El mundo en una nuez (II)
06/08/2008
- Opinión
Elocuencia y barbarie: las estrategias del poder
La Academia —la pretendida libertad de cátedra— nunca ha estado más amenazada que en tiempos de estratégicas luchas políticas. Cuando el proselitismo del miedo, principal instrumento del discurso hegemónico, invade todos los rincones de la sociedad, se hace invisible y se perpetúa bajo la idea de un orden “natural”, atemporal. Son los tiempos en que la ignorancia y la apatía del pueblo son sistemáticamente organizadas por la propaganda y la elocuencia de los arengadores públicos. Son los tiempos en que la violencia de la uniformidad quema hombres, mujeres y libros. Recordemos apenas un ejemplo, que la historia se ha empecinado en borrar de la memoria humana.
La famosa Escuela de traductores de Toledo se desarrolló durante gran parte del siglo XII gracias a un período de tolerancia racial, política y religiosa, en una región dominada y arrasada sucesivamente por árabes y godos. El método de esta Escuela consistía en traducir los libros de ciencia y filosofía del árabe a la lengua romance española. El mediador era, por lo general, un judío que leía árabe y recitaba en lengua vulgar para que un cristiano lo escribiese en latín. Así conocieron en Occidente a Ptolomeo, Aristóteles, Euclides, Avicena, Plotino, las enciclopedias de medicina, etcétera. También llegaron a Toledo en aquella época el inglés Abelardo de Bath y el francés Pierre le Venerable, abad de Cluny, quien le encargó al judío Pedro de Toledo la traducción del Corán al latín, la cual fue acabada en 1143. El más famoso traductor fue Gherard de Cremona, un italiano que tradujo al latín 87 obras, entre ellas el Almagesto de Ptolomaios. Al mismo tiempo trabajaban los pensadores aristotélicos en Al-Andalus, como el famoso Averroes. El célebre rey cristiano Alfonso X el Sabio, inspirado por la cultura de las cortes taifales, especialmente de la toledana e impulsado por colaboradores judíos, inició más tarde las traducciones arábigo-españolas, a la lengua romance. Pero éstos no eran excepciones. Otras familias de judíos también se dedicaron a traducir textos árabes —al tiempo que producían sus propias novedades—. En Cataluña, Jacob Ibn Tiddlon (Propacius Iudaeus) fue traductor y autor de Almanach, obra leída y admirada por Copérnico, Calvius y Kepler. No deberíamos olvidar, además, que, como dice Reyna Pastor, “Azarquiel, en un principio reputado forjador, llegó a ser el astrónomo y matemático más famoso de su época. Discutió a Ptolomeo, descubrió el movimiento de los planetas alrededor del Sol y el recorrido elíptico de Mercurio usando instrumentos de su invención: […] especies de astrolabios. A ello debe agregarse las llamadas ‘Tablas toledanas’, base de las ‘Tablas Alfonsinas’ de Alfonso el Sabio”. La lista de sabios y de obras es inabarcable y sería aún mayor si el dictador Almanzor no hubiese quemado los cuatrocientos mil volúmenes de la biblioteca de Córdoba. Bastaría con decir que España fue el principal centro intelectual de Europa y que gracias a esta libertad y respeto intelectual por la diversidad no sólo se salvó gran parte de la cultura antigua sino que, además, se impulsó los cambios que llevaron a Europa a un auge civilizatorio que ya todos conocemos.
