El burka y Caperucita Roja
14/07/2010
- Opinión
En colaboración con Jeromo Aguado (1)
Las semanas en las que se ha publicitado el debate sobre la prohibición o no de las prendas que ocultan a algunas mujeres islámicas, han coincidido con la preparación, junto a nuestros compañeras y compañeros del Consejo Editorial, del segundo número de la revista ‘Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas’. El eje central que abordamos es conocer y explicar cuál es la realidad de las mujeres en el medio rural español. Y cómo ya intuíamos, en este terreno, hay muchos velos que descorrer y muchas invisibilidades por mostrar.
Como acertadamente dicen algunos colectivos de feministas rurales, las mujeres en el campo español -y de muchas otras partes del mundo- (según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, en el mundo hay más de 1.600 millones de mujeres rurales) viven bajo el ‘Síndrome de la Caperucita Roja’: mujeres dedicadas enteramente al doble cuidado de la familia y las tareas cercanas a la casa o a la finca (el huerto, las gallinas, las transformación de alimentos, etc.). –Si sales de tu terreno, aunque siga siendo para cuidar a la abuelita, ojo, que vendrá el lobo.
El lobo o el burka, está presente de muy diversas formas, desde las tradiciones (sigue siendo habitual que la herencia de las tierras pase de padres a hijos varones), los planteamientos sociales y políticos (las decisiones familiares se mantienen en los hombres, son quienes proyectan las relaciones sociales de toda la familia, los que siguen al frente de las organizaciones sociales del pueblo o los que acaparan los puestos de mando de los sindicatos agrarios), hasta aspectos legislativos (la falta de leyes y reglamentos bien aplicados para favorecer, por ejemplo, la cotitularidad de los negocios agrarios). Lo que nos conducen hacia algunos escenarios, lamentablemente, esclarecedores. Aunque, según varios estudios, al menos siete de cada diez mujeres que viven en fincas agroganaderas trabajan en las labores productivas (además de desdoblarse con el trabajo no reconocido ni remunerado en el hogar), muy pocas lo hacen con reconocimiento laboral y económico. En España sólo alrededor de un 22% de la titularidad de un negocio agrario recae en manos femeninas. La falta de este reconocimiento tiene múltiples derivadas para las mujeres en el mundo rural. Obviamente les impide ser beneficiarias directas de las medidas de apoyo ligadas a la agricultura, les complica sobremanera el acceso independiente a la cotización de la seguridad social agraria o al régimen de autónomos, limita sus derechos en situaciones de viudedad, separación, etc., pues siempre quedan ligadas, de una manera u otra, al titular –conyugue varón- de la finca.
Lo mismo, pero con palabras más precisas concluyó un informe de la Comisión de Derechos de la Mujer e Igualdad de Género del Parlamento Europeo, elaborado en octubre de 2007, en el que se aseguraba que las mujeres de la zona rural no reciben el reconocimiento laboral, la protección ni la remuneración que les corresponde. Añadía que en este medio, además, hay una evidente falta de infraestructuras de formación y de servicios públicos que afecta directamente a las mujeres (por ejemplo guarderías, residencias para personas mayores, servicios de ginecología…) Y finalmente explicaba que estas desigualdades «entre mujeres y hombres limitan también el crecimiento económico y un desarrollo rural sostenible”». Como caperucitas, muchas mujeres, escapan de este medio hostil, a cuidar abuelitas en el medio urbano, u otros trabajos de ‘cuidadoras’, limpieza u hostelería, en busca de una autonomía que sigue encasillada en roles que debemos resquebrajar.
El burka que oculta el trabajo, la dignidad y los derechos de las mujeres en el medio rural tiene ejemplos muy rotundos. Como el caso de las ‘rederas’, aquellas mujeres encargadas de la elaboración y reparación de la redes de la flota pesquera. Mujeres en los muelles, bajo la lluvia o el sofocante Sol, siete u ocho horas sin descanso, no es una situación ‘costumbrista’ y bonita para fotografiar. Es claramente una estampa de un trabajo, que hasta el 2004 –ayer mismo- no fue reconocido. Aún hoy, a pesar de las denuncias de las organizaciones de mujeres ‘rederas’, sigue siendo una labor de trabajo sumergido que se hace en las casas, a favor de los comerciantes de efectos navales que consiguen así mano de obra barata. O, con ese mismo objetivo de rebajar los costes de producción, la llegada de mujeres emigrantes como temporeras en las instalaciones de la agricultura intensiva, como el caso de la fresa en Huelva. Está constatado, que se favorecen los contratos con aquellas mujeres que tienen hijos o hijas a su cargo, para generar en ellas mayor dependencia y menor rebeldía a situaciones que llegan al abuso y la humillación personal.
Frente a estas discriminaciones se están generando dos interesantes sinergias. Por un lado, el enriquecimiento mutuo entre los movimientos feministas (inicialmente de origen obrero y urbano) con el feminismo rural. Dos discursos semejantes que favorecen una lucha global. Y por otro, la incorporación del feminismo rural en el pensamiento de los movimientos alternativos a favor de la otra agricultura, a favor de la soberanía alimentaria. Un paradigma que avanza incorporando, en pie de igualdad, la lucha por los derechos de las mujeres y la feminización de la agricultura. Sólo con otra forma de entender nuestra relación con la naturaleza será posible asegurar la alimentación del mundo de hoy y el de mañana.
(1) Jerómo Aguado es Presidente de la Plataforma Rural
https://www.alainet.org/es/articulo/142804
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