Aquel niño todavía soy yo
14/10/2007
- Opinión
En este Día de la Niñez salgo al encuentro de aquel que todavía pervive en mí. Él no pertenece a este tiempo de atrocidades. No es que el mundo fuera mejor. No lo era, ni siquiera para los niños. Muchos trabajaban arduamente en fábricas, desgastaban su infancia rebuscando en botes de basura, surgían a borbotones, en plena mitad del siglo 20, de las memorables páginas de Charles Dickens.
La diferencia está en que el mundo estaba lejos de mi aldea abrigada entre montañas. Y yo no tenía ni idea de que el sufrimiento no sólo alcanzaba a los adultos.
Fui un niño ni rico ni pobre; feliz. Tenía dos pares de zapatos: el de la escuela y el de las misas dominicales y los cumpleaños. Lo divertido, sin embargo, era andar descalzo entre el barro dejado por las lluvias, meter las piernas en las correntadas que se deslizaban por las laderas, sentir en la planta de los pies las cosquillas ásperas de los paralelepípedos que cubrían las calles de Belo Horizonte.
La falta de juguetes industrializados, caros y escasos, estimulaba nuestra creatividad. Con la mente poblada por los cuentos de los hermanos Grimm y las historias de Hans Christian Andersen, de un palo de escoba salía un caballo, de una tabla y cuatro ruedas un carrito, de una caja de zapatos un castillo, de un trozo de plomo derretido el invencible ejército de los soldados de Napoleón…
Las narraciones de Monteiro Lobato nos inducían a recrear, en los predios arborizados, el sitio de Picapau Amarelo. Sí, había casas y al fondo predios soleados, mangos y guayabas que nos acogían, facilitándonos puentes y trapecios para nuestras aventuras de un Tarzán indígena. Niños armados de arcos y flechas y, por otro lado, niñas entregadas a los cuidados de sus muñecas, preparando sabrosos e imaginarios manjares.
La infancia se extendía, generosa, por aquellos días inmensamente largos. Había tiempo para todo: escuela, deberes de casa, deporte, juegos, y todavía sobraba. Y la disciplina paterna nos imponía límites y protección: el baño antes del café mañanero y de la cena, la familia entera reunida a la mesa en los horarios de las comidas, un dinerito exiguo justo para la matiné del domingo, el deseo libre de ansiedades e inmune al consumismo.
No se conocía la palabra colesterol, de modo que se comía de todo, especialmente gracias a la oferta servicial de los feriantes cuando nos veían en compañía de nuestras madres: una rebanada de piña o de papaya, un caqui maduro, el dulce de leche en el cono de helado, la tajada lechosa del queso de Minas…
El vocablo marca no venía ni en los diccionarios. Ni siquiera prestábamos atención a la marca de los tenis y de la ropa usada, cosas que, igual que con el material escolar, se heredaba de hermano en hermano, pues estaban hechos para durar, como las bicicletas eternas.
Nuestras travesuras molestaba a los adultos, pero sin ofensas ni daños: echar petardos en los buzones de correos, tocar rápidamente los timbres, pegar chicles en la silla del profesor, atar con esparadrapo la campanita de la vecina…
Había un confortable sentimiento de pertenencia al clan, fiel a su código de conducta: la tarea común culinaria de la madre y las tías confeccionando los dulces de la fiesta de cumpleaños, el árbol navideño cargado de primicias y promesas, la hartura de los domingos en la mesa de los abuelos, la magia encantadora del circo, las meriendas campestres a la orilla de la laguna de Pampulha.
Cambió el mundo, cambió la Navidad, y cambió también la infancia. Se rompe el encanto, escasean los abuelos pacientes, la televisión absorbe la imaginación infantil, la fantasía se colorea de logos de marcas. La calle está prohibida, el predio se trasladó al centro comercial, se contabiliza el deseo, se maquilla la alegría, los juguetes son desechables.
Ahora se encoge la respetuosa distancia entre niños y adultos, abriendo espacio a la irreverencia, al irrespeto, a la falta de educación. No hay que generalizar, es verdad. Pero me asusta el ver a hijos dar órdenes a sus padres y niños, en el autobús, indiferentes a los ancianos que viajan de pie.
¿Perdió la infancia su inocencia? ¿O la inocencia ya no tiene infancia? ¿Cuántos padres oran con sus hijos? ¿Cuántos se resisten al pudor de acariciarlos? Antes un simple helado enardecía el indeleble reducto de la memoria.
Nuestros héroes portaban la marca mesiánica del altruismo, aunque estuvieran maniatados por el maniqueísmo de la división del mundo entre las fuerzas del bien y del mal. Obedecer era una condición, no una imposición. Mantener la disciplina en el aula de clases una regla, no una excepción. Se hacía de la religiosidad la puerta abierta al encuentro de lo inmanente con lo trascendente, de lo natural con lo sobrenatural, de lo humano con lo divino. ¡Cómo nos consolaba el tener ángeles de la guarda!
Aún llevo un niño dentro de mí. Continúa siendo alegre, amoroso, inmerso en fantasías. Sexagenario, sueña con un futuro promisorio y cree que sólo mueren los viejos. Pero, hoy día, sabe que la vejez no es sólo un predicado de la edad.
Hay muchas criaturas envejecidas prematuramente por el trabajo precoz, por la explotación sexual, por la indiferencia de los adultos cuyos corazones de carne se petrificaron, incapaces de encantamiento, de curiosidad y vértigo del alma frente a la inmensidad del porvenir. Paralizados por el sopor de la amargura, se resisten a quitarse los zapatos de la sesudez, a meter los pies en el barro de las buenas noticias, a dejar que la riada de lo imprevisto empape ropa y piel, resucitando el sublime momento de la infancia.
