Historia de un perdedor

25/03/2008
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Cuando un apersona escribe su currículum vitae sólo pone la lista de sus pequeños éxitos. Oculta siempre otra lista inconmensurable de fracasos y frustraciones. Yo no soy la excepción, pero de vez en cuando, como ahora, solicito incluir en mi legajo esta breve historia de frustraciones y derrotas que me enorgullecen. 

En la campaña por el referéndum de 1980, las radios y la televisión de Uruguay repetían simpáticos jingles a favor del . “Sí, por mi país, Sí por Uruguay, Sí por el progreso y Sí por la paz. Sí por el futuro, vamos a votar…” Aquellos que impulsaban la opción por el No para impedir que la dictadura militar se legalizara a sí misma, tenían negada la misma libertad de propaganda. Por entonces yo tenía diez años y no podía entender que los limpiaparabrisas funcionando un día de sol significaba un guiño anónimo que decía “no, no”. Por supuesto, como muchos votantes mayores, yo repetía esa simpática canción que aseguraba un país feliz y en paz, ante la mirada silenciosa y resignada de mi madre. Ella odiaba profundamente la dictadura y para evitarme problemas en la escuela no me aclaraba que esa bonita canción era parte de la misma violencia moral organizada por aquellos cavernícolas en nombre del progreso y la paz. Razón no le faltaba; una compañera de mi clase invirtió el jingle cambiando el Sí por el No y las maestras la mandaron a un rincón, a mirar la pared hasta que sonó la campana del mediodía. La inocencia que mis padres habían logrado reconstruir en mí, volvió a tropezar y darse de nariz ese día. Así creció mi Generación del Silencio, alimentada a base de mentiras y miedo.

El No ganó en noviembre de 1980. Es decir, para el caso, felizmente yo perdí. Aunque el teniente general Queirolo, convencido del triunfo del Sí, había manifestado antes de la derrota que “a los vencedores no se les ponen condiciones” —lo que demostraba la mentalidad democrática de esa Patria—, lo cierto es que toda la historia de los vencedores democráticos que siguieron después, como en otros países del continente, estuvo siempre especialmente condicionada. Democracias Especialmente Condicionadas.

Volví a perder cuando poco después descubrí la estafa: esa bonita canción había sido hecha para aquellos señores mandíbula de piedra y uniforme que nos miraban desde arriba. Aprendí que lo que parece ser, no es. Esta estafa moral se continuó unos años después en la secundaria, abundante de profesores pro-dictadura que enseñaban materias como “Educación Moral y Cívica”, cuando nuestro gobierno no era cívico, ni educado ni mucho menos moral. En aquellos centros de adoctrinamiento cívico donde con frecuencia nos expulsaban por alguna intrascendente rebeldía, se nos repetía cada día que vivíamos en una democracia, aunque en un período excepcional. Ese período excepcional duró once años, hasta 1984, y sus consecuencias se prolongaron por un par de décadas más, hasta el 2004. Mejor dicho, hasta hoy, cada vez que la justicia debe mendigar a la secta de los antiguos militares una palabra, un dato, un reconocimiento, un muerto.

En todas las elecciones que seguí con pasión en los años ‘80, todas ganó el partido Colorado, cuando mi interés estaba depositado en el otro partido tradicional, porque allí estaba un tal Wilson Ferreira, disidente pero tradicionalista como mi padre.

En 1989 voté por primera vez en un referéndum que pretendía derogar la ley que perdonaba los crímenes de lesa humanidad a los dictadores todavía con vida. Por supuesto que volví a perder, esta vez como feliz votante. La opción que defendía la impunidad de los militares había convencido a la mayoría de la población de lo bien que habíamos logrado la Paz perdonando crímenes de Estado. Al volver a la soledad de mi pequeño taller de estudiante, pinté en una pared: “Ha vencido el miedo. La razón histórica deberá esperar aún mucho más”. De todas formas siempre dejo en la razón un espacio para la duda, ya que la razón es la única que se atreve a dudar.

En las elecciones siguientes voté a un partido nuevo, el partido Verde Eto-Ecologista del profesor Rodolfo Tálice (1899-1999), que por entonces tenía noventa años y una energía intelectual como pocos. En la noche del 26 de noviembre de 1989 encendí la radio y, por casualidad, escuché el recuento de votos de la escuela donde yo había votado por la mañana: cientos de votos para un partido, cientos para el otro, “y un solo voto para el Partido Verde”, aparentemente anulado por estar plegado de forma inhabitual.

