya), 03/08/2010.
El sistema agroindustrial ha generado una progresiva desvinculación entre producción de alimentos y consumo, favoreciendo la apropiación por parte de un puñado de empresas, que controlan cada uno de los tramos de la cadena agroalimentaria (semillas, fertilizantes, transformación, distribución), con la consiguiente pérdida de autonomía del campesinado.
Para describir la estructura del actual modelo de distribución de alimentos se acostumbra a utilizar la metáfora del 'reloj de arena', donde unas pocas empresas monopolizan el sector generando un cuello de botella que determina la relación entre productores y consumidores. En la actualidad, el diferencial entre el precio pagado en origen, al campesino, y lo que pagamos en el supermercado se sitúa en torno a un 500% de media, siendo la gran distribución quien se lleva el beneficio. Por este motivo, los diferentes sindicatos campesinos reclaman una Ley de márgenes comerciales y que se les pague un precio digno por sus productos.
Frente a este modelo agrícola, desde mitades de los años 90, diferentes movimientos sociales vienen reivindicando el derecho de los pueblos a la soberanía alimentaria. Una demanda que implica recuperar el control de las políticas agrícolas y alimentarias, el derecho a decidir sobre aquello que comemos, que los bienes naturales (agua, tierra, semillas...) estén en manos del campesinado. Una propuesta que se basa en la solidaridad internacional y que no tiene que confundirse con los discursos chovinistas partidarios de "primero lo nuestro".
En Cataluña, esta soberanía alimentaria implica el acceso a la tierra de quienes quieren incorporarse a la actividad agrícola, apostar por un banco de tierras, y denunciar la creciente especulación con el territorio. Es urgente, como reivindica la plataforma catalana Somos lo que sembramos, una moratoria en el cultivo de transgénicos y dejar bien claro que la coexistencia es imposible. Cataluña y Aragón son las principales zonas de la Unión Europea donde se cultivan transgénicos, incluso variedades prohibidas en otros países. Hace falta una nueva Política Agraria Común (PAC), en clave de soberanía alimentaria, priorizando una producción, una distribución y un consumo de proximidad, un modelo agrícola vinculado a la agroecología, inversiones en servicios públicos y de calidad en el mundo rural y una legislación sanitaria adecuada para la transformación artesana y la comercialización local.
Sin un entorno rural y un campesinado vivo, otro mundo y otro consumo no serán posibles. Como dice La Vía Campesina, hoy "comer se ha convertido en un acto político".
-Esther Vivas es autora de ‘Del campo al plato’ (Icaria ed. 2009). Artículo publicado en Público (edición de Catalunya), 03/08/2010.
+ info: http://esthervivas.wordpress.com
https://www.alainet.org/es/articulo/144287
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