Como es vieja costumbre de la historia, el fanatismo religioso —miserable esclavo de otras preocupaciones más terrenales— acabó con este período de paz y de florecimiento cultural. A partir de 1180, cesa en la iglesia el nombramiento de obispos extranjeros y comienza una etapa signada por un sentimiento nacionalista que, al decir de Amarill Chanady al referirse a América Latina, es siempre producto de una negación violenta sobre el otro, de una obligación de olvidar en búsqueda de una unidad. A finales del siglo XII se unifican las iglesias hispanas y romana. En 1188, pensando en la necesidad de una “guerra santa”, el papa Clemente III envía una carta al obispo de Toledo prometiendo perdón de todos los pecados para aquellos que luchen contra los sarracenos, al igual que para aquellos que mueran en la Cruzada. En una carta del 29 de octubre de 1192 al arzobispo de Toledo, su sucesor, el papa Celestino III, citando a la Biblia, decreta: “No es contrario a la fe católica exterminar y perseguir a los sarracenos”. Mucho después de la expulsión de los moros de Toledo, y como consecuencia de la larga Reconquista, en 1391 se practicará una nueva matanza que reducirá la población judía a la mitad. Una vez más Dios es secuestrado en nombre de intereses políticos. La víctima, como siempre, no será sólo la Academia sino, lo que es peor, el ser humano.
Algo me dice que nuestros tiempos no se diferencian mucho de aquella Edad Media, llena de oscuridades pero no tan oscura como se la representan en las escuelas primarias. Vivimos en el imperio de las simplificaciones; no en la Edad Media de Alfonso el Sabio sino en la de Pedro el Terrible; no en la Edad Media de la brillante Córdoba o de la Toledo tolerante sino de las Cruzadas y la Guerras Santas, de los héroes que luchan por salvar la Civilización en nombre de Dios, tirando bombas y arengando a los fieles contra el infiel.
Los necios han puesto el mundo entre dos cáscaras de nuez y han proclamado su conocimiento absoluto. Ya no queda nada por discutir. Just do it. Los nacionalismos, los estrechos patriotismos, los discursos bélicos destruyen cada día la necesaria serenidad del pensamiento. Demagogos y maquiavelos excitan la sangre y anestesian el alma. El objetivo inmediato es ganar, destruir al enemigo, un enemigo previamente creado —ese perfecto aliado de los viejos opresores que nunca falla. El objetivo a largo plazo es mantener las cosas como están.
Claro que siempre es posible salirse de la prisión de las cosas obvias. Cuando Diógenes, el filósofo vagabundo de Atenas fue capturado y llevado como esclavo a Creta le preguntaron qué era lo que mejor sabía hacer: “Mandar”, dijo el padre del cinismo.
La Academia —la pretendida libertad de cátedra— nunca ha estado más amenazada que en tiempos de estratégicas luchas políticas. Cuando el proselitismo del miedo, principal instrumento del discurso hegemónico, invade todos los rincones de la sociedad, se hace invisible y se perpetúa bajo la idea de un orden “natural”, atemporal. Son los tiempos en que la ignorancia y la apatía del pueblo son sistemáticamente organizadas por la propaganda y la elocuencia de los arengadores públicos. Son los tiempos en que la violencia de la uniformidad quema hombres, mujeres y libros. Recordemos apenas un ejemplo, que la historia se ha empecinado en borrar de la memoria humana.
La famosa Escuela de traductores de Toledo se desarrolló durante gran parte del siglo XII gracias a un período de tolerancia racial, política y religiosa, en una región dominada y arrasada sucesivamente por árabes y godos. El método de esta Escuela consistía en traducir los libros de ciencia y filosofía del árabe a la lengua romance española. El mediador era, por lo general, un judío que leía árabe y recitaba en lengua vulgar para que un cristiano lo escribiese en latín. Así conocieron en Occidente a Ptolomeo, Aristóteles, Euclides, Avicena, Plotino, las enciclopedias de medicina, etcétera. También llegaron a Toledo en aquella época el inglés Abelardo de Bath y el francés Pierre le Venerable, abad de Cluny, quien le encargó al judío Pedro de Toledo la traducción del Corán al latín, la cual fue acabada en 1143. El más famoso traductor fue Gherard de Cremona, un italiano que tradujo al latín 87 obras, entre ellas el Almagesto de Ptolomaios. Al mismo tiempo trabajaban