Durante los años ’90, voté a la izquierda. Eran los años de la euforia neoliberal de los partidos conservadores en Uruguay y de Menem en Argentina. En mi última elección en Uruguay, en 1999, estuve a punto de participar en la fiesta del triunfo histórico de la oposición en Uruguay. Personalmente, a mí más que un triunfo de la izquierda me interesaba la derrota de la derecha, enquistada en el poder desde el gobierno y sus onerosos cargos de confianza hasta el más humilde y con frecuencia improductivo cargo de desconfianza. Esa noche llegué a Montevideo mirando por la ventana del bus el clima de fiesta del Frente Amplio. Las encuestas a boca de urna lo daban como ganador. Al llegar a mi apartamento no pude entrar porque la llave se había roto y tuve que esperar cuatro o cinco horas hasta que un cerrajero lograse abrirla. Mientras, por el hall de entrada del edificio veía cómo los tradicionalistas poco a poco comenzaban a tomar las calles con sus banderas coloradas. Los mismos de siempre. Había ganado Jorge Batlle. Otra vez había perdido mi candidato.

Tal como lo anticipamos repetidas veces a mediados de esa década, pronto, cuando se agotara el recurso de ventas del modelo neoliberal criollo, sobrevendría la crisis. La crisis llegó en el 2001 en Argentina y un año después en Uruguay. Fue la peor en un siglo. Como a tantos obreros, profesionales o profesores de la clase media, a mí me afectó directamente. Por entonces era común trabajar siete meses cobrando medio sueldo. La otra mitad se recibía en cómodos insultos y humillaciones. Mientras los bancos se llevaban los ahorros y nuestros sueldos a otros paraísos financieros, yo aceptaba la invitación de un profesor norteamericano para continuar mi carrera en el exterior.

Cuando el partido de la oposición en Uruguay venció por primera vez en las elecciones del 2004, yo ya estaba en Estados Unidos. Tuve que imaginarme a través de los diarios esos ríos de gente festejando por las avenidas de todo el país. Nunca profesé admiración ciega ni grandes preferencias por ningún hombre o mujer dentro de ningún partido. Me lamentaba por no poder experimentar esa fiesta popular, compartir una vez en mi vida esa alegría, ese desconocido sentimiento de haber ganado en una contienda política, al menos como anónimo votante.

Ese mismo año, ese mismo mes, había asistido muy de cerca el proceso electoral entre demócratas y republicanos. Sin muchas esperanzas, estuve meses, días, horas, minuto a minuto observando el desarrollo y las estadísticas de las elecciones. Con un repentino dolor de muela, la noche de las elecciones tuve que asistir a la derrota de John Kerry y John Edwards, aparentemente la mejor opción.

Este año de 2008 no he podido evitar interesarme profundamente por el proceso electoral de Estados Unidos. Hace pocos días escuché de principio a fin el discurso que dio Barack Obama el 18 de marzo. Supuestamente debía ser una forma de defensa por las acusaciones que le hicieran de ser el amigo y aconsejado de un pastor “antipatriótico” y teólogo de la liberación. Obama no se defendió sino que, con elocuente precisión, pasó a la ofensiva y apuntó a la tradición de la disputa política de este país, a sus tabúes raciales y a las estrategias propagandísticas de la derecha en el poder. En un programa de televisión alguien se quejó del señor Obama: “nos ha insultado, por primera vez alguien nos ha tratado como si fuésemos adultos”. Aunque con algunos lugares comunes —al fin y al cabo es un político que necesita votos— me pareció un discurso intelectualmente impecable, frontal y organizado con el talento de un genio de la política. Estoy seguro que no habrá otro individuo con sus habilidades por mucho tiempo. De ganar no creo que signifique un cambio radical en nada, pero sí el mayor y el mejor cambio posible. No obstante, por primera vez en muchas semanas, su rival demócrata, Hillary Clinton, lo ha pasado en las encuestas generales. De cualquier forma, no creo que en los años por venir se pueda evitar un terremoto generacional que irá más allá de la política.

He tenido la dudosa suerte de vivir en un tiempo interesante. Cruel, casi siempre abominable, pero interesante. Está de más decir que mi influencia en la política de mi país o de cualquier otro país ha sido y será siempre nula. No deseo otra cosa. No obstante, por las dudas, yo le advertiría a cualquier candidato que nunca trate de conquistar mi preferencia.

Jorge Majfud
Athens, marzo 2008

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