- Frei Betto es escritor, autor de “Alfabeto. Autobiografia escolar”, entre otros libros.
La diferencia está en que el mundo estaba lejos de mi aldea abrigada entre montañas. Y yo no tenía ni idea de que el sufrimiento no sólo alcanzaba a los adultos.
Fui un niño ni rico ni pobre; feliz. Tenía dos pares de zapatos: el de la escuela y el de las misas dominicales y los cumpleaños. Lo divertido, sin embargo, era andar descalzo entre el barro dejado por las lluvias, meter las piernas en las correntadas que se deslizaban por las laderas, sentir en la planta de los pies las cosquillas ásperas de los paralelepípedos que cubrían las calles de Belo Horizonte.
La falta de juguetes industrializados, caros y escasos, estimulaba nuestra creatividad. Con la mente poblada por los cuentos de los hermanos Grimm y las historias de Hans Christian Andersen, de un palo de escoba salía un caballo, de una tabla y cuatro ruedas un carrito, de una caja de zapatos un castillo, de un trozo de plomo derretido el invencible ejército de los soldados de Napoleón…
Las narraciones de Monteiro Lobato nos inducían a recrear, en los predios arborizados, el sitio de Picapau Amarelo. Sí, había casas y al fondo predios soleados, mangos y guayabas que nos acogían, facilitándonos puentes y trapecios para nuestras aventuras de un Tarzán indígena. Niños armados de arcos y flechas y, por otro lado, niñas entregadas a los cuidados de sus muñecas, preparando sabrosos e imaginarios manjares.
La infancia se extendía, generosa, por aquellos días inmensamente largos. Había tiempo para todo: escuela, deberes de casa, deporte, juegos, y todavía sobraba. Y la disciplina paterna nos imponía límites y protección: el baño antes del café mañanero y de la cena, la familia entera reunida a la mesa en los horarios de las comidas, un dinerito exiguo justo para la matiné del domingo, el deseo libre de ansiedades e inmune al consumismo.
No se conocía la palabra colesterol, de modo que se comía de todo, especialmente gracias a la oferta servicial de los feriantes cuando nos veían en compañía de nuestras madres: una rebanada de piña o de papaya, un caqui maduro, el dulce de leche en el cono de helado, la tajada lechosa del queso de Minas…
El vocablo marca no venía ni en los diccionarios. Ni siquiera prestábamos atención a la marca de los tenis y de la ropa usada, cosas que, igual que con el material escolar, se heredaba de hermano en hermano, pues estaban hechos para durar, como las bicicletas eternas.
Nuestras travesuras molestaba a los adultos, pero sin ofensas ni daños: echar petardos en los buzones de correos, tocar rápidamente los timbres, pegar chicles en la silla del profesor, atar con esparadrapo la campanita de la vecina…
Había un confortable sentimiento de pertenencia al clan, fiel a su código de conducta: la tarea común culinaria de la madre y las tías confeccionando los dulces de la fiesta de cumpleaños, el árbol navideño cargado de primicias y promesas, la hartura de los domingos en la mesa de los abuelos, la magia encantadora del circo, las meriendas campestres a la orilla de la laguna de Pampulha.
Cambió el mundo, cambió la Navidad, y cambió también la infancia. Se rompe el encanto, escasean los abuelos pacientes, la televisión absorbe la imaginación infantil, la fantasía se colorea de logos de marcas. La calle está prohibida, el predio se trasladó al centro comercial, se contabiliza el deseo, se maquilla la alegría, los juguetes son desechables.
Ahora se encoge la respetuosa distancia entre niños y adultos, abriendo espacio a la irreverencia, al irrespeto, a la falta de educación. No hay que generalizar, es verdad. Pero me asusta el ver a hijos dar órdenes a sus padres y niños, en el autobús, indiferentes a los ancianos que viajan de pie.
¿Perdió la infancia su inocencia? ¿O la inocencia ya no tiene infancia? ¿Cuántos padres oran con sus hijos? ¿Cuántos se resisten al pudor de acariciarlos? Antes un simple helado enardecía el indeleble reducto de la memoria.
Nuestros héroes portaban la marca mesiánica del altruismo, aunque estuvieran maniatados por el maniqueísmo de la división del mundo entre las fuerzas del bien y del mal. Obedecer era una condición, no una imposición. Mantener la disciplina en el aula de clases una regla, no una excepción. Se hacía de la religiosidad la puerta abierta al encuentro de lo inmanente con lo trascendente, de lo natural con lo sobrenatural, de lo humano con lo divino. ¡Cómo nos consolaba el tener ángeles de la guarda!
Aún llevo un niño dentro de mí. Continúa siendo alegre, amoroso, inmerso en fantasías. Sexagenario, sueña con un futuro promisorio y cree que sólo mueren los viejos. Pero, hoy día, sabe que la vejez no es sólo un predicado de la edad.
Hay muchas criaturas envejecidas prematuramente por el trabajo precoz, por la explotación sexual, por la indiferencia de los adultos cuyos corazones de carne se petrificaron, incapaces de encantamiento, de curiosidad y vértigo del alma frente a la inmensidad del porvenir. Paralizados por el sopor de la amargura, se resisten a quitarse los zapatos de la sesudez, a meter los pies en el barro de las buenas noticias, a dejar que la riada de lo imprevisto empape ropa y piel, resucitando el sublime momento de la infancia.
- Frei Betto es escritor, autor de “Alfabeto. Autobiografia escolar”, entre otros libros.
https://www.alainet.org/es/articulo/123777?language=es
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