La calidad y las reformas académicas y administrativas en las universidades públicas
07/04/2008
- Opinión
(Presentación de Gonzalo Arango J., Presidente de la Federación Nacional de Profesores Universitarios, en la Audiencia Pública realizada en el Senado el día 3 de abril, “Por la defensa de la calidad en la Universidad pública”)
En buena hora el Senado de la República ha dispuesto este espacio para la discusión de un tema de suma trascendencia, no sólo para quienes desde la comunidad académica nos ocupamos en las universidades públicas de los quehaceres cotidianos de docencia, investigación y extensión, y para aquellos que reciben su formación universitaria en sus recintos, sino para el conjunto de la población del país. Sin duda alguna, la universidad pública es un importante patrimonio cultural de la nación y una herramienta indispensable e insustituible en el apalancamiento del desarrollo económico y social que tanto requiere nuestra patria.
Con el advenimiento de la doctrina neoliberal a nuestro país, de la mano del “bienvenidos a futuro” erigido como eslogan de su implementación por el gobierno de la época, en los albores del último decenio del siglo pasado, se impusieron todo tipo de transformaciones; desde aquellas contenidas en la Constitución de 1991, que sentaron las bases para que se desatara una oleada de reformas en todos los ordenes al sistema legal vigente, hasta las plasmadas en la Ley 30 de 1992, con las cuales se dio inicio a un proceso de mutación de la Educación Superior en Colombia con el propósito de adecuarla a los requerimientos del modelo económico.
Desde aquella época, en los pocos más de tres lustros transcurridos, todos los gobiernos, empezando con el de Gaviria, siguiendo con los de Samper y Pastrana, y cerrando con el primero y el actual de Álvaro Uribe Vélez, la política en esta materia ha sido consistente, consecuente y coherente con los dictados de los organismos multilaterales de crédito, especialmente del Banco Mundial. Cada uno, en su gobierno, hizo y está haciendo los énfasis requeridos de acuerdo con los ajustes necesarios a la política y a los tropiezos que la aplicación de ésta hubiesen encontrado por la movilización de la comunidad académica y universitaria, todo ello soportado en las recomendaciones de estudios y procesos de un denominada “socialización” llevados a cabo para validarlas, tales como la denominada “Misión Nacional para la Modernización de la Universidad Pública”, entregado en marzo de 1995, o el proceso de “Movilización Social por la Educación Superior”, cuyas conclusiones fueron recogidas en el documento “Bases para una Política de Estado en Materia de educación Superior”, publicado por el ICFES en el mes de marzo de 2001.
El Plan Nacional de Desarrollo en vigencia, discutido y aprobado en medio de la más formidable movilización de la comunidad universitaria de los últimos 30 años en contra de las disposiciones lesivas a los intereses educativos del pueblo y la nación contenidas en él, avanza en su articulado por el camino de la privatización de las universidades públicas, de la pérdida de su autonomía académica y administrativa, de su sometimiento a los designios del “mercado laboral” y de su paulatina pero inexorable degradación académica como consecuencia de la serie de factores que la aprisionan y de las amenazas que la asedian.
La inminencia de la adecuación de la Educación Superior en Colombia a los requerimientos de la política de globalización, hoy expresada en el TLC con los Estados Unidos que le coloca plazos perentorios, tiene sumido al conjunto de universidades públicas de nuestro país en una avalancha de reformas, acicateadas por un diverso conjunto de presiones: la normatividad en materia de obtención de los registros calificados para los programas; la persecución de indicadores de desempeño que les garanticen el acceso a la obtención de la “acreditación por excelencia” y la consecución de mayores tajadas en la distribución de los recursos provenientes del artículo 87 de la Ley 30; la estandarización de sus programas con los patrones norteamericanos para hacerlos más competitivos y transables en el mercado internacional; el cumplimiento de las metas impuestas por la política de ampliación de cobertura; el acondicionamiento de los contenidos a los perfiles de los ECAES; los ajustes a la precariedad de sus recursos financieros; el sometimiento a las políticas de promoción de la formación de niveles técnico y tecnológico espoleados desde el gobierno nacional con la orientación de los créditos educativos y el otorgamiento de estímulos económicos a las universidades que opten por ello; la consecución de recursos propios mediante la venta de servicios a través de “programas de operación comercial”, ante la cada vez menor participación porcentual de los recursos del presupuesto estatal en el presupuesto de las universidades; hasta las decisiones de los “acuerdos de acreedores”, como en el caso de la Universidad del Atlántico, estrangulada financieramente y muchas más que nos haríamos terminables en enumerar.
Estatutos generales, estatutos docentes, reglamentos estudiantiles, currícula, programas de las asignaturas, entre otros, son objeto de modificaciones, bien sea mediante procesos de choque o bien de reformas incrementales, de acuerdo con las circunstancias específicas de cada universidad, pero todas apuntando hacia el mismo propósito. Todo ello, claro está, justificado en invocaciones altisonantes acerca de la flexibilidad, la modernización, la racionalidad, la pertinencia, la eficiencia, la equidad y hasta la calidad.