los pensadores aristotélicos en Al-Andalus, como el famoso Averroes. El célebre rey cristiano Alfonso X el Sabio, inspirado por la cultura de las cortes taifales, especialmente de la toledana e impulsado por colaboradores judíos, inició más tarde las traducciones arábigo-españolas, a la lengua romance. Pero éstos no eran excepciones. Otras familias de judíos también se dedicaron a traducir textos árabes —al tiempo que producían sus propias novedades—. En Cataluña, Jacob Ibn Tiddlon (Propacius Iudaeus) fue traductor y autor de Almanach, obra leída y admirada por Copérnico, Calvius y Kepler. No deberíamos olvidar, además, que, como dice Reyna Pastor, “Azarquiel, en un principio reputado forjador, llegó a ser el astrónomo y matemático más famoso de su época. Discutió a Ptolomeo, descubrió el movimiento de los planetas alrededor del Sol y el recorrido elíptico de Mercurio usando instrumentos de su invención: […] especies de astrolabios. A ello debe agregarse las llamadas ‘Tablas toledanas’, base de las ‘Tablas Alfonsinas’ de Alfonso el Sabio”. La lista de sabios y de obras es inabarcable y sería aún mayor si el dictador Almanzor no hubiese quemado los cuatrocientos mil volúmenes de la biblioteca de Córdoba. Bastaría con decir que España fue el principal centro intelectual de Europa y que gracias a esta libertad y respeto intelectual por la diversidad no sólo se salvó gran parte de la cultura antigua sino que, además, se impulsó los cambios que llevaron a Europa a un auge civilizatorio que ya todos conocemos.
Como es vieja costumbre de la historia, el fanatismo religioso —miserable esclavo de otras preocupaciones más terrenales— acabó con este período de paz y de florecimiento cultural. A partir de 1180, cesa en la iglesia el nombramiento de obispos extranjeros y comienza una etapa signada por un sentimiento nacionalista que, al decir de Amarill Chanady al referirse a América Latina, es siempre producto de una negación violenta sobre el otro, de una obligación de olvidar en búsqueda de una unidad. A finales del siglo XII se unifican las iglesias hispanas y romana. En 1188, pensando en la necesidad de una “guerra santa”, el papa Clemente III envía una carta al obispo de Toledo prometiendo perdón de todos los pecados para aquellos que luchen contra los sarracenos, al igual que para aquellos que mueran en la Cruzada. En una carta del 29 de octubre de 1192 al arzobispo de Toledo, su sucesor, el papa Celestino III, citando a la Biblia, decreta: “No es contrario a la fe católica exterminar y perseguir a los sarracenos”. Mucho después de la expulsión de los moros de Toledo, y como consecuencia de la larga Reconquista, en 1391 se practicará una nueva matanza que reducirá la población judía a la mitad. Una vez más Dios es secuestrado en nombre de intereses políticos. La víctima, como siempre, no será sólo la Academia sino, lo que es peor, el ser humano.
Algo me dice que nuestros tiempos no se diferencian mucho de aquella Edad Media, llena de oscuridades pero no tan oscura como se la representan en las escuelas primarias. Vivimos en el imperio de las simplificaciones; no en la Edad Media de Alfonso el Sabio sino en la de Pedro el Terrible; no en la Edad Media de la brillante Córdoba o de la Toledo tolerante sino de las Cruzadas y la Guerras Santas, de los héroes que luchan por salvar la Civilización en nombre de Dios, tirando bombas y arengando a los fieles contra el infiel.
Los necios han puesto el mundo entre dos cáscaras de nuez y han proclamado su conocimiento absoluto. Ya no queda nada por discutir. Just do it. Los nacionalismos, los estrechos patriotismos, los discursos bélicos destruyen cada día la necesaria serenidad del pensamiento. Demagogos y maquiavelos excitan la sangre y anestesian el alma. El objetivo inmediato es ganar, destruir al enemigo, un enemigo previamente creado —ese perfecto aliado de los viejos opresores que nunca falla. El objetivo a largo plazo es mantener las cosas como están.
Claro que siempre es posible salirse de la prisión de las cosas obvias. Cuando Diógenes, el filósofo vagabundo de Atenas fue capturado y llevado como esclavo a Creta le preguntaron qué era lo que mejor sabía hacer: “Mandar”, dijo el padre del cinismo.
https://www.alainet.org/es/articulo/129086?language=es
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