El aumento desbordado de la oferta de cupos, persiguiendo indicadores de cobertura sin la asignación de recursos para atender las necesidades incrementales han llevado a las universidades a reformar lo relacionado con las modalidades de contratación de docentes para abrirle paso a una creciente vinculación de profesores con contratación temporal cuya remuneración es a destajo y la asignación de labor académica, para obtener estipendios aceptables, es a todas luces exagerada y abrumadora. ¿Podrá una universidad alcanzar los niveles de excelencia que le permitan hacer los aportes que el país y la nación requieren cuando cerca el 75 % de sus docentes padecen este tipo de contratación?
Ligado a lo anterior en muchas universidades del país se han reformado los estatutos docentes para incrementar, dentro de la asignación de la labor académica, el número de horas aula atendidas por los docentes, llegando a niveles de entre 20 y 30 horas semanales. ¿Cuál será la calidad de la docencia impartida por profesores que no disponen de los tiempos indispensables para preparación de clases, atención de estudiantes, calificación de pruebas de evaluación, además de las imprescindibles actividades de capacitación y actualización?
Pero ese aumento desbordado de cupos ha llevado también a la insuficiencia de infraestructura tecnológica y de instalaciones que hace de las prácticas de laboratorio y de taller una caricatura. En la universidad donde laboro, grupos de cuatro estudiantes se agolpan en torno a una máquina herramienta para turnarse en su operación de a uno en uno mientras los demás observan. Igual ocurre en salas de cómputo, etc. ¿Podrán obtenerse niveles excelentes de formación cuando en las prácticas el hacer se reemplaza por el mirar?
Mención especial ameritan las reformas a los reglamentos estudiantiles, donde la necesidad de retener estudiantes para obtener indicadores favorables en cobertura ha conducido a la flexibilización de los reglamentos en materia académica que rayan con el relajamiento total y nos muestran un panorama cercano al de la fatídica “promoción automática”. La eliminación de prerrequisitos, la realización indefinida de las llamadas pruebas de suficiencia para aprobar una asignatura van configurando un entorno de mediocridad que repugna. Ni que decir de aquellos programas de “jornadas especiales”, que operan como “operaciones comerciales” donde el mantenimiento del “punto de equilibrio económico”, para garantizar la autofinanciación del programa se convierte en objetivo.
Podríamos afirmar que la mayoría de universidades públicas del país se precipitan hacia el deplorable modelo coloquialmente denominado de la “universidad de garaje”.
En materia de investigación, mediante la reforma de los reglamentos o estatutos de investigación el llamado “modelo pragmático” se impone. El investigador debe tornarse en gestor de los recursos para poder adelantarla y se privilegia la investigación contratada. Se busca que los investigadores de alto nivel se vinculen a los circuitos de investigación internacional y se pongan al servicio de proyectos de interés para las empresas trasnacionales o para agencias internacionales. Igual ocurre con la extensión, la intervención de la universidad en la comunidad no está mediada por el interés académico sino por el aprovechamiento de recursos económicos. Un buen número de estas intervenciones obedecen al desarrollo de convenios interinstitucionales con entidades estatales de nivel municipal, departamental o nacional, en actividades rutinarias.
Es esa la universidad que el modelo de desarrollo acogido reclama. Una educación de “tercer nivel”, para una sociedad que no es competitiva en el mercado del conocimiento. Una educación acorde con un país que no figura, en el contexto internacional ni siquiera en la categoría de los adaptadores de tecnología y por lo tanto su destino es el ser consumidor de tecnología y aplicador de conocimiento. Un modelo que nos condena a unas condiciones, no sólo de estancamiento, sino de retroceso insospechado
Así las cosas entonces ¿en que queda el discurso de la calidad, perorado por los gobiernos y las administraciones universitarias? La verdad es que el criterio de calidad que se establece como uno de los pilares de la política educativa desde la expedición de la Ley 30 de 1992, hace referencia al cumplimiento de ciertos estándares establecidos externamente, califica el cumplimiento de las políticas estatales y se formula como instrumento para la regulación del mercado en un contexto de oferta privatizada de educación superior, por parte de establecimientos privados y estatales.
Las reformas académicas y administrativas en marcha en las universidades públicas del país atentan contra la posibilidad de su fortalecimiento académico. Es más aceleran su marcha hacia el abismo. La alharaca armada alrededor de la proliferación de grupos de investigación inscritos en COLCIENCIAS, de los Exámenes de Calidad de la Educación Superior -ECAES- y de la “Acreditación Institucional por Excelencia”, tienden una densa cortina de humo frente a la deplorable realidad que cobija los claustros universitarios. Es menester que el país entero tome cuenta de ello y enfrentemos, con la resistencia civil y con decisión, este otro despojo del que somos víctimas.
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